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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Un Estado que se llama España

Ahora se habla mucho de regiones, pueblos países y nacionalidades, así como de su autonomía dentro del Estado español. Algunas de esas expresiones pueden parecer novedosas. Pero las realidades que significan son, en casi todos los casos, tan antiguas como España: por lo menos, tan antiguas como la unidad política alcanzada —o recobrada— por España al final de la Edad Media.

Hasta el siglo XIX, en el seno de la Monarquía española se distinguían las dos Coronas, de Aragón y de Castilla, cada una de las cuales, a su vez, comprendía, bajo los nombres de reinos, principados o provincias, esas mismas entidades que hoy declaran su vocación de autonomía. Tales denominaciones no eran el inerte residuo arqueológico de un glorioso pasado, sino que respondían a identidades políticas, sociológicas y culturales específicas. Aunque en el siglo XVIII, al modernizarse el país bajo el impulso de la nueva dinastía, se inició un proceso de centralización administrativa, las diversidades hispánicas —y la conciencia de ellas— subsistían aún efectivamente cuando estalla la guerra de la independencia.

Desde entonces ha transcurrido más de siglo y medio, sin que la variedad española acabara de encontrar un acomodo estable a lo largo de las múltiples experiencias políticas que ha conocido nuestra Patria. Por eso, al distenderse progresivamente la rigidez de los controles del régimen anterior, todavía en vida de Franco, la cuestión regional fue ganando, poco a poco un lugar de primer plano en la escena política de España. Hoy está ahí, más o menos confusamente dibujada y en vuelta en las ambigüedades que se derivan de su misma heterogeneidad, pero en una posición central que no permite soslayar la. Partidos y políticos, y muy especialmente los futuros parlamentarios españoles, han de pronunciarse sobre ella.

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Viejos y nuevos errores

Cuando terminaba la segunda guerra mundial, evocando la crisis económica del año 29, que era reconocida entonces ya como una secuela de la política seguida por los vencedores de 1918, Churchill proclamó enérgicamente que no se volverían a cometer los antiguos errores, aunque añadiendo, en voz más baja, que se incurriría en otros nuevos. ¿Será posible, ahora, lograr un planteamiento pacíficamente duradero y válido del problema nacional y regional de España? ¿Y un planteamiento, además, que, como le gustaba decir a Ortega, se halle a la altura de los tiempos? Desde luego, no son de directa aplicación recetas que han servido en otros ambientes europeos. El hecho español no es « homologable», como se suele decir, con los de Alemania, Italia o Bélgica. Tampoco valen el viejo patrón helvético ni el esquema ahora sometido a estudio en el Parlamento británico para «devolver» piezas de soberanía a la celtic fringe de Escocia y Gales. Lo cual no excluye que la técnica jurídica constitucional pueda importar, siempre de modo parcial y previa adaptación, algunas fórmulas para el reparto de funciones y la asignación de competencias que hayan producido efectos útiles en otras latitudes. Pero eso, si acaso vendrá después de que se haya planteado correctamente la gran cuestión y se haya obtenido un cierto consenso nacional en torno a ella. Porque, como decía Churchill, no se debe reincidir en los viejos errores.

Cuando en 1931 se debatía en las Constituyentes el Estatuto de Cataluña, tenía razón, una vez más, Ortega, aunque muchos catalanes, cultos e inteligentes, no lo entendieron y le acusaron de incomprensión. No se trata de un acuerdo entre dos entes estrictamente separables, la región o nacionalidad por un lado, y el Estado por otro. Porque aquélla es parte sustancial de éste, y éste dejaría de ser lo que es para convertirse en otra cosa si se viera amputado de aquélla. Y, ahora, ante la razonable perspectiva de una generalización de las aspiraciones autonómicas, ¿con quién habrían de negociar las regiones, pueblos, países o nacionalidades de España? Hace casi dos años que yo expuse por primera vez entre nosotros la tesis, tan repetida luego, de los tres grandes pactos necesarios para el futuro democrático de España. Eran el pacto político, entre Gobierno Oposición (hoy yo diría entre partidos); el pacto social, entre empleadores y empleados, y el pacto nacional, entre el Estado las regiones. Pero este último, para ser real, sólo puede establecerse entre un Estado que consiste en las regiones —no yuxtapuestas y de espaldas las unas a las otras, esgrimiendo alborotadamente cada una su cuaderno de agravios, sino integradas en él—, y unas regiones, pueblos o, nacionalidades, que tengan conciencia de que, además de ser ellas mismas, son también el Estado español.

La heterogeneidad del tema

A este presupuesto hay que sumar otra singularidad del problema nacional de España. Se habla de regiones, pueblos, nacionalidades... Como siempre en la historia, los hechos preceden a las elaboraciones doctrinales. El uso lingüístico actual refleja una realidad. Las palabras que hoy se emplean —región, pueblo, país, nacionalidad— no han de ser entendidas como los grados de una escala, que fuera de menos a más. Dan nombre a otras tantas clases de personalidades colectivas diversas entre sí. Y no se les puede aplicar un tratamiento uniforme.

Entre la identidad castellana y la andaluza, la extremeña o la canaria, hay diferencias evidentes. Pero resultan secundarias, si se las compara con las que las distinguen, por ejemplo, de Cataluña. No sólo porque unos hablen castellano y los otros catalán —o más bien sean una cultura bilingüe—, sino porque existe todo un cúmulo de hechos sociológicos, instituciones jurídicas, tradiciones políticas, mentalidad, y usos y costumbres, cuyas diferencias son el fruto de las respectivas experiencias históricas de unos pueblos y de otros. Pero, al mismo tiempo, catalanes, castellanos, andaluces y los otros pueblos hispánicos son también un solo pueblo, cosa que no ocurre con los de Portugal y Francia. El sevillano o extremeño que emigra a Barcelona tiende a echar raíces en cuanto se ha asentado, y sus hijos, si no él mismo, resultan catalanes. E igual ocurre en el País Vasco —de este lado de los Pirineos quiero decir—, y en el resto del territorio nacional.

Toda autonomía en el seno de un Estado es política, y consiste en una distribución del poder, no en el juego descentralizador de un paquete de delegaciones. Pero implica también una participación directa y responsable de los entes autónomos en una misma soberanía, cuya unidad parece ser cualidad definitoria del Estado.

Las autonomías españolas de mañana no pueden ser uniformes ni reducirse al anacrónico mimetismo de unos ensayos poco afortunados que acabaron mal. Tampoco deben consistir en un en sayo de reproducción del pasado, a la manera como los arqueólogos restauran un monumento ilustre para que lo estudien los sabios o lo visiten los turistas. Hay que respetar la historia, pero hay que respetar, aún más, la vida en todas sus dimensiones y con sus actuales exigencias. Lo que tienen que ofrecer a los españoles los partidos y los políticos —y, en primer lugar, los futuros parlamentarios— es un país habitable por lo menos para dos o tres generaciones. Hay que dar forma un Estado, que sea común patrimonio de todos, en el que las autonomías —generalizadas también a todos— se ajusten en cada caso a la naturaleza y a la problemática sociológica, económica, política y cultural de las regiones, pueblos, nacionalidades, etcétera, que constituyen ese Estado. El cual, por cierto, tiene nombre: se llama España.

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