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Crítica:TEATRO REAL
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Metha, Baremboim y la Filarmónica de Los Angeles

Que Estados Unidos cuenta con un grupo de orquestas tan perfectas como jamás pudo soñarse, no constituye noticia alguna. Entre ellas hay que inscribir a la Filarmónica de Los Angeles, que ahora visita España con conciertos en Barcelona, Madrid y Toledo, amén de transmisiones por RTVE. Esta agrupación, fundada en 1919, ha tenido a su frente, de manera estable, maestros como Rodzinski, Klemperer, van Beinum o Reiner. A partir de 1962 se hizo cargo de la orquesta de Los Angeles, Zubin Mehta. El divo de origen indio mantiene el conjunto a niveles de excelencia, comparables a los de otras orquestas americanas de fama: Filadelfia, Nueva York, Chicago, Cleveland y Boston.En su viaje español, la orquesta de Los Angeles viene dirigida por Mebta y Baremboim. Interesante experiencia la de contrastar (nunca mejor utilizado el término) no sólo las personalidades de uno y otro, sino la diferencia cualitativa de resultados. Con Mehta escuchamos un «instrumento» portentoso en sus perfecciones colectivas e individuales, pero -ya desde su misma sonoridad típicamente estadounidense: ligera de intensidades tan brillantes que rozan con la acritud, acentuada en las frecuencias agudas, entregada a la exactitud rítmica y, en parte, carente de ese algo indefinible, pero reconocible, que unos llaman misterio y Debussy precisó como «la música que está entre las notas y no en las notas».

Orquesta Filarmónica de Los Angeles

Directores: Z. Mehta y D. Baremboim. Obras: Mozart, Strauss, Moussorgorsky-Ravel, Beethoven y Brahms. 17y 18 de abril.

Bien es verdad que el programa, salvo la sinfonía número cuarenta, de Mozart, fue elegido -hasta en sus encores- con vistas al talante descrito. Los pentagramas del salzburgués se escucha ron en versión congelada aunque en ejecución primorosa. Don Juan, como casi todas las obras de Ricardo Strauss, admite varios niveles de lectura. Fundamentalmente, dos: el narrativo y el desentrañador. Mehta no pasó del primero, más, la riqueza plástica del contar straussiano es tan formidable, el basamento de la misma estructura sobre fenómenos tímbricos, tan real (he aquí el más agudo modernismo del postromántico Strauss), que tras la avasalladora versión, el público estalló en aclamaciones. Detrás, un poco olvidado u oculto tras el barroco bosque de la tan cantada lujuria orquestal, quedaba don Juan, el hombre y sus ideales, el arquetipo soñado por Strauss en su constante -y hasta enfadoso- afán de identificarse con sus personajes. Que esta postura wagneriana, que tanto irritaba a Falla, del compositor de la Alpina, me parece indiscutible: el autor en busca, diríamos en angustiosa persecución, de sus personajes para habitarlos y señalar a gritos: ese Don Juan soy yo; ese Quijote, soy yo, también. Al fin, en lógica actitud, decidir en la Sinfonía doméstica y en Vida de héroe que ese Strauss era él. Autor y personajes quedan identificados y confundidos y no deja de resultar significativo que reaparezcan, aquí y allá, los temas de sus mitos directamente aplicados a su propio yo. Nuestro gran don Miguel clamaba: «Di tú que he sido»; el supervitalista Strauss se pasó la vida creadora advirtiendo: «Decid que soy». Toda esta intrahistoria cedió su lugar, en la esplendorosa, cegadora traducción de la orquesta de Los Angeles y Mehta a la directa «aventura» del burlador en sus andanzas, inquietudes, sosiegos y pasiones.

Los Cuadros de Moussorgsky, en manos del orquestador Ravel, se convirtieron en una piza de su premio virtuosismo sinfónico. Sin atentar a la genialidad de la invención ha de convenirse en la naturaleza de esa serie de trozos como pinturas de género. Realizadas, eso sí, con pinceles agudos y capaz de penetrar, a veces, en lo sicológico. Lo que no está reñido con su condición de evocaciones y retratos imaginados a partir de una concreta realidad plástica: la de los lienzos y esbozos de Víctor Harmann, fuente de inspiración para Moussorgsky. Mauricio Ravel supo no superponer al piano una orquesta; no sustituir el instrumento de teclado por el monstruo sonoro de cien cabezas. Hizo algo más: continuó la penetración por vías de un más acerado análisis. En sus manos tenía los medios: esa paleta orquestal de posibilidades tan ricas como las que se derivan del pensamiento sinfónico del músico francés. El resultado, sin mengua de absoluta fidelidad al original de Moussorgsky, fue sorprendente. En realidad, Ravel pasó a ser, como figura en los programas, un coautor antes que un instrumentador. Cabe imaginar lo que tal cúmulo de virtuosismos -individuales, a dúo, en pequeñas combinaciones, en titti- fue en manos de Zubin Mehta y su orquesta. Si alguna vez podemos utilizar con plena exactitud la palabra fascinante es ahora. Desde la fascinación reaccionó el público en forma de inacabables aclamaciones. Dieron pie a tres bises entendidos cual exhibiciones de bravura: Triana, de Albéniz-Arbós (exagerada en algunos puntos y sobre todo en el acelerando final), La forza del destino, que hacía son ido el fino análisis de la ópera según Gregorio Marañón, La razón de la sin razón y, para traca final, Barras y estrellas. El gran show se cerraba con los compases de Sousa. Empleo el término sin intención peyorativa y sólo a efectos de descripción, pues la actuación entera de Mehta y su centuria se movió entre el concierto-música y el concierto-espectáculo.

Otro director, otra orquesta

Al día siguiente, Daniel Baremboim, una de las más asombrosas naturalezas musicales que pueden conocerse. Pianista fuera de serie, músico de cámara, acompañante en distintos géneros y, al fin, director. Todo lo simultanea y el nivel más bajo obtenido es el de primera clase. Inició la Cuarta Sinfonía de Beethoven. Tras los primeros compases pudimos saludar: buenas noches, Europa. ¿Es posible? ¿Se trataba de la misma orquesta? Sí, pues las perfecciones eran idénticas. El ideal sonoro -en la materia, en la expresión- aparecía radicalmente diverso. De cómo un hombre puede mudar el talante de toda una orquesta, trastocar sus hábitos y tendencias, convertirla en un instrumento inédito y hasta opuesto al conocido veinticuatro horas antes. Tal sería el índice de la lección dada por Baremboim en su aspecto más interesante.No. No se trata de comparar técnicas. La de Mehta es de tal eficacia que, sólo con su brazo derecho, podría resolver mil problemas de ajuste, ataque o intención. Tan clara y geométrica, tan persuasiva, que convence al auditorio como a la orquesta. Nuestra actitud ante la «géstica» del maestro indio es la de reclamar un instrumento para seguir sus imperativas órdenes. Dirige a los situados en la escena y a los ocupantes de la sala. Manda, pues, en grado superlativo.

Baremboim es el músico profundo, claro de pensamiento, enormemente afectivo, puesto en el trance de comunicar su pensa miento a los instrumentistas para que ellos lo hagan llegar al público. Ante la orquesta, Baremboim se comporta como ante el piano. En un caso domeña un instrumento-máquina; en otro, un instrumento humano y multiforme. En ambos se impone, acaso por vías de suave persuasión, a través de un proceso de comunión el criterio individual del conductor. Más que esto, mucho más que un jefe parece un primus interpares. El contagio se produce en forma de solidaridad de los dirigidos con el director. El resultado, si se quiere menos exacto que el de Mehta, es enormemente hermoso. Beethoven y Brahms, vistos por Baremboim se sitúan en línea con la mejor tradición europea. La misma orquesta parece ceder sus frecuencias agudas a las graves, su festival rítmico a la más humanísima flexibilidad melódica en un afán de cantar, cantar y cantar. En suma: dos arquetipos. Si por razones obvias yo me quedo con lo escuchado a Baremboim, nada quiere decir esto en contra del divo Zubin Mehta. De la experiencia se deduce, sin equívocos, algo que se me antoja indiscutible: la increible categoría, de una orquesta tan perfecta y dúctil como para transformaciones semejantes. Es más: las mejores orquestas de Europa dificilmente pueden sonar como americanas. Una, tan típicamente americana como la de Los Angeles, puede disponerse, según quien la dirija, a hacer competencia a la misma Filarmónica de Berlín.

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