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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Contra la dictadura de la fealdad

Durante los largos años del régimen pasado, no ha faltado en España la práctica de la difamación, pero estaba regulada por la censura y, en general, por un aparato represivo más o menos estricto. Podríamos decir que la difamación se administraba «con receta » por aquéllos que tenían licencia para practicarla. (Sin ser coleccionista, tengo una amplia colección de recortes que sería interesante, aunque tal vez malsano, reproducir.) A consecuencia de ello podríamos decir que esa difamación estaba acotada y «racionada»: la única ventaja es que no era un fenómeno habitual.En los dos últimos años ha ido desapareciendo la censura -y sus restos menos notorios-, para dejar lugar a una amplísima libertad de expresión, sobre todo de Prensa, que me llena de alegría, ya que por ella he luchado siempre. Pero no puede decirse que esta libertad esté siendo utilizada para aclarar las cosas, sino con extraña frecuencia para enturbiarlas.

Hay cierto número de revistas y algunos diarios cuya especialidad es la difamación en varias formas, desde los titulares desaforados -en los que se que dan dos tercios de los lectores- y que no corresponden al texto hasta las «noticias» que nunca se confirman (ni rectifican), las insinuaciones, las malevolencias, las alusiones insultantes y soeces, todo ello dirigido contra personas o instituciones (y últimamente sobre todo las Cortes, porque hay una clara voluntad de desprestigiar la democracia parlamentaria). Estas prácticas son tan frecuentes, y de tal manera se anuncian -literalmente- en las publicaciones, que en principio no las seguirían, que ya empiezan a aparecer en periódicos de los que se consideran «serios» -tal vez porque en ellos no tienen lugar la alegría ni el hurnor-. Quizá se supone que eso «se vende »; o, a lo mejor, que es «democrático»; quiero decir, que se debe presentar como característico de este sistema político, a ver si se inspira asco a la democracia a una parte suficiente del país (suficiente para que acabe con la democracia).

Se está llevando a cabo un asalto sistemático a la lengua española, a la gramática, a las buenas maneras, a las reglas que hacen posible la convivencia y, por supuesto, la discusión y el desacuerdo. Las realidades, efectivas, pero muy reducidas y anormales, que siempre han quedado confinadas al lugar que por su importancia les corresponde, ocupan el primer plano y son el casi único tema del teatro, de una amplia zona del cine, y de un alto porcentaje de lo que circula con el nombre de literatura.

Aparte del afán de lucro, que es un factor decisivo, del desahogo de impulsos minoritarios, que solían sofocarse, hay un claro propósito de despertar en el país la nostalgia de la censura. Y esto en dos formas. La primera es la de los que simplemente añoran el pasado, que recuerdan cómo ándaban las cosas entre 1939 y 1975 (aunque en los últimos años, reconocen, ya estaban algo deterioradas). La segunda es la de los viajeros que cruzan el telón de acero y vuelven edificados de la contención, el pudor, la decencia que se disfruta en cuanto se deja atrás la democracia. «Sí, se vive mal -dicen-,- faltan innumerables cosas, todo es mortecino, pero no se ven las cosas que vemos todos los días.» (Como los viajeros no suelen leer ni entender las lenguas eslavas o magiares, ni probablemente otras, no dicen nada de lo que allí se escribe o dice -o más probablemente ni se dice ni se escribe-.) En todo caso, el resultado de ambas posiciones es convergente.

No es probable que nadie consiga despertar en mí esa nostalgia de la censura, de ninguna censura, pasada ni futura. La libertad de expresión, y concretamente la libertad de Prensa, me parece condición de una vida civilizada en nuestro tiempo, y pretendo que vivamos civilizadamente y en el siglo que nos ha tocado en suerte. El asco que siento casi todos los días -y que se va intensificando, no hay que enganarse- no me desanima de la democracia, sino al contrario, me hace desear su plena efectividad y vigencia, la imposibilidad de que sea usurpada por exiguas minorías o ínfimos grupos o individuos resentidos que intentan ejercer su tiranía sobre las mayorías.

La difamación, la inverecundia, la grosería, la falta de veracidad no se curan con la censura, que es un caldo de cultivo para una variedad particular de ellas, concretamente las que interesan al poder. La censura no las elimina, sólo las monopoliza, las hace privilegiadas. Y de paso deja sin defensa frente a ellas, como sabemos por larga experiencia, como saben los millones de hombres que viven bajo su imperio.

La libertad de Prensa es esencial y una parte de ella consiste que la Prensa pueda librarse de los que la manchan y prostituyen, y los lectores no estén inermes. Es urgente que haya procedimientos judiciales rápidos y eficaces para que la injuria, la falsedad, el insulto tengan pronta y severa sanción. En todos los paises en que la libertad de Prensa es algo intangible existen duras leyes de «libelo» o difamación que ponen en manos de los ciudadanos o las corporaciones un instrumento legal contundente para defender su integridad, buen nombre, intimidad, para restablecer la verdad cuando es atropellada.

Creo que una buena parte de esa defensa debería encomendarse a la Prensa misma. Lo mismo que denuncia abusos del poder nacional o local, lo mismo que critica todos los aspectos de la vida, debería mostrar su repulsa por los desmanes que la misma Prensa comete, señalar las falsedades que en ella puedan publicarse, los casos de frivolidad, chabacanería, tergiversación, tendenciosidad. Bastaría, en la mayoria,de los casos, con exponer -la publicidad es la misión de la Prensa- lo que no puede aceptarse. Un titular que cubre una información que no responde a él es un ataque a la Prensa, a su credibilidad, a su dignidad. Una acusación infundada o sin pruebas, una noticia deliberadamente falsa -o que al comprobarse que lo es no se rectifica-, una omisión de la información disponible y necesaria, son violaciones del sistema de deberes y derechos de una Prensa libre, agresiones a ella tanto como cualquier censura. Pero ni siquiera esto es lo más importante. Lo decisivo es la capacidad de respuesta de la sociedad misma y de cada uno de los individuos que la componen.

Siempre he creído que las formas de opresión, salvo cuando son ejercidas por un poder físico incontenible, y en general por breve tiempo, son consentidas por los que las padecen. Lo que pasa es que esas formas de opresión son a veces de tal modo compactas, que rompen los resortes morales de una sociedad y la dejan absolutamente inerme. Es lo que no había pasado en España, y por eso no está pasando de una dictadura a otra. Pero en otros casos sí ocurre, y cuando una dictadura dura sesenta años, puede ya durar indefinidamente.

Toda mi esperanza, para el tema que ahora me ocupa y para la vida de un pueblo en general, consiste en que la sociedad esté viva. Cuando lo está, tiene respuesta inmediata, elástica, flexible, a todo lo que la ofende, la hiere, la quiere destruir. Como un organismo sano moviliza sus anticuerpos contra un germen patógeno, la sociedad que no está debilitada o contaminada reacciona socialmente, más allá y más acá -de las leyes, a los estímulos. Con el aplauso, el apoyo y el seguimiento, a lo que es valioso, decente, interesante. Con el desvío, la repulsa o el asco a lo que no merece otra cosa. El día que mentir; injuriar, difamar, decir cosas soeces, ocultar o tergiversar la verdad, escribir mal, tenga malas consecuencias, todo eso empezará rápidamente a curarse. Es menester que nos atrevamos, individual y colectivamente, a decir «No»: al Poder, a la Oposición, a un periódico, a un partido, a un escritor, a un autor teatral, a un director de cine. Cuando esto se haga, no sólo será innecesaria toda censura, sino que apenas tendrán trabajo los tribunales. La sociedad misma, espontáneamente, con alegre energía, como suelen hacer los perros con las pulgas, se desembarazará de los que quieren imponerle la dictadura de la fealdad.

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