Divinas impaciencias
Leo en Canterbury, a donde me llega con mucho retraso, el artículo La Iglesia y el Poder, en el que José Luis Aranguren critica algunas de las reflexiones que suscribí en estas páginas con el título de Requiem por un poder político de la Iglesia. Me entero también de que otros han terciado en la discusión, pero desconozco los textos concretos y tengo que contentarme desde aquí con responder a mi amigo Aranguren, y quién sabe si también a mis otros oponentes, puntualizando mi anterior artículo.En realidad yo no pretendí responder expresamente al primer escritor del profesor Suplantaciones políticas. Conocía su interpretación del comportamiento actual de la Iglesia española, que él personaliza en las actuaciones del cardenal Tarancón. La cosa no tendría mayor importancia si él no tratara de buscar incoherencias imaginarias entre mis ideas y esa especie de nuevo intervencionismo político que atribuye a la Iglesia. Quiero creer que, más que recelos, lo que bulle en su cabeza son divinas impaciencias.
Digamos, en primer lugar, que yo nunca he pensado que se haya enterrado ya toda forma de poder político de la Iglesia española. Cualquier actuación pública de la misma tendrá siempre una dimensión política y habrá muchos que desearán encasillarla, para su uso particular. Precisamente por esta razón titulaba mi artículo Requiem por un poder y no «por el poder» como mi oponente parece haber entendido. Por otra parte, es claro que una cosa es el compromiso político del Evangelio, actualizado en la Iglesia, y otra muy distinta que esa energía vaya a ser mediatizada por el poder secular, aunque fuera con la mejor de las intenciones, para servir a la causa de la evangelización.
Si ha existido un «coejercicio» histórico del poder entre la Iglesia y el Estado en España, es claro también que no va a desaparecer por decreto, aunque éste fuera concordado entre ambas potestades. Los procesos históricos, como el que nos ocupa, nacen, como los ríos, de impulsos dispersos y balbucientes. Pero es innegable que en los cambios de agujas del ferrocarril o en los apenas perceptibles movimientos del timón muere el sentido anterior y se justifica el requiem por una situación superada. Lo que importa es el salto cualitativo, más que la velocidad. Esta, al fin y al cabo, no hace más que manifestar la distancia que nos separa en cada momento del sentido anterior.
Más aún: consciente de esa coexistencia de dos épocas en nuestra complejo, realidad política y eclesiástica, salía al paso, en mis reflexiones, de quienes en la nueva situación política española intentasen «utilizar inteligentemente» «las mismas reglas del juego democrático» para mantener, en nombre de la Iglesia, una profana «libertad de poder» muy distinta de la evangélica «libertad de servicio», que San Pablo define muy claramente en su carta a los Gálatas. Tratábamos, pues, de adivinar, en hechos quizá todavía ambiguos, nuevas posibilidades de la democracia. Pretendíamos, incluso, calmar los temores de los que se ven embarcados en una Iglesia que ellos consideran desarbolada, y disipar, al mismo tiempo, los recelos de quienes no acaban de creerse el cambio de actitud de la jerarquía de la Iglesia española.
Aranguren simplifica excesivamente las fuerzas de la Iglesia. Quizá añore su fuerza monolítica de otros tiempos. Por supuesto, no puede reducirse a lo que dicen y hacen los obispos y otros grupos minoritarios como los miembros del Opus o de la Asociación de Propagandistas. Es evidente que la comunidad católica en España es mucho más compleja y en su seno actúan otras muchas fuerzas y movimientos. ¿Carece de importancia para el profesor el pensamiento actual de los mejores teólogos españoles? ¿No valora la fuerza de renovación catecumenal y de personalización de la fe que están cambiando la vida de la mayoría de nuestras comunidades? Los soldados de ese «caballo de Troya» hipotético actúan públicamente y salen en los periódicos con el nombre de cristianos.
Pero, puesto que Aranguren funda su escepticismo en las palabras y en las actuaciones de personas concretas, como el cardenal de Madrid, lógico es que nos refiramos especialmente a este punto. «La jerarquía eclesiástica -afirma-, diciendo que no elige, sin embargo, ha elegido. Ha elegido su centro y ha preferido su izquierda. Personalmente, me he cansado de decir que estoy por una política laica.» Examinemos la objetividad y alcance de estas graves afirmaciones.
¿Cree el profesor que los laicos católicos, por el hecho de ser tales, ya no deben tener acceso al Gobierno de la nación? De ninguna manera. Lo que el pensador parece sostener es que esos políticos católicos, cuando llegan al poder, deben realizar una «política laica» y no una política confesional. El catedrático de ética nos dará la razón si distinguimos entre la ética de la función de gobernar y la ética de los contenidos o convicciones personales y colectivas que configuran el proyecto de una comunidad política. Ese modelo de sociedad podrá ser cristiano, liberal o socialista, pero el gobernante, cualquiera que sea su ideología, nunca deberá confundirlo con las normas éticas que han de regir su gestión democrática. La dictadura no es otra cosa que la confusión de ambas éticas, buscando así una justificación para la imposición, desde el poder, de la propia ideología y hasta de las propias creencias. Ni siquiera la mayoría democrática justifica la intervención coactiva del poder político ni el intento de someter al mundo del pensamiento, del espíritu y de la cultura, al control, planificación y manipulación coactiva por parte del Estado.
Pues bien, la voz de la Iglesia, con el decreto conciliar de libertad religiosa, descalifica esa confusión de niveles éticos y, por tanto, a cualquier tipo de imposición de una confesionalidad cristiana, liberal o marxista. Por lo que respecta a la Iglesia, no tenemos espacio aquí para citar los muchos textos del Episcopado Español donde se asume esta distinción y se parte de ella para llegar a concreciones bien explícitas. Relea el lector, si puede, el documento que dedicaron los obispos españoles, en enero de 1973, a las nuevas relaciones de la Iglesia con la comunidad política. Examine también, desde este punto de vista, las declaraciones y notas posteriores. Por citar uno de los textos más recientes, el referido al matrimonio, es muy significativo que los obispos afirmen que el gobernante o legislador católico no está obligado a elevar a la categoría de norma civil el ideal cristiano de la indisolubilidad del vínculo matrimonial. En este contexto doctrinal de la Iglesia hay que situar también la ya famosa homilía del cardenal Tarancón ante el Rey de España. En ella vio Aranguren casi un programa de centro, y a ella se debería, según él, nada menos que el triunfo de un partido como la UCD.
No entro ni salgo en su interpretación de la UCD como carente de ideología. Un partido político que actúa como tal, mucho más si está en el poder, inevitablemente tiene que comprometerse con un programa político. Pero quizá sea ese pretendido vacío o carencia hipotética de ideología política a la usanza, la que haya confundido al profesor para encontrar rasgos semejantes, en lo genérico, entre el Centro y la homilía del cardenal de Madrid. Miles de cartas y telegramas de todos los rincones de España alabaron entonces aquella intervención cardenalicia precisamente porque no vieron en ella defensa de intereses eclesiásticos ni nuevos intentos de confesionalizar el poder político. Resulta aleccionador comparar esa homilía con todos los programas de los diferentes partidos que han ido apareciendo en España. No hay discrepancia en los objetivos trascendentes, aunque sí la haya en los medios y la forma de entender esos objetivos. Como acaba de decir el Rey de España, existen diversas ideologías o diversas maneras de entender la paz, la justicia y la realidad histórica de España. Pero por encima de todas ellas está esa paz, esa justicia y esa realidad histórica española. Relea el lector la homilía del cardenal y compruebe si allí hubo algo más que una ética cristiana de la función de gobernar aquí y ahora al noble pueblo español. La democracia es, hoy por hoy, para los cristianos y para todos los hombres, una meta irrenunciable: apuntarse a la libertad y a la participación real de todos los ciudadanos no es el centro, sino el ancho paisaje de todo el espectro político que quiera de veras ser democrático. Aquellas palabras tuvieron el mérito de manifestar el salto cualitativo que está dando la Iglesia española: ella no se siente llamada a sacralizar o legitimar ninguna forma de gobierno; renuncia a todo tipo de privilegio, reclamando solamente para sí la libertad de los demás ciudadanos; el gobernante cristiano no debe esperar de ella otra ayuda que la de su oración y la de la Palabra del Evangelio. Cuando Aranguren subraya el tono de aquella predicación, parece confundir la estrategia con la realidad. Y no veo incoherencia alguna entre una estrategia de evolución y una realidad de ruptura con el pasado.
El rechazo episcopal de los «partidos políticos confesionales» molesta al profesor, porque de hecho «ha debilitado única y exclusivamente a la genuina democracia cristiana». ¡Sutil manera episcopal de confesionalizar la política, condenando la misma confesionalidad! Pero los hechos prueban que todo ha sido mucho más sencillo, como acaba de demostrar en estas mismas páginas Miguel Benzo.
Ciertamente, «la jerarquía eclesiástica, diciendo que no elige», ha mantenido lo que le es propio y coherente con el Evangelio. Liberarse de cualquier partido confesional; defender su misión crítica frente a todo poder; liberar al gobernante católico de cualquier forma de actuación no democrática. Si la fe hace más libres a los hombres, como decíamos en nuestro artículo, ¿por qué no va a hacerlos auténticamente más democráticos? Y esa gestión no es de «política laica», sino sencillamente de ética católica.
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