Terrorismo y democracia
EL TERRORISMO es, sin duda, uno de los azotes de nuestra época. Ahora bien, ni constituye un fenómeno específico de la era contemporánea, aunque determinados factores le confieran siniestros rasgos originales, ni mucho menos es hijo legítimo de las instituciones democráticas.Baste con recordar, en nuestra propia historia, los asesinatos, a manos de terroristas, del general Prim, Aritonio, Cánovas del Castillo, Canalejas y Eduardo Dato, además del atentado frustrado de Mateo Morral contra la familia real, en la época que se abre con la caída de la monarquía isabelina y se cierra con la dictadura de Primo de Rivera. Un acto terrorista -el asesinato del heredero del Imperio Austro-Húngaro- sirvió como detonante para la Gran Guerra. Y a lo largo del último siglo los atentados contra reyes, zares o gobernantes fueron el contrapunto dramático del esfuerzo de la Humanidad por salir de la pobreza, regular sus propios destinos y construir islotes de paz y de progreso en ese océano de «ruido y furia» que, al decir de un clásico, es la trama misma de la historia.
Lo singular del terrorismo contemporáneo, ejemplificado en el secuestro del avión de Lufthansa, está, por un lado, en la multiplicada brutalidad de los medios utilizados y en la indiscriminada generalización de las víctimas amenazadas, y por otro, en la difusión a escala mundial de esas acciones, a través de los medios de comunicación de masas. Conviene resaltar que la publicidad no es una simple consecuencia de los hechos terroristas, sino uno de los objetivos que los criminales, deseosos de difundir las causas que tan torcidamente defienden, se proponen. La inhumanidad de los procedimientos y del blanco de las operaciones es el reflejo, entre los marginados,'de esa deshumanización progresiva que comenzó con la terrible carnicería de la Gran Guerra, -prosiguió con los campos de exterminio nazis y con el Gulag soviético, sé convirtió en norma con el bombardeo de la población civil -inglesa o alemana- durante la segunda guerra- mundial y con el holocausto atómico de Hiroshima y Nagasaki, y prosiguió en la posguerra con la renovada represión staliniana, el. arrasamiento de Vietnam, la invasión de Hungría, las matanzas en Indonésia y los «desaparecidos» en Argentina y Chile. Produce horror asistir al espectáculo de cuatro criminales jugando con la vida de 86 pasajeros y,tripulantes de un avión de líriéa; pero ese espanto es una página más de esa «historia universal de la infamia» que la Humanidad ha ido escribiendo a lo largo del siglo XX.
¿Cuál es el caldo de cultivo de esa patología criminal que puede llevar a estampas tan atroces como la del secuestro del avión alemán? No, desde luego, las instituciones democráticas. Los fascistas y la ultraizquierda emplean el terrorismo -desde supuestos teóricamente divergentes, pero convergentes en la práctica- precisamente para negar a los ciudadanos el derecho a elegir libremente a sus gobernantes y representantes.
Otro sector de la familia terrorista, representada ayer por los argelinos y hoy por los palestinos o los surmoluqueños, no atacan tanto a las inmituciones democráticas como a los paises industrializados que, tras siglos de lucha por la racionalidad y el respeto a la persona humana, han logrado establecerlas como norma de convivencia. El propósito que les guía no es tanto la animadversión hacia esos sistemas políticos como la voluntad de llamar la atención de los grandes poderes de la Tierra sobre sus ptoblemas. La desesperación es una consejera no sólo mala, sino a veces criminal: los marginados no vacilan ante el asesinato colectivo a la hora de chantajear a los Gobiernos o de hacer llegar ante la opinión pública mundial sus agravios. Y ni siquiera dudan en dirigir esa incontrolada pulsión agresiva contra ellos mismos, como pone dramáticamente de manifiesto el suicidio de los encarcelados de la llamada banda «Baader-Meinhoff».
Pero si la democracia no es el origen del terrorismo, sino- su objetivo, o el blanco indirecto de la furia de los desesperados, ¿cómo defendería de sus agresores? De todas las formas posibles con una sola condición: que la protección de la democracia no ponga en peligro los valores e instituciones que constituyen su sustancia. La defensa de la democracia mediante prrocedimientos no democráticos equivaldría, en última instancia, a proporcionar a los terroristas, por una vía indirecta la victoria.
En esa perspectiva, la insistencia del Gobierno Suárez en modificarla ley de Orden Público en un sentido más represivo, no puede sino despertar alarma. Este periódico tiene una amarga experiencia de la utilización que el anterior Gabinete Suárez hizo de los poderes discrecionales que le daba el decreto-ley contra el Terrorismo: el absurdo allanamiento de la casa particular de su director en una operación sedicentemente investigadora y realmente intimidatoria contra la libertad de expresión. Porque creemos que aquel hecho fue un síntoma y no una excepción, lo recordamos ahora. Es de desear que los pactantes de la Moncloa sepan distinguir entre los legítimos derechos de la democracia para defenderse y los propósitos espúreos de limitar el libre ejercicio de los derechos de los ciudadanos.
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