Pablo VI celebró ayer su ochenta aniversario
El Papa Pablo VI, que ayer cumplió ochenta años y que ocupa la máxima jerarquía católica desde hace catorce ha sido víctima de una crítica cruel. Ha consternado a los conservadores le indignado a los radicales. Tradicionalistas extremos, como el arzobispo Lefebvre, consideran que como mínimo está en error o que es víctima de una conspiración interna para destruir la Iglesia Católica, mientras que un ex sacerdote como Charles Davis, famoso en su época, describe a la iglesia reformada como corrupta y con una estructura semi política y anticuada.No obstante, su autoridad moral fuera del ámbito del catolicismo ha sido mayor que la de cualquiera de sus predecesores. Cada vez se le considera más como el obispo, dirigente de la cristiandad, aunque esta concepción no aumenta su autoridad personal, sino solamente el prestigio de su cargo.
Este hombre de aspecto insignificante y melancólico ha dicho: veo como se aproxima el fin de mis días. Como este estado de temporalidad lo comparte con toda la humanidad, sería erróneo, el dar una interpretación, un significado especial, a un comentario tan cristiano como vulgar. El único Papa que abdicó fue un ermitaño lleno de confusiones, arrancado de su cueva para acceder al pontificado y destinado a acabar sus días en la prisión.
A pesar de que los obispos deben de jubilarse obligatoriamente a los 75 años y que los cardenales no pueden participar en las elecciones papales después de los ochenta, Pablo VI parece decidido a continuar hasta el final como sea.
En su vida sacerdotal, Pablo VI ha sido virtualmente un funcionario del Vaticano, ascendiendo al puesto de ayudante del secretario de Estado, ministro de Asuntos Exteriores siendo Papa, Pío XII.
Su vida estuvo llena de ocupaciones. Puede decirse que fue una vida casi monástica, la cual, siendo solamente Giovanni Batista Montini, trató de mitigar organizando un club juvenil, -que los fascistas absorbieron-, y ayudando a los judíos romanos. Su política ha sido moderada e incluso liberal para un hombre que desde niño tenía previsto ser sacerdote y que fue educado en un ambiente cerrado, artificial, como el de un invernadero.
En 1954 Pío XII le nombró arzobispo de Milán. Fue entonces cuando estalló, como si fuera su liberación, y en una diócesis muy numerosa de la que se convirtió en su principal activista. Más que luchar, compitió con los comunistas. Se le acusó de mantener relaciones demasiado amistosas con los empresarios y de ser demasiado tolerante con los obreros. Alguién arrojó un petardo de dinamita a través de la ventana de su estudio. Visitaba las fábricas frecuentemente, construía Iglesias en pueblos pequeños y llegó a ser el sacerdote más popular de Italia. Nadie se sorprendió cuando al morir Juan XXIII, en 1963, fue elegido Papa.
Juan XXIII había sido elegido como un Papa circunstancial, que, casi contra su voluntad, comenzó una revolución. Convocó un Concilio que asombró a la Iglesia Católica y a sus mismos participantes, por sus cambios arrolladores y radicales. El mismo Juan XXIII no había captado la necesidad existente de reformas. Probablemente en sus últimos años estaba asustado de lo que había provocado.
Pablo VI fue elegido para que organizara esta revolución, para que pilotara el avión que Juan XXIII había despegado de una pista abandonada. Con esta misión su pontificado no podía ser popular. La duda consciente y la indecisión angustiosa son las características más sobresalientes de su pontificado.
No se puede enjuiciar a un Papa como se juzga a un político o a un rey. Hay que hacer una evaluación cuidadosa, no tiene un electorado sino un Dios a quien complacer. Su constitución es su conciencia formada por las escrituras, la enseñanza y las tradiciones de su iglesia. Su Tribunal Supremo es su conciencia, no puede ser depuesto o condenado, a pesar que un Papa fue envenenado y otro juzgado póstumamente por hereje. El fracaso o el éxito, de acuerdo con sus baremos, sólo Dios puede enjuiciarlo y no hay duda alguna de que Pablo VI es un hombre devoto y temeroso de Dios.
En su encíclica Humane Vitae prohibía el uso de la píldora anticonceptiva a los católicos, sin embargo la ambigüedad del documento parecía dar lugar a que una conciencia bien informada ejercitara su capacidad de decisión.
Cuando un amigo le preguntó por qué había rechazado los consejos aportados por la comisión experta en el tema de los contraceptivos, calló y se encogió de hombros. Al ser interrogado sobre la infalibilidad de sus declaraciones guardó el mismo silencio, hizo el mismo gesto.
Las decisiones de Pablo VI son personales. No hay un Gabinete propiamente dicho en la iglesia y el Papa aborrece los comités. Tampoco hay una Asamblea Consultiva, nadie pretende disimular el hecho de que la institución no es democrática. Asusta un poco el hecho de que Pablo VI es incapaz de compartir la responsabilidad con cualquier persona u organismo. No hay duda de que la Iglesia Católica se encuentra en un torbellino fascinante, creativo y purificador.
Pablo VI, ha intentado en algunas ocasiones, adaptarse a la realidad de la época. Cuando se pasea por los pasillos de su apartamento personal precedido por los monsignori, el Papa está todavía en el Vaticano, piensa en los sacerdotes que abandonan, en los laicos que se alejan, en las protestas de aquellos que no aceptan la nueva liturgia.
Sin embargo se han abandonado algunas tradiciones, el uso de la mitra, los grandes abanicos de plumas que solían rodearle, aunque sigue utilizando la silla gestatoria, desde la cual, elevado sobre las multitudes, saluda con frenesí, ya que su artritis hace que el atravesar andando la nave de San Pedro, sea una vía dolorosa.
Es un anciano, está enfermo y la comunicación con él no es fácil. Su mayor preocupación es conservar la esencia incorruptible de la Iglesia. Se siente responsable de ello, incluso después de su muerte.
Su pontificado no ha debido ser feliz. Quizá la historia le trate mejor que a sus contemporáneos.
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