El presidente no debe presentarse
Presidente de Reforma Social Española.La transición del régimen autoritario de Franco a la democracia sin ruptura traumática y a partir de las propias bases legales de la dictadura, parecía imposible a casi todos los observadores; y muy dificil a los que sosteníamos que ello era posible. Entre otras muchas cosas, hacía falta encontrar el hombre capaz de pilotar la delicada operación. Hacía falta mucho más que un político- hacía falta un hombre de Estado. La elección real vino a caer, sin embargo, en un hombre que no había figurado en los pronósticos de los más finos observadores. Puede afirmarse que casi nadie admitió que la elección hubiese sido acertada. Adolfo Suárez era un joven político en el que no se presumían ni la madurez, ni la prudencia, ni la visión, ni la sagacidad, ni la experiencia que habían de calificar al hombre de Estado que el país necesitaba. No obstante, la decepción que en medios calificados produjo, en principio, la elección real no tardó en trocarse en sorpresa, primero, y en asentimiento general, después.
Al día de la fecha, Adolfo Suárez ha acreditado tener todas las dotes que se requerían para ser el hábil piloto de la operación antedicha. Ya ha hecho lo más dificil. Se ha comportado, hasta ahora, como un auténtico hombre de Estado, pese a sujuventud. Ha capitalizado éxitos suficientes para figurar con letras grandes en la historia contemporánea de España. Pero he aquí -y ojalá sean especulaciones- que puede estropearlo todo (la obra de la transición y su propio prestigio) si comete el error de no entender, en toda su amplitud y profundidad, el alto papel que le ha correspondido jugar.
Adolfo Suárez, a través del Rey, ha venido siendo un v'irtual fideicomisario del pueblo español -de todo el pueblo español- en la más decisiva coyuntura histórica de nuestro país en el presente siglo. Y lo debería seguir siendo, si es capaz de cumplir del todo su difícil misión, que no acabará, en principio, hasta que en las próximas elecciones se manifieste el pueblo español y se constituya el primer Parlamento de la democracia. Y decimos «en principio», porque lo más probable es que este Parlamento resulte ser constituyente, a pesar de que las elecciones sean formalmente legislativas. Por ello, la transición a la democracia no acabará, en verdad, hasta que el Parlamento promueva la nueva Constitución española. Y si necesario ha sido el estadista presidente del Gobierno, situado por encima de las motivaciones de partido, de los grupos políticos y de sus pugnas, en las etapas hasta ahora cubiertas de la transición, mucho más lo será en las finales que integran todo el proceso constituyente. Por esa razón, y porque no parece que pueda haber vencedores absolutos en las próximas elecciones, tiene ya asegurado el consenso de la mayoría de los grupos parlamentarios futuros -es decir, de España- para permanecer en su puesto.
Pero todo ello puede malograrlo para sí y para nuestra Patria si comete el grave error de descender desde su nivel de estadista -con ventaja que no le es lícita ahora- a los niveles competitivos y parcializados de la política. Ya ha sido irregular que no se haya incluído al presidente del Gobierno en la lista expresa de incompatibilidades, en tanto que se incluye a los ministros. No parece serio. Parece, bien al contrario, como si la norma, una vez más en nuestro país, no se hubiese elaborado teniendo en cugrita criterios objetivos de derecho, sino cálculos subjetivos en favor de personas concretas. Muy mal. Este es el primer asiento que hay que hacer en el «debe» de la contabilidad de su trascendental gestión.
El presidente no se debe presentar a las elecciones. Y lo decimos, categóridamente, tanto desde el punto de vista del analista político que piensa en el bien del país, como desde el punto de vista del hombre que piensa en el bien del amigo. España arriesga quedarse sin el piloto, sin el ingeniero de la transición, si el presidente, abandonando sus altas responsabilidades, desciende a la arena de la concurrencia electoral. Y, por otra parte, las elecciones mismas se quedarán sin el válido aval de garantía que, en las actuales circunstancias, sólo puede darle ya él continuando en la presidencia y ejercitándola decisivamente para la aseguración de la radical imparcialidad de las mismas. Si así lo hace, pasará a la historia como el hombre decisivo y clave de un gran momento español, y tendrá a una expresiva mayoría del país tras de sí cuando, luego de las virtuales, pero seguras Constituyentes próximas, se vaya a las primeras verdaderas elecciones legislativas. Entonces tendrá, naturalmente, el mismo derecho de todos los ciudadanos a elegir opción política y a tratar de seguir libremente, concurrenternente, su todavía joven biografía de hombre público. Hoy, sin embargo, tiene un compromiso superior con el pueblo español que, en buena ética, ni puede ni debe romper dejando de ser «de todos», según vitalmente se le necesita, para ser sólo «de unos». Si no tiene esto en cuenta, los hechos mismos, y en las circunstancias más difíciles, demandarán su sustitución; demandarán el hallazgo de otro hombre que sea capaz de seguir siendo fideicomisario de todos los españoles hasta que la democracia quede establecida y funcionando definitivamente en España. Si es que ello es posible -dicho sea de paso- y no lo estropeamos otra vez entre todos.
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