_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La primavera de Madrid no debe terminar

Las marchas y contramarchas de personajes y fracciones políticas, que han solicitado en estos últimos tiempos la atención de la opinión pública, han motivado un comentario bastante generalizado que me tacha de intransigencia. Como esta apreciación, con ciertos matices de censura no me afecta a mí solo, sino que alcanza a un partido que recientemente me ha ratificado su confianza, estimo necesario precisar unos conceptos.La palabra intransigencia evoca la idea de una obstinada negación a admitir cualquier cambio, fundamentalmente en el orden ideológico. Según la naturaleza de las ideas sobre las que esa obstinación se proyecte, la intransigencia puede ser una virtud que pone una entereza espiritual al servicio de lo inmutable; o una simple terquedad de más bajos vuelos, que ofrece la pertinacia al servicio de lo discutible. En materia política, son muy pocos, poquísimos, los principios doctrinales que justifican una inflexibilidad lindante con el sectarismo. Son harto más numerosas aquellas otras cuestiones, que con la debida gradación, admiten la prudente flexión de actitudes rígidamente enraizadas en un sano convencimiento.

Una y otra actitud no son, sin embargo, tan fácilmente delimitables e incluso definibles. Creo sinceramente que en no pocas ocasiones obedecen a razones de índole tanto práctica como teórica. Cuando a la largo de una vida de avatares de todo género se ha logrado afirmar el espíritu en una orientación deológica invariable, reposa el alma en una dichosa paz interior, que compensa sobradamente toda clase de contradicciones y contratiempos. Se ha conseguido ocupar en la sociedad una morada modesta, pero tranquila; desprovista de adornos y oropeles, pero apta para asegurar la intimidad del alma; y que si no es la más adecuada para pretender escalar los altos puestos de gran relieve, resulta muy bien avenida con aquella aurea mediocritas, que constituía el ideal del gran poeta latino.

Quien ha alcanzado esa dicha, que muchas veces cuesta duros embates, puede permitirse el lujo de no tener prisa; de ver desfilar ante sus ojos el vértigo de los que corren en direcciones a veces opuestas, sin acertar a regresar al punto de partida; de afirmarse cada vez más en la creencia de que lo importante no es llegar pronto, sino llegar bien; y que en ocasiones el fracaso de no alcanzar la deseada meta puede tener su mejor compensación en no haber querido pasar con indignidad de la mitad del camino.

No ha dado a todos Dios tan grande suerte, aunque tal vez la hayan merecido. De ahí la prisa con que se afanan, con que se agitan, con que recorren los más variados senderos, con que buscan en febril agitación el alcázar de sus sueños o, al menos, el palacio de que se creen sinceramente acreedores, aunque no sea más que un acta de diputado con ayudas oficiales. Es el afán explicable de quienes, en el actual tumulto de la vida, creyéndose llamados al desempeño de los más altos destinos, no han conseguido iluminar su existencia con aquellos sublimes versos con que Fray Luis de León enalteció los muros sombríos de la cárcel de la Inquisición en Valladolid, al exaltar la felicidad de aquél Que con pobre mesa y casa en el campo deleitoso, con sólo Dios se compasa y a solas su vida pasa ni envidiado ni envidioso.

¿Cómo no comprender -y desde luego cómo no disculpar- la agitación de los que no han logrado esa paz y no aciertan a distinguir la gran diferencia que existe entre paciencia e intransigencia?

Porque una de las ventajas más grandes de la aparente obstinación es la paciencia que engendra. Y esa sensata paciencia, aunque la afirmación pueda parecer paradójica, encierra la virtud de poder transigir en lo secundario -que es lo más frecuente en la vida pública- cuando lo exige o al menos lo aconseja el bien común.

Quien sin la suficiente consistencia espiritual busca -nunca hay que descartar la buena fe- el remanso ideal donde poder fondear con sus inquietudes, puede verse expuesto al reproche de no contar con el lastre de unas convicciones sinceras. Y el valor ejemplar que muchas veces tienen los cambios inspirados en una personal concepción del bien común, se convierten en cambios aparentemente interesados, cuando no en ejercicios acrobáticos, que más divierten que convencen.

Los que con la solidez de una convicción esencial, que han sabido, resistir los más duros embates, se deciden un día a colaboraciones más o menos gratas, porque al bien del país lo exige, pueden hacerlo sin perder la credibilidad que tan necesaria es a los hombres y a las alianzas. Más como son conscientes de lo que una mínima dignidad exige, no podrán olvidar fácilmente la escasa confianza que inspiran ciertos conglomerados de apetitos concebidos con burda táctica envolvente, que se reserva una línea de retirada aunque sea a costa de dejar en la estacada a los aliados de la primera maniobra.

En España nos sentimos sacudidos por un fuerte vendaval que quebranta construcciones aparentemente sólidas, y ciñe de ligereza y ambición cambios personales, que cuesta trabajo considerar como fruto de una convicción sincera. Hombres, muchas veces de valía, que sirvieron durante años y aún decenios el régimen totalitario, y personas que de buena fe lo disculparon y apoyaron, buscan hoy con premura el hogar que acoja sus actuales entusiasmos democráticos por conseguir un acta. No nos asuste ni nos repugne ese ir y venir tantas veces estéril. Encontrar un sólido refugio democrático después de las sacudidas persecutorias de cuarenta años no es tarea fácil. Serán necesarios aún muchos cambios y mudanzas.

Los que hemos conseguido por convicción propia y por la presión de nuestros adversarios el don de la permanencia en nuestros ideales, sin sentirnos por ello farisaicamente mejores, y sin hacer alarde de puritanismos antipáticos, debemos esperar tranquilos y sin prisas, en el reposo de nuestro hogar sencillo y modesto, el día anhelado de poder tender una mano a quien busque de buena fe un camino, y merezca, por supuesto, una ayuda.

Para poder ser accesible en los momentos críticos, hay que mostrarse antes intransigente y duro, como corresponde a una convicción y no a una terquedad, aunque ello resulte de ordinario poco grato en el trato con los que tienen prisa.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_