La autopista de La Paz, un enemigo público
La autopista de La Paz es un cinturón que han querido ponerle a Madrid. Pero en estos días hay una grave duda sobre ella: muchos madrileños piensan que, por algún inexplicable error de cálculo, le han puesto una soga al cuello. Para empezar, la M-30 tiene un nombre apócrifo, porque La Paz no es posible en un lugar donde han muerto, en menos de un año, diecisiete personas. Antes de que las computadoras encuentren extrañas conexiones entre el amanecer, el stress e incluso el estado civil de las víctimas, hay que darse prisa en convenir que a Madrid le han puesto un mausoleo. Escribe
Cuando entraron en servicio los dieciocho kilómetros actuales de autopista, muchos vecinos de Madrid pensaron que había llegado el momento de desquitarse de los atascos, desvíos y direcciones prohibidas del centro de la capital. La M-30 permitirla hacerle burla a La Cibeles, evitar la mirada acusadora del guardia urbano que acompaña a los automovilistas como una segunda conciencia y, desde luego, encontrar la mínima distancia entre dos puntos cualesquiera de Madrid. La Paz prometía ser un sistema de recortar segundos, casi una mística ciudadana: la mejor manera de ir cada día de «La Meca a Me dina».Con La Paz pusieron una cuesta abajo a los automovilistas y, como pudo comprobarse después, un vértigo, a todos sus vecinos. Recorrer la M-30 supone cambiar de paisaje a toda velocidad y tener siempre en el horizonte un puente: hormigón fresco junto al puente del Rey, chabolas junto al puente de los Tres Ojos; casas de aspecto discretamente residencial junto al puente de Barajas, un monumento futurista y un puente cerca de la carretera de Burgos. Pero, desde los márgenes, desde el salón-estar de cualquier pisito próximo, la autopista es un paroxismo, un conjunto de imágenes fugaces y ruidos paralelos ante los que sólo cabe una actitud: acostumbrarse. Gracias a los terrenos marginales de La Paz, los especuladores del suelo han ofrecido casas con ventanas al mar de coches, en un intento de hacer buenos los pronósticos e ir de Madrid al infierno.
Sin embargo, el peligro de La Paz no está en sus decibelios ni en sus estampas cambiantes: el peligro está en que ha puesto tierra de por medio entre barriadas limítrofes, una frontera entre dos grupos de chabolas, una rampa donde debía estar el Puente de Vallecas, y ha distanciado casas de puestos de trabajo.
En menos de un año, La Paz ha conseguido un historial mortuorio sin precedentes: 205 turismos accidentados, 55 camiones, dos autobuses y una bicicleta, cuya presencia nadie consigue explicar.
Hace sólo unos meses, Araceli Antón y Enrique Bustamante estaban fuera de la estadística. Vivos.
El barrio no olvida
Desde que la M-30 se abrió al tráfico, Araceli y Aurora Antón, auxiliares de enfermera, tuvieron que elegir entre dos opciones: cruzar las calzadas de la autopista o tomar sucesivamente tres autobuses para llegar a la clínica. Un cuarto de hora contra tres cuartos.
Como tantos otros vecinos de La Paz, eligieron el camino más corto. Cada día se acercan al primer carril, esperan, improvisan un cálculo sobre sus posibilidades de pasar y, por fin, cruzan corriendo. El instinto de conservación ha dado con un sistema de seguridad que suelen emplear los grupos familiares u ocasionales: siempre cruzan de uno en uno o, cuando hay niños, de dos en dos, con el propósito de reducir el número de víctimas en caso de accidente. Sin saberlo, los vecinos de la M-30 que carecen de pasarelas han llegado al método que utilizan los soldados en campaña para salvar una zona batida por un cañón; procuran que un disparo pueda abatir como máximo a uno o dos hombres.
Araceli y Aurora solían cruzar juntas. El 13 de octubre, a las 7.40 de la mañana, iniciaron la travesía. Primero pasó Aurora: cuando llegó al primer arcén habría jurado que su hermana estaba a salvo tras ella. Pero oyó algún ruido que le pareció extraño, volvió la cabeza y vio a su hermana tendida en el suelo. Había muerto instantáneamente, según la terminología común a los siniestros. Su familia apenas sabe nada del conductor del turismo que la atropelló, seguramente porque está más ocupada en olvidar que en recordar los detalles.
La muerte de Araceli fue una conmoción en el barrio. De pronto, todos se sintieron víctimas de un mecanismo que con vierte en una tragedia la construcción de una simple pasarela; de un sistema que exige tácitamente tres muertos antes de instalar un semáforo, o cinco para poner en marcha la construcción de un, paso franco. Un ejecutor que cobra sus muertos por adelantado.
Todos a una
Y se produjo un suceso sin precedentes: el barrio de Ibarrondo y el de San Juan Bautista, enclavados uno frente al otro, constituyeron la sociedad «Fuenteovejuna», cuyos principios estaban claros. Todos a una se manifestarían para pedir la pasarela: acudirían al Ministerio de Obras Públicas o donde hiciera falta, para restar convocatorias, apercibimientos y firmas, y combatir la lentitud, que es el pecado capital de la burocracia.
«Fuenteovejuna» pidió, una respuesta al Ministerio y organizó varias manifestaciones en la autopista de La Paz hasta que las obtuvo. José María Palacios, interlocutor válido de la sociedad, consiguió llegar hasta el director general de Carreteras, que le informó de que las obras ya estaban autorizadas; si se aplicaba a las mismas una tramitación de urgencia podrían empezar a primeros de 1978, en una estimación optimista, aunque hacía falta un refrendo del propio ministro. Y Palacios hizo guardia en el Ministerio, a la espera de que el ministro se pronunciase.
Como las sacerdotisas de algunos oráculos, Joaquín Garrigues Walker tardó cuatro o cinco días en contestar, pero contestó. Y su respuesta no pudo ser más aleccionadora: demostró que además de los procedimientos de urgencia, que son la quinta velocidad de la Administración y pueden reducir a noventa días los estados de ansiedad de un barrio, los ministros disponen de un hilo directo con Lourdes, sólo utilizable cuando rugen los fuenteovejunas. El señor Garrigues garantizó que las obra tardarían un máximo de veinticinco días en comenzar. Y, en efecto, comenzaron dentro el plazo.
De aquel 13 de octubre en que murió Araceli quedan una rudimentaria cruz que los vecinos ataron a una farola, y una guirnalda de flores, irreconocibles por la contaminación.
El caso de Enrique, otra víctima elegida al azar, es menos apasionante. Vivía en una colonia de gitanos chabolistas situada junto al puente ferroviario de los Tres Ojos, quizá por esa rara afinidad entre los gitanos y los puentes; un lugar por el que cruzan el tren y los coches y equidista de los raíles ,y los arcenes. Los chabolistas de la zona han entrado en un juego peligroso; se han acostumbrado a tributar puntualmente lo que el peligro les exige; hace cinco meses el tren mató a Bernardo Salazar Silva, como los coches mataron a Enrique Bustamante, y la gente de la colonia ya ha aprendido a callarse. Enrique dejó chabola, mujer y ocho hijos: quince días después de que muriera, su hijo Angel, de catorce años, sufrió ,otro atropello no mortal. De los dos sucesos quedan las partículas de cristal templado que siempre dejan los lances de carretera, el granizo de los accidentes. Y en La Paz descansen.
Es preciso que la autoridad competente se ponga en comunicación con la corte de los milagros y solicite pasarelas por el procedimiento cuya existencia descubrió «Fuenteovejuna». Porque la M-30 tiene su industria, sus muertos, sus adictos: los novios de la M-30, y ha inventado ya el túnel de la muerte, el callejón del peligro, el dragón de los tres ojos y otros pasos de las Termópilas.
De lo contrario, sus vecinos disponen de tres recursos: los fuenteovejunas, las rogativas y los milagros del señor Garrigues Walker.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.