La plaza de Viriato
La mayor parte de nuestros conflictos urbanos no obedecen a problemas mal resueltos, sino mal planteados. Los Jardines del Descubrimiento, o mejor dicho la plaza de Colón, podría haber quedado más bonita pero nunca habría dejado de ser disparatada. La calificación de no edificable que el Estado dio a los terrenos que generosamente donó al Ayuntamiento fue equivocada e inútil. Equivocada porque un edificio, quizá la propia Casa de la Moneda transformada, hubiera ofrecido al ciudadano una respuesta más completa a sus necesidades, e inútil porque el Ayuntamiento, transgredió la norma y edificó, si bien subterráneamente, todo un simulacro de centro cultural.
El simbolismo histórico que se le quiso dar fue una operación publicitaria un poco redundante, porque hasta el más torpe de los bachilleres europeos sabe que Colón y su equipo de españoles descubrieron América y extendieron por allí su cultura. Lo que sí está por probar es que los conocimientos y facultades intelectuales de que disponemos como colectividad están a la altura que los acontecimientos contemporáneos requieren. Por eso al pasearme por esta plaza me he acordado de Viriato, pintoresco personaje que hizo todo lo posible para impedir que sus compatriotas accedieran a la cultura que en aquellos tiempos, también históricos, encumbraban los romanos.
Arquitecto
una producción de Promociones Aura, con guión y y dirección de José Ramón Larraz. Director de Producción, José María Cunillés. Fotografía: Fernando Arribas. Interpretes: Héctor, Alterio, Alexandra Bastedo, Aurora redondo, Aurora Bautista, Pep Munné, Carlos Ballesteros. Estreno: Cine Rex.
Creo que todos los artistas, técnicos y trabajadores que han intervenido en esta obra lo han hecho con su mejor voluntad, y si el acierto no les ha acompañado habrá sido porque la empresa que se les encomendó excedía de sus capacidades. El muralista Vaquero Turcios, por ejemplo, hubiera bordado el mural del pasadizo bajo la cascada, pero ha marrado al crear ese conjunto escultórico que no pasa de ser una grotesca procesión de armatostes pétreos. El señor que se los encargó nos haría un gran servicio a los madrileños, y sobre lodo a los vecinos de la acera de enfrente de la calle de Serrano, si cogiera todos ellos y los trasladara a su jardín particular. El arquitecto Herrero Palacios debiera haber desistido de construir una plaza allí donde los 189 equipos interprofesionales participantes en el concurso previo de ideas habían fracasado teóricamente.
Las circunstancias ambientales que concurren no son favorable a la creación de una plaza que tradicionalmente exije una cierta armonía de volúmenes, de materiales, de estilos o, al menos, de actitudes cívicas entre los edificios que forman los cuatro lados que la limitan. En nuestro caso sólo el lado ocupado por la Biblioteca Nacional podría utilizarse dignamente para componer una plaza, y los otros tres no son más que un cumplido muestrario del buen hacer, la extravagancia, la modestia o la peligrosidad social de la combinación de planificadores, arquitectos y promotores que alternativamente construyen o destruyen nuestra ciudad.
Casi todo mal
Aun así, algunas cosas se podrían haber hecho mejor o no haber hecho. El estanque junto a las esculturas lo sustituirían con ventaja algunas escupideras y papeleras; las sombrillas de hormigón sicodélico malamente protegerán alguna exposición temporal y afean permanentemente la fachada de la Biblioteca; los bancos de piedra artificial pueden desviar los espinazos más robustos y congelar o abrasar los traseros más encallecidos, además de ensuciarlos; las bolas luminosas son cursis por el día y deslumbradoras por la noche; el pavimento curvilíneo topa difícilmente con todos los bordes rectilíneos que lo delimitan; la plantación es escasa e incoherente; la superficie de césped no sirve para nada, porque no estamos en Londres, y la cascada con sus 100.000 litros por minuto no produce más sorpresa que la de una palangana gigantesca que se desborda, ni menos ruido que el tráfico rodado que atrona alrededor de la plaza.
Es particularmente lamentable la falta de coordinación que existe entre la plaza y el aparcamiento público. Los accesos de peatones son raquíticos y el acabado de barandillas, peldaños y paramentos denigrante. El interior está tan deshumanizado como es habitual en este tipo de construcciones, pero tiene una rara peculiaridad: si haciendo caso o no a los letreros que indican caprichosamente libre o completo se penetra por una cualquiera de las hileras de cada planta y no se encuentra sitio libre, la inexorable señalización existente te larga a la calle sin darte una segunda oportunidad. Las rampas de entrada y salida de vehículos por la calle de Jorge Juan cercena cualquier posibilidad de comunicación ambiental con la Biblioteca Nacional, siendo éste precisamente el edificio que, en principio, resulta más afin a la idea de la plaza.
El centro cultural
El pomposo nombre de «Centro Cultural Villa de Madrid» se aplica con la misma propiedad con que algunas tiendas de ultramarinos se autodefinen como «Shopping centre», al conjunto de una amplia, comodísima y bien sonorizada sala de espectáculos, unos esplendorosos aseos, una sala de conferencias que todavía no he podido conocer y un enorme almacén de trastos aprovechado para sala de exposiciones.
El espacio bajo el puente de Juan Bravo nunca me pareció una situación muy decorosa para un museo de escultura al aire libre y esta localización bajo tierra de una sala municipal de exposiciones tampoco es un buen presagio para nuestro arte.
Citaremos, por último, al pobre Colón, que, de presidir una elegante plazoleta neogótica, ha sido relegado a la esquina de un bárbaro monumento neonumantino. Cuando se emplean estos elementos arquitectónicos de claro simbolismo fálico, conviene situarlos en el eje principal del conjunto, al igual que la corbata debe llevarse sobre el esternón y no pegada a la oreja.
A la vista de cuanto antecede, sugiero al Ayuntamiento que pida el apoyo de sus municipes para tratar de arreglar la malograda plaza, y al Colegio de Arquitectos de Madrid su desinteresada y cualificada colaboración para encauzar el debate y la búsqueda de soluciones al arduo problema urbanístico que ha planteado esta extraña plaza. También hay que reconocer que los entusiastas madrileños amortizan al menos en parte esos 650 millones de pesetas ya invertidos, mientras pasean y comentan los pros y los contras de esta obra, en la que sí se aprecia un deseo de agradar por parte del Ayuntamiento. Mi opinión personal es que de alguna forma hay que ayudar a enfocar esas miradas ávidas de belleza que resbalan sobre un entorno deforme sin conseguir alivio y centrar la curiosidad de los madrileños sobre temas actuales dignos de su ingenioso espíritu.
A lo mejor con un coste relativamente bajo se podría utilizar la desangelada plaza como plataforma de un pequeño, cristalino y etéreo centro de información pública que, conectado con la Biblioteca, sirviera para difundir entre nosotros los continuos progresos de la civilización en la que estamos inmersos y en la que apenas participamos creativamente. Si se consiguiera implantar este conjunto de plataforma y pequeño edificio en un medio urbano tan agresivo con la misma perfección con que los mayas situaban sus templetes y observatorios en plena selva, habríamos ofrecido un homenaje en vivo, no en piedra, a una cultura a la que ciertamente los conquistadores no favorecieron mucho.
A lo peor cabe resignarse y, siguiendo el aforismo del gran Frank Lloyd Wright, plantar muchas, muchas enredaderas.
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