La crisis económica acrecienta los sentimientos proteccionistas
El día 25 del pasado marzo se cumplieron veinte años de la firma. en Roma, de los tratados que daban vida a la Comunidad Económica Europea. En aquella fecha, los representantes de seis países de la vieja Europa, machacada por la última guerra -Francia, Italia, República Federal de Alemania, Bélgica, Holanda y Luxemburgo- suscribían algo más que un simple compromiso de estrecha colaboración económica: se emplazaban en la construcción de una Europa unida también en lo social y en lo político, capaz de evitar nuevos enfrentamientos bélicos y de oponer una fuerza poderosa a la cada día mayor influencia de las superpotencias.Mil novecientos setenta y siete es un año importante para el Mercado Común Europeo. Y no solamente por la efemérides del vigésimo aniversario. El último día del pasado julio se ha completado la unión aduanera de la Comunidad, ampliada con la incorporación de Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca. Tres días antes, en Bruselas, el Gobierno español presentaba su formal solicitud de adhesión a la CEE. Otros dos países, Portugal y Grecia, lo habían hecho con anterioridad, lo que conformaba una perspectiva futura de doce países agrupados en torno a la aspiración unitaria.
Dentro de un año, los pueblos de los nueve elegirán por sufragio universal, directo y secreto a sus representantes en el Parlamento Europeo, hasta ahora compuesto por parlamentarios de elección indirecta. Es, sin duda, el paso más importante para la constitución de esos Estados Unidos de Europa a que aspiran los más fervientes defensores de la idea comunitaria.
Los resultados provechosos de aquel primer acto de Roma, en marzo de 1957, han sido, sin duda" muchos. El comercio ha aumentado sensiblemente entre los países miembros, con una influencia favorable en la actividad productiva interior de cada uno. La libre circulación de personas en las nueve naciones ha universalizado las ideas y los modos de ser nacionales, fortaleciendo la posibilidad del ciudadano supranacional.
El resurgir de los nacionalismos
El ciudadano medio europeo es sensible, por supuesto, a la idea de la construcción de una Europa unida y fuerte. Pero lo es en menor medida que los altos personajes políticos de la Comunidad, cuyas declaraciones públicas rebosan casi siempre optimismo y confianza acerca del porvenir de la CEE.
No hay duda de que en estos momentos asistimos a un claro resurgimiento de los sentimientos nacionales.
En Francia, por ejemplo, un antiguo primer ministro, Michel Debré, encabeza un poderoso Comité de Defensa de la Independencia y Unidad de Francia, con muchos seguidores. Debré está convencido que la elección por sufragio universal del Parlamento Europeo va a entregar en bandeja los países comunitarios a los partidos políticos poderosos; sostiene el antiguo primer ministro que este hecho no solamente no contribuirá a la unidad europea, sino que pondrá en peligro las esencias nacionales.
También en el vecino país hay un claro sentimiento de oposición a la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, quizá manejado con propósitos electorales por los líderes políticos franceses. Desde la cúspide del poder hasta las bases de los partidos se teme a la incorporación de España a la Europa Verde, porque los más bajos costes de producción de nuestros productos agrícolas «hundirían en la miseria a muchos campesinos franceses». Esto es, sin lugar a dudas, proteccionismo a ultranza, que al mismo nivel se manifiesta en Italia.
La división inglesa
En Gran Bretaña ocurren hechos parecidos. Un destacado líder laborista, Wedgwood Benn, ministro de Energía, desató en junio pasado una auténtica polémica nacional, por su posición anticomunitaria, calurosamente defendida en muchos sectores. La posición de Benn demostró a los británicos que la división del país en torno al tema de la CEE, demostrada en el referéndum de 1975, se extendía también en el seno del laborismo, partido que, desde el poder, favoreció y patrocinó con todo ardor la plena incorporación inglesa a los organismos europeos. Muchos ciudadanos británicos que en aquella consulta votaron sí a la entrada de Gran Bretaña en la Comunidad seguirían hoy al disidente míster Benn.
En Alemania, los sentimientos nacionalistas y proteccionistas se manifiestan sobre todo en el tema de los trabajadores de otros países de la comunidad. La República Federal Alemana arroja hoy uno de los más altos saldos de parados de los Nueve y, también, tiene una alta cota de trabajadores extranjeros en sus fábricas. En muchos sectores de la opinión germana existe la creciente convicción que esos, puestos de trabajo ocupados por inmigrantes podrían ser la solución ideal para que no haya alemanes sin empleo.
Este pensamiento se ha consolidado ante la perspectiva de la incorporación a la CEE de tres países que, como Portugal, Grecia y España, han sido tradicionales exportadores de mano de obra barata. La libre circulación de portugueses, griegos y españoles a través de las fronteras laborales de la Comunidad agravaría los problemas interiores de paro de los nueve. Las exigencias de reforma del reglamento comunitario en este sentido, y con un carácter restrictivo, son cada día mayores. Está muy claro que España, Portugal y Grecia no se incorporarán a una Comunidad Económica Europea donde exista el principio de la libre circulación de trabajadores.
En otros países con menos problemas económicos -como los del Benelux-, el resurgir nacionalista se manifiesta en términos más políticos. Bélgica, Holanda y Luxemburgo patrocinan desde hace tiempo la reforma del reglamento comunitario para el sistema de toma de decisiones y acuerdos en el seno de la Comunidad. Hasta ahora rige el principio de la unanimidad, que combate el Benelux en favor del de la mayoría, por entender que el primer sistema favorece más a los grandes países comunitarios, en. perjuicio de los pequeños miembros de la CEE. En el fondo, todo parece lo mismo: se trata de preservar, por encima de todo, los intereses nacionales.
El resumen de todos estos breves apuntes es simple: existe un sincero propósito en los países europeos para llegar, algún día, a conformar un estado supranacional, con comunidad de ideas y de intereses. Pero esa sinceridad de propósitos se quiebra en la práctica cuando se trata de hacer sacrificios nacionales en favor de los superiores intereses comunitarios. El ejemplo más reciente de la desunión europea se encuentra en la ausencia de criterio común, con ocasión de la crisis del petróleo. Los actuales líderes de los países comunitarios son todos convencidos europeístas; pero, por encima de todo, son políticos que dependen de sus electores. La menor presión nacionalista (y en estos momentos son muchas en Europa), les hace olvidar su desinteresado propósito supranacional para seguir conservando los votos.
¿Se desintegra Europa? Es justo reconocer que no. Existe un evidente resurgir nacionalista. Pero también está claro que sin un instrumento como el surgido de los Tratados de Roma en 1957, los proteccionismos nacionales serían ahora mucho más fuertes, y el viejo continente ofrecería al mundo una muy penosa imagen de pugna desigual y desabrida.
La perspectiva española
Así es, a grandes rasgos descrita, la Europa comunitaria a la que España ha solicitado adherirse hace trece días. Para el ciudadano medio español, el hecho de estar esperando en la antesala de Bruselas es un notable triunfo político, porque como tal se ha presentado a la opinión pública y porque ha creído siempre que las razones políticas eran las que impedían nuestra entrada durante la época de la dictadura.
Los hechos van a demostrar que no es así. La Europa comunitaria ha tenido durante años un perfecto argumento, el de la necesaria homologación de nuestras estructuras políticas a las del resto de los países comunitarios, para impedir nuestra entrada en la CEE. Los próximos años de nuestra negociación demostrarán sin duda que siempre ha habido más razones económicas que políticas y que los proteccionismos y los nacionalismos de cada Estado se convierten en proteccionismo superior en los despachos de la Rue de la Loi, en Bruselas.
Dejando de un lado la cuestión de si le interesa o no a España su incorporación a la Comunidad Económica Europea (lo que, en todo caso, corresponde decidir a los propios españoles), nuestro país va a enhebrar la necesaria, larga y penosa negociación probablemente en la peor época de la Comunidad, justamente cuando menor es ese sentimiento comunitario y cuando más se aprecia esa definición manejada por los escépticos de que el Mercado Común es hoy, tan solo, un gran almacén, con muchos y ,muy bien pagados empleados a sueldo de las multinacionales.
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