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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Suárez juega una carta

Nada más necesario que reflexionar sobre el sentido y el alcance de la carta recientemente dirigida por el presidente Suárez a los grupos políticos con representación parlamentaria. A primera vista, da la impresión de que la convocatoria a las reuniones en el palacio de la Moncloa ha producido algo muy parecido a un grado bastante alto de desconcierto. Efectivamente ¿por qué esta convocatoria? Que la situación es delicada lo sabe todo el mundo desde hace bastante tiempo. Que el terrero que se pisa, tanto en lo político como en lo económico, es vidrioso, también. ¿Entonces? Es obvio que no faltarán quienes piensen que, de una u otra forma, lo que desea Adolfo Suárez es meterse él en el terreno práctico de la concentración, antes de que ese terreno se le imponga desde fuera. Habilidad para hacerlo le sobra, desde luego. De ahí que resulte sumamente curiosa, por lo indicativa, la información oficial que negaba esta posibilidad, saliendo al paso antes de que nadie fuera de camino. En resumidas cuentas, el caso es que la valoración de la convocatoria se tiene que realizar, por fuerza, desde una óptica bastante positiva. Dado que la situación es difícil, se considera necesario que todas las fuerzas políticas reales y legales del país, se corresponsabilicen en la resolución de los problemas. El Gobierno, desde un criterio realista, hace la invitación al diálogo. Aquellos que no aceptaren, podrán ser tachados de faltos de espíritu de colaboración civil. No es hora de exigencias partidistas, sino de análisis colectivos de los que pueda surgir una solución y, sobre todo, un compromiso. Nada se opone al diálogo; todo lo favorece. Una vez más, Suárez realiza un envite y recupera la iniciativa. Todo resulta como muy natural.

Ahora bien, en la convocatoria de la Moncloa subyacen, más o menos tácitos, dos hechos igualmente significativos; primero, la evidencia de que la UCD como partido, como corpus político, es radicalmente insuficiente para asumir la responsabilidad del Gobierno. Se diga lo que se quiera, y tenga la importancia que tenga la dimisión del señor Camuñas, la UCD no ha conseguido cuajarse como partido serio, de la misma manera que es imposible mezclar el agua con el aceite. En primer lugar, no está compuesta por partidos reales, sino por protopartidos o incluso criptopartidos. Las personalidades que la integran están, casi casi, a título individual de aspirante a un poder ya logrado, pero no como cabezas de formaciones con entidad importante. Esto es algo que de tan sabido sobra repetirlo.

El segundo hecho es el deterioro no ya de la imagen personal-política de Adolfo Suárez, sino de la fórmula mediante la cual ostenta el poder. Efectivamente, a menos de cuatro meses de celebradas las elecciones, eso que a nivel sociológico se llama con cierta precisión «la calle», está haciéndose preguntas bastante serias. Por ejemplo ¿cómo se dice que el señor Suárez fue el vencedor de las elecciones, y que por eso está en el Gobierno, cuando aceptó la continuidad en la Presidencia antes de saberse los resultados oficiales?, ¿por qué no quieren gobernar los socialistas y qué razones tienen para no aceptar la tesis de un Gobierno de coalición o de concentración?, ¿a qué se debe esa tremenda heterogeneidad en los componentes del Gabinete, manifestada por ejemplo en torno al sistema de congelación salarial?, ¿qué sucede con el orden público?, ¿qué con las medidas económicas?, ¿a qué obedecen determinados viajes, aparentemente insustanciales? En palabra ¿quién, y cuándo y cómo gobierna en este país?

Probablemente la mayoría de los líderes políticos que actúan hoy día en el país deben estar atravesando algo muy parecido a una etapa de fascinación. Todos tienen, en mayor o menor grado, conciencia de que están insertos en un proceso político sin precedentes, sin antecedentes históricos y, por tanto, sin catecismos que lo expliquen a priori. Hace apenas dos años, la izquierda (y decimos la izquierda por generalizar) abrigaba la sospecha de que una vez muerto Franco el poder se les vendría a las manos como cosa madura, como efecto mecánico (no dialéctico) de una ley pendular. Naturalmente, todos los líderes, que pensaban así prefieren tender un velo de silencio sobre aquellos confusos tiempos. La verdad es que tuvieron que seguir buenamente, y paso a paso, los ritmos de tolerancia, presencia y últimamente legalización, que el poder les marcaba. Alguna vez se ha dicho que el poder, ciertamente, corrompe; pero no menos cierto es que la clandestinidad, sin duda, deforma. Meter en un mismo saco todas las realidades existentes en los últimos cuarenta años con el calificativo despectivo de «franquismo», fue tanto como ignorar que había una sociedad nueva, con contradicciones capaces de cierta flexibilidad, con enormes correcciones a los dogmas y con un público (sobre todo, esto) que no deseaba escuchar viejas palabras de nadie. La percepción de estos hechos ha llevado a determinadas posiciones de la izquierda histórica, que, de puro moderadas, casi pueden parecer conservadoras. En suma: casi parece que la izquierda histórica no acabe de creerse del todo que, en poco más de un año, ha transitado de las catacumbas al Parlamento. Y esto, se quiera o no, es lo que ha sucedido. Y no precisamente, desde luego, por virtud exclusiva de la izquierda.

De ahí que sea perfectamente posible pronosticar que las reuniones de la Moncloa vayan a obtener un resultado que se calificará, sin duda, como de altamente positivo. Serán un triunfo del llamado diálogo. El diálogo no es otra cosa que hablar, con más o menos cordialidad. Negociar es otra cosa; es llevar algo, cada quien, a la mesa en que se sienta. Es un toma y daca presidido por la racionalidad, a la que se añade el cálculo; es la expresión manifiesta de una correlación de fuerzas no fantástica, fundada en un análisis real y objetivo del poder y de su situación. Ya verán ustedes cómo las reuniones de la Moncloa resultan bien. Habrá una oposición verbal al Gobierno por parte del PSOE; oposición verbal acompañada de un acuerdo estructural irremediable. Por parte del PCE; puede esperarse un análisis más de fondo, pero más ponderado en la forma, más deseoso de participar como sea en el futuro a plazo corto. El PSP llevará la voz de la ética, que es al parecer su identidad última y un poco aburrida, a la vez que Alianza Popular aportará sus conocidas tesis coherentes sobre orden público y saneamiento económico. La verdad es que Alianza es quien más cómodamente gana puntos, sin pérdida de consecuencia, mediante el simple sistema de capitalizar errores ajenos. Alianza no transita por el filo de ninguna navaja. En cuanto a las minorías regionales, sobre todo la catalana, bastante tiene con tratar de entender qué diablos significa esa especie de nombramiento de supergobernador civil que ha recaído sobre el honorable señor Tarradellas, el cual, que se sepa, no es precisamente un jacobino. Saldrá bien lo de la Moncloa, saldrá bien... ya lo verán ustedes.

Pero es lo último, probablemente, que va a salir bien a esos niveles. Porque insistimos en que lo de Suárez lleva dañado a esa reunión no es ni su prestigio, ni su figura, sino la fórmula mediante la cuál es quien es. A lo largo de unos meses, la figura del presidente del Gobierno ha ocupado todas las zonas luminosas de nuestra política. El intento (o intentona) de construir la UCD como partido parece a estas horas sencillamente baldío. Desde su propio punto de vista, la convocatoria de Adolfo Suárez significa una contradicción. Ya no es posible continuar con la afirmada fórmula monocolor; ya hay que contar con la oposición, sentada en una misma mesa; con la oposición de izquierdas y con la oposición de derechas, quede claro. Suárez trata de invadir, con hechos formales, la doctrina material de la concentración. Parece, así en principio, que la reunión convocada sea poco para tanto, pero no hay que olvidar que Adolfo Suárez es un hombre perfectamente capaz de utilizar acorazados para achicar cubos de agua. Se trata, en el fondo, de una utilización pragmática de cualquier material ideológico. Allá quien se deje utilizar, porque todos tendrán que acabar por dar cuentas a todos. Lo que está muy claro es que la convocatoria de la Moncloa, sin descontar nada de lo que entrañe de positivo, significa que Adolfo Suárez ha jugado una carta al enviar la carta. Pero nada más que eso. Ya no es el jugador que reparte y decide el juego. Es, él mismo, una carta. Una carta más entre otras muchas posibles.

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