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España no ha llegado demasiado tarde a Europa

Desde hace algo más de dos años, casi toda la política española, interior y exterior, está marcada por fechas históricas. Tienen prioridad, desde luego, los acontecimientos que conforman la nueva democracia del Estado español en el plano interno, porque ellos condicionan y dibujan la acción exterior, por el momento relegada más a la normalización diplomática que a definir las coordenadas de la presencia española en el tablero geopolítico de nuestro tiempo. Y es en esta normalización donde se inscribe la entrada de España en el Consejo de Europa el pasado día 24 de noviembre. Una entrada o ingreso que acaece con veintiocho años de retraso pero que, indiscutiblemente, también lleva el marchamo de histórica. Por ello nos parece justificado el malestar o preocupación del ministro español de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, por el hecho de que este acontecimiento pasé, sino inadvertido en los medios de comunicación hispanos, sí algo perdido en las páginas de los diarios, dedicados a perfilar el ante proyecto de la Constitución democrática española y apasionados por el intenso debate político-social de nuestro país.

Marcelino Oreja, como jefe de la diplomacia española, ya cuenta en su haber político con un elevado número de éxitos en la normalización de esta política exterior del nuevo Régimen. Triunfos bien llevados por el palacio de Santa Cruz, pero conseguidos de manera un tanto lógica y, sobretodo, por el empuje e inercia de las fuerzas democráticas de siempre, en las que el ministro tácito ha sabido integrarse. El ministro supo también navegar, con rapidez y astucia, en el plano exterior, ganando en el tiempo y por la mano a la política externa o internacional de los grandes partidos políticos de la izquierda, que fueron hasta hace poco los únicos interlocutores válidos de España en los foros internacionales democráticos y, en especial, en las instituciones europeas a las que España es candidato irreversible.

Y aquí coinciden dos ideas centrales de este comentario: la Constitución democrática y la iniciativa democrática. Asombra en Estrasburgo cómo España ha conseguido izar su bandera en la puerta del Palacio de Europa aún sin tener aprobada la Constitución democrática necesaria para ello, y máxime en este consejo consultivo, donde lo único que cuenta son las actitudes políticas, jurídicas y constitucionales sobre la democracia y las libertades y derechos del hombre. Oreja supo navegar y conseguir la no oposición de la Oposición española para ingresar en la asamblea de Estrasburgo, en una silenciosa maniobra que contó con el apoyo apasionado del ministro austriaco de Asuntos Exteriores, Williabald Pahr. El consensus en Madrid se obtuvo con el gran argumento de «ganar tiempo para España» en Estrasburgo, incluyendo en la resolución de la asamblea que recomendaba el ingreso inmediato de España al Comité Ministerial del Consejo un punto cuarto en el que se señala que España debe concluir su Constitución democrática.

Hasta aquí los hechos, triunfales o históricos, pero los hechos. Ahora España, dentro de los pasillos de la Europa institucional, debe iniciar sus primeros pasos con capacidad de asombro y con la imaginación que le es propia, para el bien de la Europa unida y de los pueblos. Tiene España, aún no maleada en los eternos debates de la construcción europea, la oportunidad de tomar iniciativas y de despejar incógnitas en esta Europa de organizaciones paralelas (CEE, Unión Europea Occidental, Consejo de Europa, EFTA, etcétera), mercantilistas y nada operativas o ejecutivas (y dé las que el Consejo de Europa es el máximo exponente del rien faire) en favor de la idea europea y de la simplificación de sus instituciones.

España llega tarde, eso es cierto, pero no encuentra una Europa mucho más avanzada de la que esbozaron los grandes padres de la construcción política del viejo continente Schumann, Monnet, Hallstein, Adenauer, Churchill, De Gasperi, etcétera. Todo está casi como lo dibujó Churchill en Zurich, en 1946, como lo quiso De Gaulle, como lo temía Monnet, como lo sufrieron Rey y Mansholt y como lo quieren e imponen la Unión Soviética y Estados Unidos.

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