Lo que está sin resolver/ y 3
Las elecciones van a ser convocadas para la designación de los miembros de las dos Cámaras previstas en la ley de 4 de enero de 1977, aprobada por referéndum nacional. Y la elección va a llevarse a cabo, si las fechas previstas no se cambian a última hora, cuando tal vez no se hayan podido superar los graves inconvenientes apuntados en artículos anteriores.¿Es que la tarea encomendada a las futuras asambleas puede considerarse baladí y, por consiguiente, será lícito que se acometa sin unas mínimas garantías de acierto? ¿Acaso el proceso elegido por la reforma ha previsto con prudente visión del futuro el medio de superar todos o la mayor parte de los obstáculos que puedan surgir desde el día siguiente al de la consulta electoral?
Una mínima sinceridad no permite disimular la existencia de los dos grandes escollos en que pueden naufragar las Cortes futuras o poner en grave peligro su obra.
Ante todo, he de sostener, una vez más, que el proyecto de reforma política, que se presentó a la aprobación de los españoles por la vía tantas veces engañosa de la democracia directa, es uno de los mayores dislates que registra la historia del constitucionalismo mundial. Y conste que al expresarme con tan áspera crudeza, quedan enteramente a salvo en mi ánimo el respeto a la inteligencia y a la buena fe de sus autores.
La historia del Derecho Constitucional comparado no registra un solo caso en que se haya encomendado a dos Cámaras colegisladoras la delicadísima tarea de elaborar una Constitución. Yo, al menos, no he encontrado un solo caso desde la Revolución francesa hasta aquí. Eso nada tiene que ver con el problema del unicameralismo o del bicameralismo. Este es uno de tantos temas de discusión en que partidarios y adversarios de ambos sistemas se enfrentan en la Asamblea constituyente única, hasta que uno de ellos obtiene la victoria. Nuestra Constitución de 1876 vinculó la función legislativa a un Congreso de los diputados y a un Senado. La de 1931 prefirió el sistema unicameral. Pero, la verdad es que en ambos casos, al igual que a lo largo de todo el siglo XIX y lo mismo que en todos los pueblos de todos los continentes, la reforma constitucional la ha llevado a cabo una sola Cámara.
¿A qué obedece este agudo caso de prurito diferenciador? No es fácil encontrar una explicación sencilla._Tal vez contribuya a aclarar las dudas un examen, siquiera sea somero, de las principales características de la. reforma.
El artículo 3.º de la ley de Reforma Política, tras limitar al Gobierno y al Congreso de los Diputados la iniciativa de la reforma constitucional,, regula los trámites de aprobación de la re forma, que en todo caso requerirá el voto favorable de la mayoría absoluta de ambas Cámaras, ya actúen cada una de ellas aislada mente, ya ejerzan en sesión con junta la función de dirimir discrepancias insalvables.
El simple enunciado del texto legal, evoca el fantasma de dos dificultades serias.
El primero afecta a la iniciativa de la propia reforma que corresponderá al Gobierno y al Congreso de los Diputados. ¿Con prior¡dad del uno sobre el otro? La ley nada dice y esta laguna no es defecto de poca monta. ¿Qué ocurrirá si el Gobierno y el Congreso plantean dos reformas distintas? ¿Cuál de ellas ha de prevalecer, al menos en orden a la discusión? ¿Quién saldrá vencedor en esta primera batalla? Y apurando las hipótesis, ¿qué pasará si unas Cortes convocadas para una reforma constitucional no encuentran abierto el camino para ello ni por un Ministerio no reformista ni por un Congreso con mayoría amañada?
No se olvide que el Gobierno, según unas normas de la época dictatorial que estarán en vigor hasta que se modifiquen por vía de reforma institucional, tiene un plazo de vigencia que rebasará el de nacimiento de las futuras Cortes; y que nada le obliga a someter su existencia a la decisión de cuerpo alguno legislativo. Ahora bien, ¿es verosímil que un Congreso de los Diputados, elegido por sufragio universal directo para una función constituyente admita que sus decisiones sean de rango inferior que las de un Gobierno nacido de las voluntades y de los mecanismos de una dictadura supérstite?
El desenlace es de adivinar, a menos que el Gobierno se presente en el Congreso apoyado en una sólida mayoría. Ahora bien, no es preciso ser profeta para vaticinar que ningún partido es siquiera verosímil que obtenga una mayoría absoluta, a menos que el Gobierno vuelque a favor de uno o más grupos devotos suyos -sin excluir una formación de incondicionales «suarecistas»- todos los medios reprobables de un caciquismo asentado en los mecanismos coercitivos del aparato del Movimiento. Lo que sería mil veces peor.
Imaginemos -y ya es bastante conceder- que el escollo se ha salvado, y admitamos -y no es poco- que el proyecto ha obtenido la aprobación en el Congreso de los Diputados por los votos de la mayoría absoluta de sus meimbros, sin cuyo trámite no podría pasar al Senado ni ser convalidado por medio de referéndum, con lo, que la reforma habría muerto de muerte prematura; aceptamos, sin embargo, la posibilidad de que en el Senado no obtenga el proyecto la mayoría mínima de 104 votos. En ese caso, y tras el trámite conciliatorio de la Comisión Mixta, la última palabra habría de pronunciarla la mayoría absoluta: del Congreso y del Senado, en votación emitida en sisión conjunta.
En este caso, lo verosímil es que la suerte de la reforma haya quedado en manos de un Senado, elegido por un sistema mayoritario por electores sobre los que puede. actuar con temible eficacia el aparato político del Movimiento a fin de falsear las elecciones; y en cuyo organismo deliberante -y esto es lo más grave de todo- tiene el Rey el derecho de nombrar más de cuarenta senadores.
En España -no vale la pena de engañarse- existen aún numerosos y bien situados restos del franquismo. Sobre ellos y sobre muchas gentes amantes de una paz precaria y de un relativo bienestar, actuarán con gran eficacia los propagandistas del miedo, que ocultarán su afán de mantenerse en posiciones privilegiadas, tras la bandera de un nuevo conservadurismo.
Si estas previsiones se realizan, la tan ponderada reforma democrática o desembocará en un autoritarismo disfrazado, o fracasará estrepitosamente al quedar bloqueado el esfuerzo reformador. ¿Qué ocurrirá entonces?
¿Volverán a entrar en funciones las Cortes actuales, hasta que el Rey -echando sobre sí la correspondiente responsabilidad- someta a decisión del pueblo por vía de referéndum -artículo 5.º de la ley de Reforma Política- una «opción política de interés nacional», que si versa sobre materia, de la competencia de las Cortes y estas no resuelven, provocará su automática disolución? En el éxito de esas, maniobras, todas posibles dada la desdichada confección de la ley de Reforma Política, puede caber al Gobierno una máxima responsabilidad. Comprendo que es muy grave para no caer en ella la tentación de «fabricar» a través de grupos propios o de afines agradecidos unos grupos parlamentarios susceptibles de integrar unas mayorías artificiales. Por eso me explico la resistencia, hasta ahora invencida, del señor Suárez a desmontar eficazmente el tinglado opresor del Movimiento. Me la explico, pero no puedo en modo alguno disculparla.
Piese el jefe del Gobierno que la influencia caciquil de los instrumentos de presión del Movimiento será pequeña en las grandes ciudades, pero grande en los medios rurales, en los núcleos reducidos de población, en los .sectores ciudadanos más cohibidos y temerosos. En una palabra, en aquella parte de la opinión que más va a contribuir a integrar, juntamente con los senadores de designación regia, el Senado conservador que puede hacer imposible una reforma democrática.
Estaríamos así ante un posible nuevo caso de enfrentamiento de la opinión de las ciudades y de los campos, como ocurrió en las elecciones municipales de abril de 1931. El recuerdo de aquella experiencia debe ser suficientemente aleccionador.
Y sobre este panorama, que nada tiene de atractivo, la negra sombra de una crisis económica, a la que no pondrán remedio las tímidas medidas del Gobierno. Crisis que exige poner en pie un plan amplio, rápido, enérgico, tan radical como sea preciso, pero cuya elaboración, aplicación y eficacia exigirán muchos meses.
¿Piensa el señor Suárez que tiene fuerza suficiente para acometer esta empresa, que supone la conclusión previa de un pacto político-social de gran envergadura y de amplísima base?
¿Aplazará esa política de salvación hasta que se constituyan y consoliden unas Cortes, amenazadas de tantos motivos de parálisis o, al menos, de ineficacia?
Y, en fin de cuentas, ¿aguantará hasta entonces una economía en tan grave trance como la de España?
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