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Unidad

Hemos vivido bajo el signo de la «unidad» durante cuarenta años. Después de las guerras civiles anteriores hubo pausas, pequeños lapsos de tranquilidad; gobernantes de temperamentos distintos, unos más suaves que otros. Cánovas hubo de mantener la tesis de que había que aplicar la ley del vencedor: pero a este mal pensar podía replicarse y a veces con no muy buenos argumentos, ésa es la verdad. Lo terrible ha sido ver cómo años y años después de terminada la guerra de 1936 y casi a un siglo de distancia de la restauración (al monstruo no se le ocurrió instaurar) llegamos a un momento del «crescendo», que querríamos creer que es el último: el del timbalazo final. No un «crescendo» retórico, más o menos hiriente, sino físicamente violento. Sin despotismo ilustrado ni fe monárquica clara, padecimos las consecuencias de una actuación trágica, durante la cual los alfonsinos se vistieron de requetés y a los requetés se les dio de lado poco a poco. El progresismo y otras formas más o menos problemáticas de liberalismo fueron borrados del catálogo de las ideas políticas posibles, pese al aire cuartelero que habían tenido. Unidad y perfección se consideraron como sinónimos y además se defendieron los dos conceptos con armas mortíferas. Creo que hoy seremos bastantes los que no estamos de acuerdo con la sinonimia. La experiencia nos dice que la Italia de los estados múltiples fue, en muchos aspectos, más fecunda que la de la «unitá». La Alemania de los duques, príncipes y reyes con estados pequeños, dio de sí muchas más cosas buenas que la de Bismarck.Pero ésta no es la cuestión. La cuestión es que hacia el año 330 a. de J.C. un sabio navegante griego, Piteas de Marsella, tuvo idea clara, basada en su experiencia, de que en el Occidente del mundo conocido, había una península, que era Iberia, ni más ni menos. Antes, este carácter peninsular de Iberia, Hispania o España, no estaba del todo bien precisado. Otros viajeros griegos averiguaron muchas cosas curiosas acerca de la variedad de usos, costumbres, leyes, lenguas y regímenes de gobierno de sus habitantes. Y hoy, de una forma u otra, dentro de esta península tan poco homogénea hemos de vivir. Si el perfil geográfico, comparado a una piel de toro, nos obliga a la convivencia, tendremos que considerar siempre que el viejo tartesio no se parecía al cántabro, y que el celtíbero no era como el galaico; lo mismo que el gallego no es igual al andaluz o el catalán no se parece al castellano. Hay que establecer formas de convivencia: pero parece que las que quisieron imponer los ministros del primer Borbón, Isabel II o Alfonso XII no son buenas y que la Monarquía actual puede y debe evitarlas. Ni con ella, ni bajo otra forma de magistratura se puede «castigar» al mismo pueblo en nombre de la «unidad» y unas veces por el concepto A (por revolucionario), otras por el B (por beato, carlista y retrógado) y otras por el C (separatista). Siempre con los viejos odios debajo. Estamos en un momento gravísimo. Las últimas asambleas de San Sebastián y otras partes lo indican. No volvemos a 1794, a 1839, a 1876 ó 1936. Menos aún a 1970. ¿Cómo convivir ya que no con hermandad por lo menos con cierta serenidad? Desde luego, hábitos malos, contraídos desde la escuela, hacen que esto sea muy difícil. Las antipatías mutuas en España son clarísimas.

Un señor que amablemente me ha escrito desde Madrid, comentando uno de mis anteriores artículos, me hace la observación de que en castellano no hay una palabra despectiva para designar el vasco, como la de «maqueto», con que algunos vascos designan a los castellanos. Acepto la observación... Pero si no hay palabra, hay conceptos. Por ejemplo, el de «vizcaíno burro» sirvió a Cervantes para bordar tres párrafos de tres obras distintas, y era tan vulgar en el siglo XVII que, según Lope de Vega, en ciertas jergas de delincuentes al borrico se le llamaba «vizcaíno». Y hace poco, dejando declaraciones magistrales aparte, hemos oído repetir el hermoso concepto de que hay que acabar con todos los vascorros: con una significativa aspiración en lugar de s. Cosas de taberna o de quintos que discuten. No: cosas de gente con «ideología». Porque ahora, por arte de birlibirloque, resulta que lo del «racismo» vasco lo saca también a relucir la gente que estuvo enamorada de Hitler, allá por los años de 1940, a los que un flamante catedrático de Medicina que no hay por qué citar por su nombre, descubrió que los castellanos eran los genuinos representantes del germanismo, del goticismo más excelso, y que los vascos y los catalanes representaban a la raza semítica... Pongámonos en nuestro sitio. Yo no voy a negar que hay y que ha habido cierto racismo vasco, porque lo he estudiado y a alguien del país le molestó lo que dije, textos en mano. Pero también hay un viejo racismo goticista (ridiculizado aún por los canarios) que he estudiado asimismo y en materia de orgullos raciales y jacaronsidades copleras no creo que en la península haya pueblo que no sea etnocéntrico.

Lo peregrino es quede la suma de todos estos pueblos particularistas sale el «español» puro, neto, perfecto y único. Más peregrino es todavía que este español tremendo se crea que es obra de la providencia y que, según sabios profesores que han manejado miles de fichas, la providencia se expresa desde los tiempos de los hombres de Altamira, y luego sigue hablando en Numancia, con Trajano y Wamba, Covadonga, Santiago y cierra a España, llega vociferante a los inevitables Reyes Católicos, Carlos I y alcanza acaso a Goya y a Picasso. Uno, algo afrancesado; otro, filocomunista. Admitir como principio el providencialismo a lo Bossuet, ha dado como consecuencia una forma especial de filosofía de la historia de gran importancia: pero ser providencialista creyendo, que, además, es uno positivista y científico es cosa más difícil de entender. Lo que tampoco es claro es por qué el unitario siempre cree que él es el bueno por excelencia. En este momento sería provechoso que cada cual hiciera tanto la crítica de su propia conducta e ideología como la de los demás: mas parece que pocos están dispuestos a ello.

En relación con este asunto de la «unidad», parece que seria útil asimismo inculcar la idea de que con espíritu de guerra civil, dialéctica de las pistolas, etcétera, etcétera, no se llega a ella, y que si los gobiernos pueden y deben premiar los buenos servicios que se les prestan tienen que andarse con mucho tiento en lo de «castigar»: castigar colectivamente por «delitos» políticos. También habría que hacer ver a mucha gente «unitaria» que las leyes de tipo foral no son privilegios caprichosos. Si lo son, en cambio, los privilegios que se han concedido en nuestra época a favor de personas y de entidades más o menos respetables o criticables. Muchos de los que protestan de las posibles desigualdades a que da origen la legislación foral, en nombre de la «unidad» o integridad de la Patria y hablan de injustas desigualdades regionales (económicas sobre todo) no protestan de que se hayan dado ciertos fueros universitarios, ni exclusivas, ni patentes de corso industrial o comercial, ni infinidad de «gracias» y «mercedes» al lado de las cuales las «mercedes enriqueñas» quedan chiquitas. «¡Eso es distinto!», como decia el partidario de un dictador venezolano que discutía con el partidario de otro, sobre cuál de los dos había fusilado más. ¡Y tan distinto! Pero de buenos y malos fueros, de mercedes y privilegios, se puede escribir con menos ira, con menos tristeza y hasta con cierto humor, aunque personalmente crea que esos fueros malos y mercedes trastamarescas (porque también tienen origen fratricida) son de lo más apestoso que ha dado nuestra época.

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