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Una reflexión latinoamericana / 1

Palabras pronunciadas por el escritor mexicano al recibir el premio internacional de novela Rómulo Gallegos. Caracas, 1977.Durante diez años Rómulo Gallegos vivió en México. Sería falso afirmar que vivió en el exilio, porque México es tierra de venezolanos y Venezuela es tierra de mexicanos.

Los déspotas creen desembarazarse de los hombres libres mediante el destierro y, a veces, el asesinato. Sólo se ganan testigos que, como el espectro de Banquo, les roban para siempre el sueño.

La muerte del justo ha sido a menudo el precio de nuestras vidas. No lo olvidemos hoy, cuando la América Latina, luminosa utopía fundada una y otra vez en las empresas del Descubrimiento, las gestas de la Independencia y el desgarramiento de las revoluciones, vive una de las noches más negras, largas y tristes de su historia de empecinadas esperanzas.

La sangre de Francisco Madero regó el espinazo seco y ardiente de México y les dio la vida a los ejércitos revolucionarios de Villa, Obregón y Zapata. La sangre de Salvador Allende aún no se seca. Mancha las manos de sus asesinos, pero también corre por las arterias de la resistencia popular chilena. Chile, algún día, recobrará la libertad perdida.

Rómulo Gallegos, presidente constitucional de Venezuela, escribió primero nuestro eterno drama de la civilización contra la barbarie, y luego lo vivió. Más bien dicho: lo sobrevivió para vencer a los tiranos, a ese ser abstracto que se llama Yo, el supremo, en la gran novela de Roa Bastós, y cuya única ley es la amalgama de astucia de cantina y genocidio anónimo que Carpentier denomina en otra de sus grandes obras el recurso del método.

Recurso inverso al de las novelas policiales: en la historia de la América Latina sucede repetidamente que se sepan los nombres de los criminales, pero no los de las víctimas. Continente de muertes anónimas en el que más de una vez se ha invocado el concepto abstracto de «patria» para justificar el crimen. La verdadera patria es, por lo contrario, lo más concreto del mundo: es los lugares, las obras, las ideas, las personas que amamos. Y sus muertos.

Déspotas de la sombra: El otoño del patriarca es una larga temporada en el infierno, una estación inmóvil, un eclipse metálico de los astros que normalmente permiten medir el tiempo de los hombres y vivirlo como hombres.

Pero la anormalidad ha sido la norma de nuestra historia. Trujillo, Batista y Pinochet son como los vampiros que sólo prosperan de noche. Todos ellos, nuestra interminable lista de tiranos, son criaturas de la,noche, dependen de la noche y sólo son síntoma de la noche.

Es la noche misma lo que debemos combatir para mantener á los vampiros en sus tumbas.

Hombre de letras y hombre de acción, Rómulo Gallegos sabía esto; él fue un peregrino de la noche latinoamericana, armado no con la lámpara que sólo busca al hombre, sino con la antorcha que lo ilumina y lo incendia.

Luz de la verdad, incendio de la mentira; luz de la memoria, incendio del olvido; luz de la palabra, incendio del silencio.

En semejante empresa, con acentos distintos y por caminos plurales, podemos reconocemos y participar todos los novelistas de la América Latina.

Nuestro instrumento son las palabras y las palabras, como el aire, son comunes: o son de todos o no son de nadie.

No existe poder político sin apoyo verbal. Una democracia se mide por la latitud del poder verbal de los ciudadanos frente al poder verbal del Estado. Y una dictadura, por la estrechez o ausencia de ese margen. Sobra decir que en la América Latina ha imperado la segunda situación y que, en buena medida, el vigor de nuestra literatura contemporánea tiene su origen en que, desprovistas de canales normales de expresión -partidos políticos, sindicatos, parlamentos, prensa. medios audiovisuales libres-, nuestras sociedades buscan y encuentran en la obra de poetas, ensayistas y novelistas todo lo no dicho por nuestra historia pasada o presente.

Pues también la historia es, finalmente, una operación del lenguaje: sabemos del pasado, y sabremos del presente, lo que de ellos sobreviva, dicho o escrito.

La historia de la América Latina parece representada por un gesticulador mudo. Adivinamos, en las muecas y manotazos del orador, una alharaca de discursos grandilocuentes, proclamas y sermones, votos piadosos, amenazas veladas, promesas incumplidas y leyes conculcadas.

Escuchamos en vano el silencio; desciframos unas piedras hermosas: sólo nos hablan de nuestros tres siglos coloniales las estatuas torturadas de O Aleijadinho, los templos barrocos de Quito y Tonantzintla, las celosías secretas de Lima y La Habana. Veneramos a las escasas voces que se dejaron oír: Sor Juana y el Inca Garcilaso, en la colonia, Mora y Lastarria, Sarmiento, Bello y Martí, en medio del sonido y la furia de nuestras operetas decimonónicas: gritos de ahogado en un mar de sepulcros.

No hay presente vivo con un pasado muerto.

Y no hay pasado vivo sin un lenguaje propio.

La gigantesca tarea de la literatura latinoamericana contemporánea ha consistido en darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la verdad a las mentiras de nuestra historia, en apropiarnos con palabras nuevas de un antiguo pasado que nos pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa de un presente que sin él sería la del ayuno.

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