La ilusión y la realidad del "centro"
Ya están convocadas las elecciones. El Gobierno ha dado este paso decisivo, con una premura que a muchos les parecerá bien, creyendo de buena fe que con ello se acelera el proceso de democratización del país. No me es posible compartir este optimismo.Decidido el segundo Gobierno de la Monarquía a convocar al pueblo, para la elección de unas Cortes Constituyentes, pudo seguir un camino perfectamente legal, que le propuso el Equipo de la Democracia Cristiana, y puede decirse que contaba con la inmensa mayoría del país: celebrar sin pérdida de tiempo un referéndum de arbitraje, que encomendara al Rey, con el refrendo de un Gobierno responsable, la tarea de dotar a España, en el plazo máximo de un año, de unas verdaderas instituciones democráticas, removiendo, por medio de los necesarios decretos leyes, cuantos obstáculos a ello se opusieren, incluso de índole institucional.
Con la celebración de ese referéndum, cuya aprobación masiva nadie ponía ni pone en duda, la Monarquía habría quedado democráticamente reforzada, y el Gobierno habría podido, por una parte, liberar al país, en plazo brevísimo, del carcomido armazón dictatorial del franquismo, y por otra, elaborar una ley electoral con la colaboración de los partidos democráticos de la Oposición, dispuestos a prestar. una ayuda eficaz con plena buena fe.
La realización de este plan hubiera exigido tan sólo una doble condición: un verdadero deseo de hacer una auténtica reforma democrática, y una decisión valiente para saltar por encima de todos los artificios.
¿Podría realizar ese esfuerzo un jefe de Gobierno cuya actuación política hasta entonces se había desarrollado en el desempeño de cargos de la dictadura, y que de ese mismo régimen había nacido su único punto de apoyo? Ese era el punto débil del plan y me atrevo a pensar que por ahí falló.
El señor Suárez prefirió seguir otro camino, que se ha mostrado dificil en su tramitación, al mismo tiempo que funesto en sus resultados: realizar la reforma a través de las moribundas Cortes gubernativas.
El presidente triunfó en su empeño en este organismo, demostrando innegables condiciones negociadoras; pero compró la victoria por un alto precio: celebrar el referéndum, sobre un proyecto de reforma política elaborado por el Gobierno anterior, indefendible desde el punto de vista técnico, y concebido para hacer dificilísima, por no decir imposible, la aprobación de una verdadera Constitución democrática.
El Gobierno tuvo que aceptar la elección de dos Cámaras potencialmente constituyentes, novedad disparatada encaminada a que una pudiera, en caso necesario, anular la labor reformadora de la otra; la utilización simultánea de dos procedimientos electorales diferentes, sin más jusifficación que el deseo de recoger con mayor facilidad los votos continuistas en el Senado y contrabalancear con el caciquismo rural el influjo de los grandes núcleos de población; las limitaciones impuestas al método proporcional para el Congreso, que ha llevado a la adopción de un sistema que impide el aprovechamiento de los residuos en grandes listas nacionales; la adopción del principio de la candidatura bloqueada, que favorece a los grupos clasistas y a los núcleos de intereses más fuertemente disciplinados por el egoísmo; y el mantenimiento hasta el último momento del caciquismo de nuevo tipo, nacidos de artilugios orgánicos, encargados de imponer su tiranía a los pequeños núcleos de la población del campo.
Bastaría el sistema proporcional elegido, completado con el absurdo de la candidatura bloqueada, para agravar el temible mal de la multiplicidad de partidos. Sin pretender emitir un juicio despectivo para nadie, hay que aceptar como un hecho la existencia de partidos minúsculos que, aparte la categoría personal de sus directivos, no conseguirían más de unos centenares de votos en toda España si actuasen aisladamente. Sin embargo, pueden ser, y de hecho son, en varios casos un elemento perturbador que aumenta la desorientación del electorado al amparo de denominaciones más o menos coincidentes ton otras de mayor arraigo en la opinión. El único medio de conseguir la anhelada representación parlamentaria para los más caracterizados elementos de sus desguarnecidas filas no es la fusión con los afines -proclamada mucho más que deseada-, sino la coalición o el centro electoral, que permite exigir, en un número reducido de circunscripciones, algunos de los primeros puestos en las candidaturas bloqúeadas, únicos que tienen una probabilidad razonable de triunfar. Las fusiones de esos elementos dispersos, la formación de las grandes concentraciones ideológicas podrán venir más tarde, pero no ahora. De momento interesa conseguir unas cuantas actas, aunque el resultado sea una Cámara atomizada, tan ingobernable como asamblea deliberante, como inoperante desde el punto de vista del logro de una masa de diputados con suriciente coherencia, para servir de apoyo a un Gobierno estable y con la necesaria autoridad moral para a frontar los gravisimos problemas del momento.
Aprobar un proyecto de Constitución democrática en una Cámara de esta composición será ya de por sí una tarea difícil de alcanzar. ¡Calcúlese lo que ocurrirá si el Senado, donde tanta preponderancia van a tener las pequeñas circunscripciones especialmente sensibles a la influencia de los restos del franquismo, se empeña en cerrar el camino de los avances democráticos, y se aferra a su esperanza de subsistir una reforma constitucional a fondo por unos leves retoques a las caducas instituciones del fianquisrao! La posibilidad de que las próximas Cortes no lleguen a aprobar una Constitución digna de tal nombre, no me parece una hipótesis sin fundamento.
El panorama político que se ofrece a los ojos del observador en los momentos en que acaba de anunciarse la celebración de las elecciones, no es ciertamente tranquilizador.
Si se dejan a un lado los grupos extremistas de uno o de otro signo, con escasísimas, por no decir nulas, posibilidades electorales, nos encontramos con dos grandes formaciones de signo opuesto, que se aprestan a dar a fondo la batalla. De un lado, los partidos fundamentalmente obrerístas que, no obstante sus actuales discrepancias tácticas, tienen un fondo común ideológico en cierto modo justamente reivindicativo, que es de creer que actúe con eficacia en el momento decisivo.
Del otro lado está el grupo que, con todo el respeto que las personas me merecen, me he permitido denominar «el sindicato del miedo». Es un conglomerado heterogéneo, ligado, por lo menos hasta después de las elecciones, por el vínculo común del temor y del recelo. Recelo y temor de los sinceros nostálgicos del franquismo ante el espectáculo de su implacable liquidación; de los que fueron o.siguen siendo titulares de cargos perdidos o de sinecuras que se desvanecen; de autores de irregularidades e injusticias, que ven dibujarse remotas, aunque posibles responsabilidades; de capitalistas improvisados que tiemblan ante una improbable, pero no imposible, revisión de fortunas; de gentes bien avenidas con la mutilación de su personalidad en aras de una paz material; de gentes acostumbradas al yugo y que no conciben una liberación que no esté exenta de riesgos.
Bloques ambos poderosos, aunque no mayoritarios. En uno de ellos, el propio miedo le lleva a alardear de un triunfalismo desprovisto de base. Recuerda al caminante que da gritos en la oscuridad por el pavor que le inspiran las tinieblas.
Lo que se viene llamando centro está amenazado de descomposición o de disolución por lo menos. Con dificultad acaudillarán esas posibles huestes quienes hayan sido partícipes más o menos conocidos -y desde luego responsables moralmente- de la política autoritaria de los pasados decenios y en buena parte de la actual. Lo ocurrido con el Partido Popular, descabezado por una maniobra en cuyo examen no es preciso insistir, es un buen ejemplo. ¿Lograrían encauzarlo personajes oficiales que hasta este momento mismo han ocupado cargos políticos, sin más caracterización ideológica que la de usufructuar los beneficios del poder?
¿Caerá el señor Suárez, que en disposiciones oficiales ha proclamado la necesidad de la neutralidad del Gobierno, en la tlagrante contradicción de acaudillar por sí o por amigos interpuesto, un centro artificial que no constituiría más que una creación oficial perturbadora y un semillero de responsabilidades que alcanzarían incluso a instituciones colocadas a los más altos niveles?
Un centro constituido sobre tan improvisada base serviría todo lo más para restar votos a la Alianza Popular, pero con dificultad conseguiría constituir un bloque equilibrador de los tristemente tradicionales bloques enfrentados. La finalidad constructora del centro sólo se conseguiría, a mi juicio, dada la urgencia del momento, por una triple vía: liquidar y no querer reforzar con vitaminas oficiales los partidos que se crearon para servir de núcleo a un pretendido centro fracasado; estrechar los lazos entre partidos que, con independencia de su mayor o menor fuerza numérica, pueden considerarse como integrantes de lo que viene llamándose grandes familias ideológicas; y pactar de momento entre ellos, con la máxima generosidad posible, acuerdos electorales no cerrados, con la esperanza de constituir después de las elecciones unos pocos grandes partidos dignos de ese nombre.
Si ese camino no se sigue, el actual centro, ya bastante pulverizado, se mantendrá en la apariencia, pero se disgregará en la práctica. Los elementos más radicalizados de unos y otros bascularán hacia los núcleos más definidos de uno y otro extremo. En el medio podrá quedar algún grupo fiel a una ideología de muchos años que no está dispuesto a traicionar. Ese grupo quedarla tal vez en las nuevas Cortes reducido a un valor testimonial, moralmente erguido entre un conciliábulo de miedos, apetitos y vanidades, que ahondaría la división de España en dos grandes bloques, que avanzarían ciegamente hacia un nuevo choque.
La perspectiva es triste y acusa dos graves pecados políticos: cortedad de miras y falta de generosidad.
¿Serán tan pocos los españoles que hoy afanosamente se agolpan a las puertas de las circunscripciones electorales que no sean capaces de convencerse de que ganar un acta, sea como sea, no es el único ni el mejor medio de servir al país?
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