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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ni cuarto poder ni prensa del Estado

ANTONIO FONTAN, hoy senador de UCD y presidente de la Cámara Alta, ayer director del diario Madrid, ha expresado sus deseos, en una conferencia pronunciada en un centro cultural, de que la prensa renuncie a cualquier tentación de poder y protagonismo. Según sus palabras, en la España democrática «la prensa debe recobrar su lugar, que no es ese cuarto poder, acuñado en Norteamérica, ni debe aspirar a serlo».No es fácil entender las razones por las que una persona con tan dolorosa experiencia profesional en el pasado como el señor Fontán, cuyo diario fue clausurado por el Régimen de Franco por su talante crítico, recomienda ahora a sus colegas criterios de actuación, en relación con el Estado, tan diferentes a los que guiaron su propio comportamiento. El argumento de que la existencia de instituciones democráticas reserva a la prensa la exclusiva función de ser «el narrador objetivo de los hechos» se ría insostenible aun cuando la democracia hubiera logrado en nuestro país ese grado de madurez y consolidación que todavía permanece lejano.

Por lo demás, la prensa no aspira, ni siquiera metafóricamente, a convertirse en el cuarto poder de un Estado, que ya dispone de tres, sino a exponer los hechos, realizar los análisis y recoger las protestas que muchas veces los gobernantes consideran improcedente tolerar o divulgar. No pretende ser un poder del Estado. Es, simplemente, un poder de la sociedad, cuyo análisis y crítica de la realidad que le rodea constituye un verdadero contrapeso de los abusos del poder político o de otras fuerzas e instituciones dotadas de la capacidad de oprimir o vejar a los ciudadanos. «Como nuestro sistema está basado en la opinión pública -dijo en una ocasión el presidente Jefferson-, si tuviera que elegir entre un Gobierno sin periódicos o unos periódicos sin Gobierno, escogería, sin duda, esto último.» La victoria de! Washington Post sobre el presidente Nixon en el asunto del Watergate muestra hasta qué punto asistía la razón a uno de los padres fundadores de la democracia americana.

Los titulares del derecho a editar periódicos pueden ser empresas capitalistas, cooperativas de trabajadores, sociedades de redactores, centrales sindicales o partidos políticos. Pero nunca el Estado. En ninguna sociedad verdaderamente democrática y pluralista la Administracion usurpa esa parcela de poder social para instrumentalizarla en provecho propio. Y si el partido político que llega al Gobierno es, a la vez, editor de un periódico, éste debe vivir -como dicen los mexicanos- en el error: fuera del presupuesto nacional.

Por esa razón, las nuevas opiniones del señor Fontán, que ha abandonado ese presunto «cuarto poder» para afincarse en el partido que controla dos poderes estatales bien reales (el legislativo y el ejecutivo), resultan sumamente oportunas cuando el Gobierno y la Oposición comienzan a discutir la suerte de los medios de comunicación social de propiedad estatal. Una de las herencias más incómodas de la disolución del Movimiento Nacional y de la transferencia de su patrimonio al Estado es la existencia de una nutrida cadena de diarios y emisoras, creadas en su día como órganos de propaganda del Régimen. No es una carga precisamente ligera: cuarenta periódicos y 45 estaciones de radio distribuidos por toda la geografía nacional, que dan ocupación a miles de periodistas, trabajadores de taller y empleados, y que arrojan en su conjunto una pérdida -oficialmente no reconocida, pero conjeturable- de cientos de millones de pesetas.

El Gobierno, usufructuario de ese costoso tinglado, carece de argumentaciones jurídicas, políticas y morales para disponer de tan poderoso aparato, que simula hablar desde la sociedad cuando, en realidad, obedece las instrucciones que recibe de los despachos oficiales. Máxime cuando la explotación de ese instrumento de intoxicación y propaganda, especialmente útil para preparar unas elecciones o santificar al presidente del Gobierno mediante las técnicas del «culto a la personalidad», es deficitaria.

El legado de los sindicatos verticales en el campo de los medios de comunicación plantea problemas semejantes. Es de suponer que forme parte de la agenda de negocia ciones entre las centrales y el Gobierno. La cuestión, así pues, merece un análisis por separado. Como también el régimen jurídico que precisan los dos únicos instrumentos de comunicación a los que cabe asignar funciones estatales y no gubernamentales: Radio Nacional de España y Televisión Española.

El desmontaje de este monumental tinglado que es la antigua Prensa del Movimiento, rebautizado ahora con el nombre de Medios de Comunicación Social del Estado es, a la vez, una necesidad del sistema democrático y una operación compleja y costosa. Por lo pronto, es imprescindible respetar los derechos legítimamente adquiridos de los trabajadores de ese sector. Al parecer, los partidos de la Oposición se han negado, en las conversaciones de la Moncloa, a la privatización de esos medios en pública subasta. En algunos casos, los grupos o partidos tratarán de reivindicar la titularidad jurídica de los periódicos que les fueron confiscados en 1936-1939; pero no es seguro que la actual situación de los edificios y talleres sea la misma que hace cuarenta años y, además, se encontrarían con problemas para el encaje de las plantillas. Otra fórmula posible sería ofrecer a los profesionales de la información que trabajan en esos medios su explotación en régimen cooperativo; pero la solución sólo resultaría viable en los casos, al parecer infrecuentes, en que las empresas no fueran deficitarias.

Lo indispensable es acabar, cuanto antes, con esa abusiva usurpación por el Gobierno de tareas sociales. La carga que para el presupuesto implicaría pagar las nóminas de esos periódicos y revistas en paro, tal vez resultara inferior al déficit global de esas empresas en plena actividad. Por lo demás, la desaparición de esos medios de comunicación, que hacen una competencia ilícita al sector privado, crearía un vacío que la iniciativa empresarial o los propios partidos podrían llenar rápidamente; con lo que la reincorporación al trabajo activo de esos profesionales, muchos de ellos altamente capacitados, quedaría grandemente facilitada.

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