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Salvar primero a la empresa y reformarla después / 1

Desde hace tiempo se viene hablando en España de la reforma de la empresa. Ya en el segundo plan de desarrollo se anunciaba esta reforma «con objeto de adecuar sus estructuras a nuestras leyes fundamentales», impulsando la progresiva participación de los trabajadores en los jurados de empresa y en los consejos de administración, en los casos que así procedan. Pero esta vaguedad contrasta con la posición clara de los obreros si fuese cierto que ellos estaban representados en el Consejo Nacional de la Organización Sindical en 1959. Allí se dijo que «los trabajadores no buscan solamente una participación en los consejos de administración y en los beneficios, sino en todas las decisiones empresariales».La disposición adicional tercera de la ley de Relaciones Laborales de 8 de abril de 1976 encomendó a una comisión mixta de Justicia y de Trabajo la reforma de la empresa, que había de quedar ultimada el 1 de enero de 1977. El plazo era tan brevísimo para resolver un problema de la enorme importancia de la reforma de la empresa, que fue preciso ampliar ese plazo, y así se ha hecho, hasta el 1 de abril de 1978.

Esto significa que hay que dedicarse, desde ahora, con toda intensidad al trabajo encomendado. Pero se trata de saber si la situación económica actual de España permite realizar ese trabajo o sería más prudente esperar a que mejore esa situación y, sobre todo, que queden legalmente definidos los representantes del elemento laboral de la empresa que deben ser llamados a intervenir en la labor de su reforma.

Esta reforma ha desencadenado un torrente de palabras, en artículos periodísticos, en monografías, en declaraciones políticas, que a veces pecan de cierta ligereza. Pero no hemos llegado todavía a clarificar nuestras ideas, partiendo de lo ocurrido, en los países europeos, en cuya compañía queremos vivir dentro del Mercado Común.

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La primera dificultad estriba en que la empresa, como organismo económico, integrado por el capital y el trabajo, y regida por la idea organizadora del empresario, creador, en definitiva, de esa obra de arte que es toda empresa que merezca tal nombre, es una comunidad de trabajo que no ha sido elevada a la categoría de institución jurídica por el Derecho objetivo. Así se ha reconocido por los más insignes especialistas que han aportado su esfuerzo a la tarea de la reforma. El ex ministro francés Sudreau, en su informe dirigido al presidente de la República Francesa, reconoce la ausencia de la empresa en los ordenamientos jurídicos. Se trata, pues, paradójicamente, de reformar lo que todavía no ha recibido una forma jurídica, sino tan sólo un tratamiento sectorial de la empresa en diversas ramas del Derecho (Derecho Administrativo, Derecho Penal, Derecho Fiscal, Derecho Mercantil y Derecho Laboral). Pero ninguna de esas ramas jurídicas regula la organización de los factores económicos de la empresa y, fundamentalmente, la posición relativa del capital y del trabajo.

Hay que esperar que la labor de la reforma ha de tropezar con la resistencia que las grandes sociedades anónimas, que son las titulares de las colosales empresas que se han ido constituyendo a lo largo del tiempo, desde la revolución industrial, y que eligieron precisamente la figura jurídica de la sociedad anónima como instrumento más apto para coleccionar los ingentes capitales necesarios a cada empresa. Pero la sociedad anónima es un capital con personalidad jurídica; y el capital, donde quiera que se halle, aspira a la dominación, poniendo a su servicio las cosas y los hombres, mediante los más viejos instrumentos de la guardarropía jurídica, corno son el derecho de propiedad y el contrato de trabajo. Esto significa considerar a los obreros como simples alquiladores de su trabajo y, por consiguiente, alienados de la empresa a la que creyeron pertenecer. Pero los obreros, convencidos de cuál era su verdadera posición, comenzaron, desde principios del siglo pasado, un lento y penoso movimiento ascensional, cuya meta consiste en integrarse en la empresa en una posición condigna con el capital. Para ello era preciso sustituir el contrato de trabajo, que es un contrato de lucha económica entre quienes aspiran a un jornal más alto y los que se resisten a concederlo- con un contrato de organización económica, esto es, de asociación entre capitalistas y asalariados. Esta idea nació en el Vaticano siendo pontífice Pío XI y, paradójicamente, fue apropiada por la dialéctica socialista en el Parlamento francés hace muchos años.

El capital, incorporado a la figura jurídica de la sociedad anónima, ha seguido siendo el amo de la empresa, hasta el punto de provocar la confusión entre empresa y sociedad anónima. Todo esto nos ha ido alejando de la verdadera imagen jurídica de la empresa, como comunidad de trabajo, porque la empresa no puede ser igual a la sociedad anónima, ya que la sociedad anónima es lo contrario de una comunidad de trabajo: es una figura jurídica supercapitalista, en la que todo se determina y se mide por el patrón del capital.

Situada la sociedad anónima en el vértice de la empresa, es cosa clara que toda reforma de la empresa tenía que realizarse a costa de la posición autárquica del capital. Y este es, cabalmente, el problema decisivo, a saber, hasta qué punto el poder de la empresa puede ser compartido con los trabajadores.

El capitalismo liberal entendía que, a diferencia de la comunidad política, fundada en la más amplia participación de los interesados en la formación de la voluntad colectiva (democracia), el sistema funcional y organizador de la empresa ha de permanecer autoritario y, como tal, cerrado a la penetración de, toda forma de participación democrática de los interesados en la dirección de la organización.

Tales eran las constantes del funcionamiento de la empresa bajo el régimen liberal clásico. Mas, poco a poco, fue penetrando en las mentes el concepto que los alemanes llaman «la empresa en sí misma», cosa que implica la disociación entre empresario y empresa y la posibilidad de que el interés de uno y de otra lleguen a estar en conflicto. Y a esos intereses, que pueden ser distintos (como se demuestra en el caso de la autofinanciación), se añade hoy un interés nuevo, el de los clientes de la empresa, el de los consumidores, en definitiva, el interés de la generalidad.

Es evidente que la solución tiene que proceder del sistema político imperante en cada sitio. En los países socialistas sometidos a la influencia de Rusia, siendo la empresa un organismo económico enteramente sometido a la burocracia central del Estado socialista, la organización de la empresa hubo de responder a la idea de la dictadura del proletariado y, por tanto, el poder dentro de la empresa tenía que pasar a los obreros.

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