El "espectáculo" de la política
Quiero hoy volver al tema que, interrumpido inmediatamente, inicié el 29 de julio. Hablaba entonces de la inauguración escenográfico-televisiva de la democracia en el escenario de las Cortes, y me preguntaba si puede la democracia encerrarse en un escenario y verse reducida a un espectáculo : En realidad eso es lo que ocurría en la democracia del siglo XIX y primer tercio del XX, desde las Cortes de Cádiz hasta don Emilio Castelar y después, incluida la II República. El espectáculo entonces sólo visto por unos pocos invitados, pues los demás meramente oían de él a los cronistas de las Cortes, fue suprimido y sustituido por, otro, el de los desfiles militares y las arengas patriótico-falangistas, entre nostros, la verdad sea dicha, bastante ramplonas.Tras casi cuarenta años de rigurosa abstinencia política, la fiebre politicista despertada durante la predemocracia fue un fenómeno enteramente natural. Y puesto que la reforma parecía prevalecer sobre la ruptura, los ministros franquistas, despojándose de sus falangistas uniformes, se aprestaron a representar el nuevo «papel» de demócratas a la fuerza. Desde Fraga hasta Suárez, todo un elenco de «actores» se ofreció a representar el papel protagonista. Fraga personificó ante su público la «continuidad» -reformada, «perfeccionada» se llegó a escribir- del franquismo político. Suárez, dúctil, adaptable, apto para todo servicio, atrajo a los españoles que formaban en las filas del franquismo sociológico, es decir, a todos los, en mayor o menor medida, beneficiarios económicos del sistema anterior, y a una buena parte de su clase política que se mostró propicia, por una cuestión de lo que podríamos llamar «urbanidad política» -de la que, Fraga y los suyos parecieron carecer- a adoptar los «modales» del nuevo ritual, el de la democracia «representativa». (Los «representantes» del pueblo «representan» en ella un papel que, por muchas veces puesto en escena ya, antes del franquismo, es, más bien, « representado »). Se trató en suma de dos estrategias, abiertamente continuista una, encubierta la otra, cuya común finalidad era evitar a todo trance lo que antes se llamaba «el cambio de estructuras» del país.
Frente a los tránsfugas del franquismo, la izquierda se hizo cargo enseguida de su mala colocación en la salida de la carrera. Sobre el Partido Comunista pesaba la imagen terrorífica que de él se había ido elaborando, sin la menor interrupción, desde julio de 1936, y que, por tanto, era urgente corregir. Si a esto se agrega el descrédito democrático del burocratismo de la URSS, se comprende que se sintiese como necesaria la invención de una «imagen» edulcorada, el llamado eurocomunismo. El problema del Partido Socialista era diferente. Convertido ya, durante la época de la decadencia del franquismo, en relativamente plausible, necesitaba ahora ampliar su base, atraer a las gentes, aparecer como propicio a la descentralización frente a la estatalización, propugnar una «autogestión» difícil, en la práctica, de materializar y, por el otro lado, no deslindar con excesiva precisión el socialismo de la socialdernocracia. (Ciertos liberales, por su lado, también fomentaron la confusión entre su liberalismo y una nominal nada real socialdemocracia.)
Tras estas premisas era fácil concluir que la confrontación electoral iba a tener poco de ideológica, en el sentido riguroso, programático de la palabra. Lo unico que aparecía claro era quiénes procedían del franquismo y quiénes de la oposición a él; y quienes eran aptos para convertirse en líderes -exagerando un poco, porque también eso se «fabrica», quiénes poseían el physique du role- y quiénes no. De este modo, la por el momento confusa confrontación ideológica se transformó en competición, el patrón del enfrentamiento en el deporte-espectáculo se transfirió a la política-espectáculo, y los diferentes clubs (léase partidos) se prepararon para el final de la Copa, las elecciones del 15 de junio. Hasta tal punto la falsilla del fútbol es aplicable a las elecciones, con un público exaltado sí, pero de politización muy insuficiente y epidérmica, por carencia de cultura política (igual que la mayor parte del público depórtivo carece de educación física), que muchos «jugadores» de la clase política se comportaron, en vísperas de aquellas, exactamente como los deportistas profesio nales, dudando si fichar por uno u otro club; y particularmente la Unión del Centro Democrático se ha montado, de arriba abajo, mediante la técnica del contrato de fichaje. Una vez repartidos los papeles, la siguiente fase -solapada con la anterior- fue la de «fabricación» -por persuasión publicitaria- de una imagen. Claro está que tal empresa fue mucho más fácil para quien controlaba la TV que para los líderes de la oposición, aún cuando Felipe González y, gracias a la disciplina comunista, Santiago Carrillo, consiguieron presentar una «imagen» de sí mismos bastante nítida. También la del «viejo profesor» quedó bien dibujada y no así, en cambio, la de Joaquín Ruiz-Jiménez.
Mas la obra maestra ha consistido en la fabricación de la imagen de Adolfo Suárez. Antes de su primer nombramiento como presidente del Gobierno ¿quién sabía de él, quien -fuera de la clase política franquista- había reparado en su existencia? Después, y de haber prevalecido una campaña publicitaria negligentemente adversa a él -son las más eficaces en casos así- habría sido visto, en el mejor de los casos, como yo le,vi por la prim era vez, como un bien dotado locutor de TV. Pero ha sido precisamente la TV la que le ha dado a conocer al país como un joven parecido, hecho a sí mismo (?) simpático, tan bien intencionado como eficaz, que nos ha conducido a la democracia. El Making of a president es ya verdad también en España.
La distancia entre la represenlación y la realidad no es, naturalmente, una novedad. Pero el espacio público de representación escenográfica antes era restringido y sus escenarios la Corte y las Cortes, de las que, de cuando en cuandó,se oficiaba el traslado al marcial aire libre de los pronunciamientos a caballo por siempre heroicos militares. Ahora la sociedad de masas ha multiplicado y miniaturizado el escenario, situando la pequeña pantalla en el centro de cada hogar. El español, convertido en -espectador, mayoritariamente vota «sí» a lo que le dicen. ¿Es eso la democracia? No, la democracia es un comportamiento de cada día, que hay que aprender. Pero la educación política, que es, indivisibiemente, educación moral, sólo se adquiere practicando, a todos los niveles, eso que por ahora es mera representación cuasiteatral -y más bien mala- de la democracia. Pero téngase en cuenta que todavía estamos empezando.
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