Interrogantes ante la nueva Constitución/ 1
Teólogo
Durante los últimos mes , es reina en el país un extrañó silencio en torno a un tema que parecería deber ser el eje de la nueva situación espiritual y política de España: la Constitución. .¿Cuáles son las razones de ese anormal silencio? Digo anormal, porque una Constitución es a la vez reflejo y fermento de los ideales y pasiones que animan a un pueblo. ¿Será porque ya nadie espera nada de ella: unos porque la consideran fruto de una evolución espiritual ¡legítima, y otros. porque la asignan una mera función técnica: ser expresión de hechos consumados y simple pauta que regule el tráfico entre los ciudadanos, sin referencia a valores y sin implicación de ideales? ¿O es que hasta ahora hemos estado inmersos en los problemas urgentes y no nos ha quedado aún tiempo para los problemas importantes, hemos hecho política de partidos y Gobierno, y nos hemos olvidado de la sociedad y del Estado?
1. ¿Una Constitución dogmática o una Constitución tecnocrática?
¿Cuál es el sentido de una Constitución, aquél que podríamos llamar metajurídico? Sentido y función que cumple no primariamente por las formulaciones explícitas de su articulado, sino por los ideales, valores y contravalores implícitos desde los que está pensada, y hacia los que se orienta, como meta que ha de ser conseguida por una sociedad para que tenga dignidad a la vez que pan, razón a la vez que esperanza, justicia junto con amor. La historia reciente nos ofrece una doble respuesta. La Constitución puede tener una intencionalidad y cumplir una función dogmática o una mera función tecnocrática. Es dogmática cuando parte de unos valores absolutos, que son no sólo propuestos a los ciudadanos como expresión de sus opciones previas, sino que les son impuestos; valores que pueden ser de distinta naturaleza: religiosos, filosóficos o racial-nacionales. Valores a los que el individuo podría adherirse o no, pero a los que de hecho es obligado a consentir. Es tecnocrática, en cambio, cuando al menos aparentemente no absolutiza ningún valor o ideal, y se limita a formular las convicciones o convenciones que de hecho los ciudadanos expresan en sus relaciones sociales y manifiestan a través del voto, en orden a establecer unas pautas sociales que permitan una relación sin roces y una convivencia sin guerra.
La primera absolutiza unos valores e ideales, dispone toda la legislación para que les sirva, no permite su cuestionamiento y en caso de colisión sacrifica la persona a los principios. La segunda no absolutiza nada, no presupone ningún valor como incondicional y normativo para la libertad humana, lo hace derivar todo del consenso popular y se considera a sí misma como la mera trasposición isomórfica de lo que piensan los ciudadanos, la mera respuesta a sus deseos y propósitos. Ante estas dos formas de
Constitución nos urge una pregunta que parece ponemos en una difícil encrucijada: ¿Una Constitución dogmática es hoy legítima? Y parece que la respuesta debiera ser negativa, porque supondría la imposición de las ideas o decisiones de un grupo o de un hombre sobre los demás; y volveríamos a estar ante la dictadura de la persona o del partido. Pero, ¿una Constitución meramente tecnocrática es de hecho posible? Y parece, que la respuesta debería ser también negativa. Primero, porque no parece viable el fijar y salvaguardar derechos sin una previa determinación de valores fundamentales; lo que equivale a. decir que un Estado de derecho no puede subsistir si no se concibe a sí mismo como Estado de valores. Si no se establecen referencias absolutas no hay medidas ni criterios para nada.
Por otro lado, la experiencia cercana de nuestra historia nos enseña que los diversos intentos de poner fin a las ideologías, en nuestro caso a los ideales y valores personalmente elegidos por los ciudadanos, para facilitar una gestión política o una eficacia económica de signo integrista 'o de signo revolucionario, eran siempre una trampa lanzada para impedir pensar por cuenta propia y obligar a todos a comulgar con las ideologías creadas por otros y puestas al servicio de sus propios objetivos. Es necesario afirmar y, reconocer que todos tenemos unas referencias incondicionales, a la luz de las cuales medimos el sentido de la vida y de la muerte, pensamos Va sociedad, y nos relacionamos con nuestros prójimos, comulgamos en religión y protagonizamos en política. Quien se empeña en decirnos que sus proyectos derivan exclusivamente del análisis científico de la realidad y que, por ello, son los únicos que tienen racionalidad histórica y capacidad política, ése intenta engañarnos en nuestra ingenuidad o esclavizarnos en su violencia. El hombre es humano en la medida en que se yergue como un absoluto de valor, de sentido y de servicio en el mundo. Y si la legislación o la sociedad le velasen esa dimensión, voluntad y capacidad de absoluto, le habrían negado su radical dignidad humana.
¿Significa esto que no tenemos otra solución que elegir entre una dictadura ideológica, donde los ideales se nos imponen a nuestra libertad y una «dictadura de trivialización» (I. Babel), donde, en lugar de ideales y valores, se le venden al hombre productos y se ofrecen respuestas a nuestras necesidades instintivas, y donde nuestra libertad queda remitida a su mundo subjetivo e individual, y con ello recluida en el desierto de su soledad, es decir, remitida a su muerte?
2. Valores-guía en una situación de cambio
Toda sociedad necesita una constelación de valores, sin los cuales no puede sostenerse jurídicamente, y sobre todo, sin los cuales no puede alimentarse espiritualmente. Valores que han de ser acogidos de la historia anterior, recreados por todos y de manera especial por las minorías cognitivas, ofrecidos a la sociedad y propulsados por el Estado. ¿Cuáles son esos valores e ideales que deberían presidir la elaboración de una Constitución, ser su fundamento y a la vez meta, hacia la que orienta? Creo que podremos encontrarlos mirando en cuatro direcciones:
a) Los que son ya logros definitivos de la Humanidad tanto en el orden científico, como espiritual, ético y político. Lo mismo de carácter positivo -aquellas adquisiciones del espíritu humano a las que hoy ya nadie puede rernunciar o sentirse ajeno- que de carácter negativo (aquellas evidencias que nos hacen reconocer como inhumanas determinadas acciones, silencios, discriminaciones).
b) Las evidencias éticas y espirituales del área cultural occidental en la que hemos crecido como nación. Toda colectividad tiene que abrirse a la fraternidad universal y romper la clausura del propio continente. Pero esa capacidad de comunicación y fraternización universales es proporcional a la capacidad de reconocimiento y apropiación crítica de las propias raíces y creaciones culturales; apropiación que nos posibilita afirmarlas a la vez que reconocer sus aspectos negativos o sus limitaciones.
c) Valores decantados y convicciones más granadas de la conciencia hispánica, que hay que asumir, sin embargo, críticamente para no instaurar por un lado un corte violento respecto de la anterior trayectoria étnica y, por otro, para no prolongar ingenuamente las excrecencias e inhumanidades que todo pueblo genera en su marcha.
d) Las convicciones que de hecho siguen operantes en la gran mayoría de las conciencias españolas. Ellas son un hecho sociológico inignorable, y el no contar con ellas constituiría un silencio violento generador de una ulterior violencia. Estas convicciones son de diferente naturaleza y valor; van desde los credos estéticos a los credos económicos, desde las creencias religiosas a las creencias políticas. Tal diversidad de convicciones y valores, pública y oficialmente reconocida, es lo que constituye la riqueza de una sociedad, pero a la vez la que hace difícil una gestión política, que no se imponga por una relativización de todos ellos, ni por una absolutización particular de algunos, confiriéndoles una primacía de valor frente al resto.
He ahí la difícil tarea. ¿Cuáles son, en concreto, esos valores e idéales de los que la sociedad necesita para ser una comunidad humana y no una grey que pace? ¿Cómo asignarles a cada uno su lugar en la escala y, consiguientemente, cómo situar a las instituciones o grupos que los representan? ¿Qué presencia y auton6mía han de recibir en esa Constitución las universidades, los sindicatos, las iglesias? ¿Cómo se va a fijar, por ejemplo, el sitio propio de las ideologías políticas (que en principio se ordenan a la conquista del poder para ofrecer desde él valores y proyectos) y el sitio propio de las religiones, que no se ordenan al logro de poder alguno sino que tienden a ofrecer gratuitamente valores e ideales, para una configuración libre y autónoma de la vida personal y, partiendo de ella, de la vida colectiva? ¿Será posible una real política, con fondo y con distancia, si no se entra en directo a tales temas y si no se los sitúa en su lugar propio? ¿Se ha pensado, por ejemplo, que la palabra Dios será en esa Constitución un protagonista inevitable, porque en un país que desde siempre ha sellado su vida y sus realidades sociales con su invocación, ahora el nombramiento de El será sentido por unos como ofensa pública y por otros su silenciamiento será, igualmente, sentido como ruptura con una historia y con una identidad personal, que consideran sagradas e irrenunciables? Y, sobre todo, recordemos con Machado que cuando un Dios se ahuyenta de la ciudad toman posesión de ella los dioses. Por ello hay que elegir soberanía. Aquí estamos todos ante una urgente tarea de reconversión: pasar de la afirmación en abstracto de las ideas a los reconocimientos en concreto de las personas; y en nuestro caso, pasar de las afirmaciones o juicios teóricos sobre Dios al reconocimiento práctico y consecuente de la confesión de Dios, que hace una mayoría de los ciudadanos, y de la significación pública y social que confieren a esa afirmación. Hacer lo primero sería dogmatizar fuera de lugar y contra conciencia. Hacer lo segundo sería hacer justicia a la identidad personal y social de los ciudadanos, identidad que incluye esencialmente esa referencia a Dios como absoluto de su v ¡da. Nada hay más peligroso que una política que no es consciente de la teología, positiva o negativa, que lleva consigo; o una teología que no se atreve a reconocer la función política que de hecho cumple en una situación histórica.
3. La concordia entre las diversas opciones fundamentales
Los españoles estamos invitados a decir qué valores e ideales queremos que configuren nuestra sociedad y orienten nuestro futuro; abocados a confrontarlos, reconociendo su diversidad y la obligada concordia, ya que las personas son más sagradas que las ideas, y las vidas han de prevalecer sobre los programas. Un Estado no puede ser sostenido ni por la policía, ni por el Ejército, ni por la burocracia, ni por la Iglesia, ni por la ciencia y ni siquiera por el Derecho, sino por los valores e ideales de los que vive la sociedad, para los que alientan, trabajan y sufren los ciudadanos, y desde los cuales les nace la capacidad de concordia, fraternidad y justicia. Las convicciones morales son la convicción previa y el fundamento permanente de la organización jurídica de la sociedad y del Estado. Por ello, la técnica y la política no pueden suplantar a la étnica aún cuando la ética necesite tomar cuerpo y eficacia por medio de la técnica y de la política.
Pero, ¿cómo establecer unos valores que sean el fundamento de esa Constitución, si la sociedad es pluralista y las constelaciones de valores operantes en ella son contrapuestas? Y no se diga que lo mejor es hacer una epoché axiológica,_es decir, una abstención de cualquier orden de adhesiones o valoraciones y limitarse a una Constitución pragmática. Tal solución sería tan falsa en teoría como peligrosa en la práctica política. Porque en filosofía, quien parece no filosofar vive de una filosofía inconsciente; en política quien no toma partido toma partido; y, en religión, quien no tiene una fe o increencia explicitadas, cree increíblemente. Por consiguiente, lo único que un hombre y una sociedad con dignidad pueden hacer es aclararse sobre las diversas opciones existentes, fijar las propias y establecer una concordia convivente respecto de las demás. Lo que en ningún caso es legítimo es tomar una actitud ingenua de silencio, o malévola de ocultamiento positivo del problema, pretextando su complejidad, para luego introducir subrepticiamente una posición concreta e imponerla a los demás.
España ha pasado de unas formas políticas totalitarias a unas formas democráticas, de unos valores e ideales impuestos, a unos valores e ideales que han de ser generados por los individuos o por los grupos. La superación del dogmatismo nos ha devuelto la posibilidad de protagonizar democráticamente nuestro destino. Pero esa democratización de la vida pública no puede significar una « dese etización », es decir, el silenciamiento o marginación públicas de todos los valores morales y de aquellas esperanzas o presentimientos en los que se alimenta el hombre para ver y vivir con dignidad. La democratización es el primer paso para una creatividad y para una conjugación ordenada de visiones diversas o divergentes. La salida de un campo de concentración no debe terminar en un desierto. ¿Cómo salir de actitudes dogmáticas y no caer en la vanalidad y en el instinto, que es lo más contrarrevolucionario? ¿Cómo Salir a tierra limpia sin retomar a la cautividad de Egipto, por un lado, y sin sucumbir a la desmoralización, por otro, es decir, a aquella situación en la que no se sabe qué se tiene en pie y, por consiguiente, a qué puede uno atenerse, porque es válido y humanizador; donde nadie dice creiblemente qué sea lo verdadero, lojusto, lo esperanzador, lo que sana y salva?
La seriedad con que abordamos estas cuestiones darán la medida de nuestra madurez histórica y pondrán de manifiesto si todavía vivimos adheridos a los viejos ídolos, si por el contrario hemos accedido a la fácil aptitud iconoclástica o si más bien hemos sido capaces de asumir los problemas en su dura verdad, es decir, en su perenne fecundidad.
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