Andalucía, la más olvidada
En octubre parece que ya tendremos preparados los proyectos o anteproyectos de autonomía de Cataluña, País Vasco, País Valenciano, Galicia, Aragón, Asturias. A estas alturas muchos se están preguntando qué pasa con la región más extensa de España, la más poblada, la que tiene más emigrantes, más paro y mayor subdesarrollo, pero también mayor riqueza potencial, la región históricamente más batida, la más olvidada y la más dócil.¿Y Andalucía?
Quien no conozca Casares se quedará sorprendido por su aparición repentina, en un recodo del camino como una inmensa cascada blanca colgada del muro de Sierra Bermeja.
En Casares, tierra malagueña y brava, vivió y se afanó Blas Infante, todo un símbolo ahora. Infante creó en 1918 lo que entonces se llamó «movimiento andalucista»; que tenía un lema («Andalucía para ti, para España y para la humanidad»), una bandera (listada en verde, blanco y verde) y un himno («los andaluces queremos/volver a ser lo que fuimos/hombres de luz que a los hombres/almas de hombres les dimos»).
Los andalucistas llevaban muy dentro el problema del campo y vieron la solución en la doctrina georgista, defendiendo un «impuesto único sobre la renta de la tierra». En el aspecto constitucional postulaban una Andalucía con Parlamento propio, la llamada «Junta liberalista».
El movimiento de Infante resultó lógico en su tiempo, y en su filosofía y audaz planteamiento se adelantó claramente a él. Fue un intento -pronto interrumpido- de «levantar la moral del andaluz». Que se diera cuenta que tenía una tierra y un pueblo ricos en historia y en protagonismo. Personalmente, Blas Infante fue seguido por intelectuales y algunos políticos, pero no caló tan hondo en el pueblo como Lorca, por ejemplo.
Visto desde la óptica actualísima de las autonomías, el movimiento de Infante fue más regionalista que separatista. Esto nos lleva directamente a la polémica cuestión de «lo andaluz como diferente».
Leamos al respecto un comentario de Pedro Sagrario («El regionalismo andaluz», Sábado Gráfico, 31-V-1975). La cita es larga, pero no tiene desperdicio. «Ni disponemos -dice- de una lengua autóctona (porque nuestra "fabla" es el castellano de la pereza), ni nuestra etnia es pura (todo lo contrario: es la más impura del país), ni nuestras tradiciones son autóctonas (se anraizan con el catolicismo español y castellano inquisitorial), ni nuestra burguesía ha sido creadora y fecundante (más bien conservadora, egoista y hasta estúpida), ni la aristocracia ha sido magistral (sí, por el contrario, narcisista y hedonista), ni la economía ha sido potente (es pobre, escasa y caótica), ni la geografía separadora (Despeñaperros ha sido la puerta de Andalucía), ni nuestro folklore auténtico (es egipciano, árabe e hindú). Somos, preespañolamente hablando, los inventores de los reinos de Taifas. Con estos antecedentes es -cultural, histórica y biológicamente- descabellado y risible pensar en un separatismo andaluz.»
Las elecciones del pasado junio parecen dar la razón a Sagrario. Los partidos orientados hacia la autonomía (el PSA especialmente) fueron derrotados. Los vencedores, PSOE, UCD y PCE, postulaban el cambio de una situación -cambio más o menos radical, según unos u otros-, como lo verdaderamente prioritario; en seguida vendría la autonomía, pero no antes. En este primer envite, Andalucía parece haberse inclinado más por los grandes movimientos nacionales que por la tesis regionalista.
La experiencia de haber vivido estos años de cambio en Andalucía, y de haber conocido al país y a sus gentes, nos ayuda a ver más claro este complejo problema de la autonomía andaluza.
Parece ser que a los hombres de Despeñaperros para abajo no les urge tanto administrarse desde ahota como región autónoma, ni tienen el sentido de «nacionalidad» que puedan exhibir, por ejemplo, vascos o catalanes. Parece ser.
Pero antes hay que ver las cosas como son. Física y sociológicamente, Andalucía tiene muy poco que ver con muchas otras regiones españolas, diríamos que con la mayoría de ellas.
Punto número uno. La región en sí. Caben en ella varias Cataluñas, o Galicias, y muchos países vascos. Gira entre dos ejes distintos, y hasta opuestos, como son el Gualdalquivir y la cordillera Penibética, y que conforman dos subregiones, la Andalucía occidental y la oriental, cada una de ellas con caracteres muy acusados, y con los problemas lógicos de la dispersión.
Punto número dos. El pueblo. Un pueblo que parece adaptarse a todo, que no pone puertas al campo, que en el fondo se siente superior y que al mismo tiempo lleva como un complejo de inferioridad. Que sabe de legiones y de invasiones, y que sabe que termina dominándolas. Que lleva la cultura en las venas, pero sin medios y abandonado en la infraestructura cultural y educativa. Que sabe lo que tiene, pero no sabe «venderlo» a los de fuera, porque en el fondo no le interesa. Pueblo escéptico, dócil, individualista, chancero, a la vuelta un poco de todo.
A muchos andaluces, a la mayoría, lo que les preocupa sobre todo es el subdesarrollo de la región, su retraso por abandono y desidia de siglos. Primero, justicia, libertad y trabajo para todos, luego vendrá lo demás. La región -demasiado extensa y diversa- y el pueblo -desengañado, pasivo y elemental- no son, para estos andaluces, aglutinantes de ningún andalucismo.
Junto a esta línea va creciendo, sin embargo, una clara corriente en favor de una Andalucía autónoma. De un lado, el PSOE y cierto sector de UCD, de otro catedráticos, sociólogos, economistas y jóvenes hombres de empresa andaluces, coinciden todos ellos en que Andalucía marchará mejor si se gobierna más directamente, sobre todo en lo que toca a su subdesarrollo, hasta ahora crónico. Claro que el subdesarrollo andaluz es otro tema. Cosa fina.
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