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El espacio de la UCD / 2

La función profética, aunque se ejerza con el cúmulo de oscuridad, ambigüedades e interpretaciones que lo hacía el oráculo de Delfos, suele venir acompañada de toda clase de riesgos. Pero al político no le arredra este tipo de peligros. Lo suyo es moverse en lo conjetural, en el venteo de las ondulaciones y alternativas de la sensibilidad de la masa; adelantarse a éstas -si ello fuera posible-; vivir con el ojo puesto en el futuro, pero -eso sí- sin despegarse del suelo, sin abandonar sus dispositivos básicos, sin cercenar abusivamente -en una alharaca funambulesca- las raíces que le concedieron patente de hombre público. Napoleón pudo coronarse emperador sobre la quiebra de la república, incluso asumir poder dictatoriales (muy dentro del espíritu de las nostalgias romanas). Pero nunca se olvidó, en su guerrear sin tregua, de proclamar que lo hacía para apoyar la libertad de las naciones, para abolir el viejo absolutismo; y siempre bajo la bandera tricolor y con sus soldados -aquellos que llevaban en sus mochilas el bastón de mariscal- entonando La Marsellesa.Pero si del político es importante saber de dónde viene, cuáles son sus orígenes, formación, luchas y patentes, lo que ahora nos interesa -sobre todo para el caso concreto que nos ocupa- es escrutar la posible trayectoria del denominado partido «centrista», trayectoria y azares cuyo desarrollo tanto puede contar en el futuro de los españoles. Intentamos, conscientes de todos los riesgos y escollos, pero impelidos por apremios de conciencia, unos rápidos análisis adivinatorios de los posibles horizontes y caminos que se abren -y acechan- a la UCD.

En el comentario anterior dejamos colgada una pregunta aguijoneante: ¿Podrá superar el Centro Democrático el circunstancialismo oportunista -calificación sin sugerencias peyorativas- de su nacimiento, y constituirse en fuerza decisiva para la estabilización de la Monarquía democrática española? ¡Veamos, veamos!

Ya quedó indicada su condición de conglomerado político, casi de pragmático cajón de sastre, donde la antigua oposición al franquismo -al margen de las alineaciones marxistas- celebraba su encuentro con los núcleos y personas que procedentes, en algún modo, de los predios del liquidado régimen evidenciaban su vocación de cambio hacia un ordenamiento de netas estructuras democráticas. Así contemplado, el partido del presidente no podía resultar más atractivo para todos aquellos que, sin dejarse amedrentar por terroríficos fantasmas, preferían dar su asentimiento a la nueva situación. En consecuencia, las caudalosas votaciones recibidas por la UCID -incluidas las de los naturales arrastres del Poder- materializaban un «sí y adelante», con el implícito condicionamiento de un «no» a las convulsiones amenazadoras, a los saltos en el vacío, a los desórdenes y espasmos sociales y económicos.

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Merced a ese otorgamiento de confianza, la Unión de Centro salía fiadora de una vasta e indeterminada operación política, en la cual no se perfilaban, ante la mirada popular, las fronteras entre Gobierno y partido. Se había solicitado el voto para Suárez y en nombre de Suárez. Una bien cuidada, imagen, aprovechando la figura de un político joven, hábil, inédito y decidido, hicieron el milagro de no perder la coyuntura. Los estrategas del «centro» -o del Gobierno- cubrían sus objetivos. La UCD, en sus variados matices, ocupaba todos los espacios, claves y posiciones del Poder. Es decir, se comprometía a resolver todos los problemas, comenzando por el de aderezar la fachada, la expresión y el continente de la nueva Monarquía renovadora. Y tras la lógica euforia del triunfo y del reparto y prorrateo de puestos, dignidades y cometidos, sobrevienen las tribulaciones.

Estoy lejos de los lugares donde se teje -y desteje- la política. Ajeno a cualquier grupo, partido, equipo o congregacion, mis reflexiones son las de un español atento y ansioso por nuestro destino, que a vueltas y revueltas de desengaños, escarmientos y tropezones, tan sólo, aspira a apuntalar su esperanza y no dejarse deprimir por el último desaliento. Si traigo a colación mi sencilla y particular anécdota -ya más allá de la cresta de la vida- es para que nadie intente adivinar segundas y preconcebidas intenciones en estos enjuiciamientos y distingos.

Hablo -mejor, escribo- desde fuera, desde la calle, y hasta aquí se percibe el reflejo de las vacilaciones. Cada cual ha aprendido, a su manera, a leer entre líneas y descifrar eufemismos. La infortunada palabra «homologar» -que, por otra parte, tanta fortuna ha hecho entre nosotros- me ha puesto, como a otros muchos, en la pista de las vacilaciones, tiranteces y titubeos que se desarrollan en los sanedrines centristas. Se habla de la «homologación» del partido con sus equivalentes europeos, y a continuación surge la duda -duda que transparenta el interés de los dirigentes de cada fracción- de cuál de las tendencias populistas, socialdemócratas, democristianos o liberales- conseguiría imponer su fisonomía. Claro que Suárez ha demostrado, una vez tras otra, su habilidad para navegar en peores mares, confiado en que, a la postre, el interés común en la conservación del Poder, con sus correspondientes miedos, le ayude al mantenimiento de la estipulada unidad.

Pero la cuestión -aún entrevista en su exterioridad- denuncia conflictos y problemas profundos. Entre otros, el de la carencia de una estrategia de fondo, ya que es difícil imaginarla cuando no se está convencido de cuáles sean los principios que han de configurar su acción.

Porque una cosa es la táctica -en la que el partido y su presidente han evidenciado astucia y agilidad en bastantes ocasiones-y otra el planeamiento minucioso de objetivos cercanos y finales, de vías y etapas de realización, de despliegues programáticos atractivos y proselitistas. Cierto es que el Gobierno Suárez ha sido hasta el momento -como ejecutor de la voluntad real- el protagonista indiscutido en la instauración de la democracia. La democracia está ahí, como consecuencia de unos comicios imprevisibles honestos. Las Cortes han comenzado a funcionar. Su tarea urgente e ineludible es la de elaborar una Constitución, donde tengan cabida -en el estira y afloja de presiones y matices de las más distintas procedencias- los supuestos políticos, sociales y -de ser posible- espirituales, que han producido, por acción y reacción, el actual proceso democratizador en España.

Ante esta realidad concreta y perentoria, muchos como yo nos hacemos la inquietante pregunta: ¿Qué tiene preparado la UCD al respecto? Porque la obstinada proclamación de que el centrismo coaligado debe ser reconocible por su apellido, por su autoatribución de izquierdizantes, es un escaso esclarecimiento de intenciones. La enorme marea que nos sacude, con el irresistible aditamento de sus alternativas pendulares, ha obligado a muchas gentes -sinceramente o no, que ese es otro cantar- a proveerse de un precario pasaporte -casi un documento Nansen democrático- que acredite un frágil izquierdismo para andar por casa.

El asalto de los unos y los otros -de los atrincherados y los doctrinarios, de los pícaros y los idealistas, de los genuinos y de los pescadores a río revuelto- está poniendo a prueba la capacidad defensiva de un Estado en los instantes mismos de su transformación. Sea por los acosos sorteados desde sus movimientos iniciales, sea por la conciencia de que cada uno de sus pasos había de estar asistido por una hostigada maniobra de cobertura, lo cierto es que el Gabinete Suárez -predestinado a una compleja e intrépida aventura- parece haberse convertido en un casi modelo para las técnicas de resguardo, protección y salvaguardia.

Este loable adiestramiento para conservar y mantener aquello que le ha sido confiado puede resultar en política, sobre todo si el que llamaríamos «complejo defensivo» va adueñándose de los escalones estables, de una peligrosidad suma. El primer riesgo, quizá, sería el de abandonar la iniciativa en manos del adversario, con un correlativo descenso en la necesaria imaginación creadora, sin la cual toda política de una etapa de reconversión de organismos y estructuras va acelerando insensiblemente su proceso de entibiamiento y extinción. No debe olvidarse que uno de los axiomas incontrovertidos, que se inculca a toda especie de aprendices para la guerra y la revolución, es aquel de que «la mejor defensa está en el ataque». Eso sin contar con que un Poder que se guarece acaba por perder la calle, tras el apurado deterioro del orden público, clave y reflejo de la autoridad que cualquier sociedad exige a sus gobernantes.

Bien sé que cuanto llevo dicho es un registro, sin regla ni sistema, de obvias observaciones, que el político más novato -aunque no haya leído nunca a Maquiavelo- no es capaz de ignorar. Sin embargo, nada más frecuente que la desatención hacia las evidencias elementales que suelen producirse con el disfrute del Poder. Por ejemplo -y dentro de un sistema de multiplicación de partidos-, el del Gobierno debe prefigurar, lo más ampliamente factible, la política que se va a desarrollar y, en el caso concreto de la España de hoy, el Estado que se pretende construir.

La cuestión es mucho más inaplazable de lo que se cree, si se piensa -con independencia del problema de fondo, o sea, el de los encauzamientos que vayan a darse a la nueva sociedad- en tres puntos, a lo menos, que acechan impacientes a las decisiones oficiales: 1º) Mantenimiento de la masa que votó el 15 de junio a la UCD. A este respecto hay que considerar que ese conjunto estaba integrado, en gran parte, por clases medias que habían obtenido, en los últimos decenios, una sensible elevación en sus niveles de vida, a cuyo deterioro reciente asistían con mal disimulado temor: el propio de esas clases cuando se sienten amenazadas. El Gobierno -y naturalmente la UCD- no pueden apartar su vista de esas masas, máxime ante la inminencia del punto conflictivo. 2.º) Las elecciones municipales, con las agudas dificultades que bajo su propaganda van a aflorar en todos los terrenos. Y 3.º) La previsible acentuación de la beligerancia de los demás partidos, interesados en debilitar al Gobierno, aunque no sea más que para mantenerlo en manifiesta indefensión ante sus asaltos, presiones, fintas y desgastes.

El horizonte se muestra poco claro ante la unión centrista, cosa que a casi todos interesa que no sea así, especialmente a las fuerzas que aspiran honradamente a consolidar los rumbos democráticos emprendidos. Pero la realidad es que de las desventuras que puedan acontecer a la UCD será muy difícil descargar a ella misma de culpas. El arrojo circunstancialista -casi rayano en el animoso providencialismo- puede, de ahora en adelante, abrirle abismos y tenderle continuos cepos. Su situación va a obligar al Gobierno a abandonar sus tácticas de regateos, cesiones y juegos de estira y afloja, si no quiere perder sus anteriores cifras de votantes, probablemente ansiosos de una cierta estabilización de la autoridad. Autoridad que puede verse, a la postre, seriamente desfigurada si una oscura e indecisa política de compromiso le conduce a bosquejar un vacilante Estado de papel.

Y punto aquí por hoy, pues todavía queda mucha tela cortada sobre este asunto.

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