La cuestión regional y su contrapartida fiscal
La cuestión regional -o de las nacionalidades, como prefiera el lector-, continuará siendo, durante no se sabe cuánto tiempo, uno de los problemas más susceptibles de hacer explosión en nuestras manos, y de impedir que España -o el Estado español, como el lector guste- logre transformarse en una democracia medianamente viable.Solución completa, definitiva y a satisfacción de todos, es obvio que esta cuestión no la tiene. En cuanto a sus posibilidades de arreglo más o menos aceptado por los unos y los otros, cabe gran diversidad de opiniones, incluso por individuo opinante. Cabe, respecto a ellas, sentirse bastante optimista por la mañana, adentrarse en el pesismismo según avanza la tarde y acabar el día encogiéndose de hombros y concluyendo que sea lo que Dios quiera.
Diríase que resulta que un considerable número de españoles que no son catalanes ni vascos, ni tampoco gallegos, estaban ya muy hartos, también ellos, de aquella obsesiva cantinela en falsete acerca de la «unidad de los hombres y de las tierras de España»; y, sobre todo, perfectamente hartos de sus nunca veladas connotaciones amenazadoras. Parece que se está descubriendo, con consoladora rapidez, que la existencia en España de hechos deferenciales de invencible pertinacia constituye, más bien y en conjunto, algo muy afortunado y enriquecedor de un patrimonio común. Además de dotarnos del castellano -uno de los grandes idiomas internacionales, que se expande y crece por si solo- tan rica y varia herencia permite que, a pesar de todo, en este país se haga una espléndida literatura en catalán, se versifique y cante en vas cuence y, gracias al gallego, se mantenga una ancha ventana abierta sobre la otra mitad del mundo iberoamericano. Pocas veces podrá afirmarse de manera más rotunda lo de que, aparte de una gran injusticia, ha constituido enorme necedad la persecución e intento de asfixia del catalán, vas cuence y gallego. Da ahora la impresión de que, quizá, la mayoría castellano-hablante de nuestro país se encuentre más dispuesta a repararlas que lo haya estado nunca en el curso de la historia contemporánea. Aunque, en realidad, la reparación todavía no ha comenzado y la hora de la verdad está aún muy por llegar. Imaginemos -en un alarde de optimismo- dichas injusticia y necedad ya corregidas. ¡Qué idéntica aunque invertida necedad, qué lamentable concesión al mal consejo de la cólera -por explicable que sea la cólera- seria el que los perseguidos se transformasen en perseguidores y buscasen la asfixia del castellano allí donde este pasara, a su vez, a convertirse en lengua minoritaria y secundaria! Sea nuestro- objetivo, en la materia, una civilizada y equilibrada combinación de los principios territorial y personal, como la -por cierto- esbozada en el Estatuto de Cataluña de 1932, o la propia de un futuro multilingüismo europeo; nunca, la torpe guerra de mezquindades idiomáticas belga. En que así ocurra puede ponerse la esperanza; en el temor de que suceda lo contrario reside un serio motivo -uno más- para recelar que ésto acabe mal o que ni siquiera empiece.
Monstiruosidad centralista
Diríase, en segundo lugar, que la mayoría de la opinión pública española puede percatarse, también con rapidez, de una evidencia: de los desastres del centralismo. Es harto evidente, a estas alturas, que el centralismo característico del Estado español -potenciado a hipercentralismo durante la etapa franquista- ha servido, principalmente, para hacer de nuestra Administración pública y de nuestro sector público, en general, ni más ni menos que una increíble y descomunal chapuza. La tesis según la cual la centralización actuaría aquí de alguna forma en defensa de las regiones pobres queda inmediatamente rebatida por la inspección más, somera de las informaciones disponibles sobre la evolución de sus indicadores económicos y sociales en el último cuarto de siglo. A quien ha beneficiado y beneficia aquí el centralismo, a costa de todos los demás ciudadanos, es simplemente, a los sectores, grupos o señores en cada momento con mayor poder de presión cerca de una Administración central en el fondo muy caótica y débil, y dotados de mayor habilidad recomendadora y de mayor rapacidad y desvergüenza. Está al alcance de cualquier administrado, para su desgracia, el comprobar que las funciones y servicios públicos españoles han sido patrimonializados, en bochornoso grado, por los múltiples organismos, departamentos, direcciones y cuerpos encargados de prestarlos; que los teóricos servidores del Estado se han apropiado, hasta sorprendentes extremos, del Estado; y que las rivalidades y luchas de competencias entre estas múltiples fragmentaciones de una Administración central teóricamente monolítica pasan, con toda naturalidad, por encima de cualquiera otra tarea o preocupación. Desmantelar esta monstruosidad centralista, atribuir y devolver a municipios, provincias y regiones un máximo de poderes y recursos, se ha convertido aquí en una necesidad general; y hace tiempo que debiera haber dejado de ser -ya está dejándolo- una reivindicación específica de determinadas periferias. Por lo observable en Estados descentralizados -y estimándola por el volumen de los respectivos gastos públicos-, la masa de funciones y recursos atribuibles a las entidades político-administrativas distintas de la Administración central muy bien puede llegar hasta unos dos tercios de las totales. No parece que aspirar a una proporción de este orden tu viera por qué ser un disparate, en nuestro caso. Lo que no equivale a proponer la desintegración del Es tado español; sólo a sugerir que se establezcan los mecanismos y su puestos precisos para que nuestro Estado empiece a funcionar de manera aceptable.
Ojalá, -y aquí surge un nuevo temor- que si se llegara a admitir mayoritariamente la gran conveniencia de una radical operación descentralizadora, se apreciara también, desde el principio, y por aquéllos a quienes más corresponde la apreciación -vascos, catalanes y, asimismo madrileños- en dónde reside y en qué consiste la contrapartida. Sería imprescindible que la descentralización se acompañara de una adecuada redistribución de recursos públicos, entre regiones más y menos desarrolladas. No sólo por razones obvias de viabilidad política, sino también por motivos de simple justicia y aún de mera aritmética fiscal. Como puede explicar cualquier finalista, los impuestos se repercuten y se incorporan a los precios de los productos y servicios. Los impuestos que se recaudan en -digamos- Vizcaya se están pagando, en realidad y de manera muy difusa, por el conjunto de los españoles. Una adscripción territorial del producto de la recaudación no es admisible. Y la generosidad empieza y la viabilidad de la descentralización se consolida cuando a esta primera redistribución se añade algo más o bastante más.
Diríase, por último, que existe la posibilidad -quizá sólo remota- de que nuestra clase política empiece a hacerse cargo de los peligros y de la esterilidad de las disputas nominalistas en materia tan decisiva para nuestro porvenir. Trataríase de llegar a reglas constitucionales y normas legales operativas sobre cuestiones prácticas, tales como el estatuto del catalán (y del castellano) en la enseñanza y en la televisión, el reparto de ingresos impositivos según los diversos niveles político-administrativos, o la inserción de una Generalidad de Cataluña o de una Mancomunidad aragonesa en un futuro Senado. Habría que huir de polémicas semánticas sobre el significado de términos tales como nación, federalismo y soberanía (que no tienen ninguno preciso), de interpretaciones no profesionales de la historia medieval, moderna y contemporánea de España, y de los intercambios de graves insultos en que habitualmente acaba todo lo anterior.
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