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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Los reversos y la calderilla de la utopía

Hay la utopía auténtica, que es siempre fraternal, generosa, comunitaria. Utopía que antes se situaba imaginariamente, en el origen, supuestamente idílico, de los tiempos, lo que era normal en sociedades antiguas, añorantes de un pasado primordial e idealizado, el paraíso terrenal. Este mito, secularizado y poetizado, fue la Arcadia. Pero es característico del hombre occidental el mirar adelante, el vivir proyectado al porvenir, futurizando siempre. El mito opuestamente simétrico al de la tradición, corno fuente de sabiduría y felicidad, fue el del progreso, concebido como vía única de sabiduría. Y el locus irreal de la Arcadia fue reemplazado por el de la utopía que, al proyectarse en el futuro, por escatológico que sea, estaría en la dirección de la historia, delante de nosotros, hacia donde vamos, y no detrás, de donde venimos, y adonde es imposible regresar, aunque los reaccionarios y quienes querrían detener la historia y hacer perdurable la Jauja en que, para su disfrute, habían convertido, patrimonialmente, a España, así lo desearan y lo sigan deseando.La vía del progreso se vivió, a comienzos del siglo pasado, como una marcha pacífica y expedita, pero pronto comenzó a advertirse la inmensa dificultad de la tarea y también las contradicciones que ella misma generaba. Así surgió un nuevo espíritu apocalíptico, vuelto a un futuro radiante, ciertamente, pero únicamente accesible a través del terror, y así se engendró el viejo terrorismo anarquista; o a través de una gran catástrofe, de un inmenso baño repleto de sangre. El apocalipsis es revolucionario. La reacción también suele sentirse fascinada por el mito del derramamiento de sangre -piénsese en su exaltación, y en la del verdugo, por De Maestre-, aunque nunca en función de un futuro mejor, para ella imposible. Su dirección no es el progreso, sino el regreso.

Antes la utopía se soñaba románticamente y, a lo sumo, se esperaba, pasiva o activamente. Desde Marx, la ciencia, en su caso la economía, la sociología, una macrosociología próxima a la filosofía de la historia y una ciencia política por entonces privada de toda base experimental, fueron puestas al servicio de la escatología utópica. Pronto la ciencia, una ciencia entre positiva y fantástica, la fictociencia o ciencia-ficción -bien estudiadas entre nosotros, recientemente, por Luis Núñez Ladevéze, en su libro Utopía y realidad- se sumaron a este esfuerzo por pronosticar un mundo real o sarcásticamente feliz; para anunciar, con pesimismo, la disutopía a la que nos encaminaríamos, o para proporcionar, a modo de lenitivo de la dura realidad, una utopía como evasión de ella y refugio en la ficción. Dedicar aquí un recuerdo al noble utopismo ético-cultural de Umberto Campagnolo, presidente, recientemente fallecido, de la Société Européenne de Culture, de Venecia, es un deber , particularmente antes de decir una palabra sobre la futurología, en la que él vio un peligro, con su previsión y, a la vez, predeterminación tecnológica del futuro.

De la conjunción de estos elementos, apocalipsis catastrofista y generalizadamente terrorista, resistencia regresiva a la democracia, muerte tecnológicamente asestada y pistolerismo profesional a sueldo de no se sabe qué poder anónimo, escondido, y que se presenta como irresistible, está padeciendo España entera hoy. Frente a ella, el Gobierno, el Ejército, y por menos la Oposición, están dando una gran serenidad a todos los españoles. Para decirlo todo, lo que hasta ahora se echa de menos es, frente a esa terrorista irresistibilidad del poder de la negatividad, su análisis implacable que, sin detenerse en el tosco, el elemental «el que la hace, la paga», no sólo prenda a los ejecutores, sino que descubra los hilos de esta siniestra conjura y a quienes, como personajes de una de esas novelas de ficción tecnocrática hecha trágica realidad, los manejan.

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Hasta aquí hemos hablado de los reversos de la utopía. Una imaginación angosta e ilusoria es la sede de la calderilla de la utopía. Llamo así a la utopía de creer que comprando imágenes -sólo imágenes- prefabricadas, a la venta en el mercado -imagen del éxito, de la eterna juventud de la seducción, la fuerza y la belleza permanentes- se adquieren las realidades correspondientes a esas imágenes y, con ellas, la felicidad individual. Es la utopía egoísta, utópica por partida doble: por pensar que se puede ser feliz a espaldas de los demás y por creer que la felicidad se puede comprar. Es la extensión a la vida entera de la crítica marxiana: la conversión de todo en mercancía que se compra y se vende en el mercado. El llamado consumismo es la carrera vana tras una felicidad engañosamente puesta en la incesante, utópica (in) satisfacción de cuantos bienes de consumo, más incesantemente aún, se lanzan al mercado; la apertura de un nuevo espacio, espacio socioeconómico y espacio felicitario, el espacio del consumo, estructuralmente insaciable; y el mejor invento contra el socialismo, desde dentro de él, desde la mentalidad y la apetencia de quienes se dicen, y se creen, socialistas.

He hablado en otras ocasiones de quienes militan en la Oposición y a su cabeza, como de los que esperan su turno de acceder al Poder. Igual ocurre, me parece, aunque mucho más modestamente, con quienes no son todavía consumistas: viven expectantes, arrastrados, como todos, por esa gran pasión colectiva de nuestro tiempo, en la esperanza, de llegar a serlo pronto.

Si, hoy por hoy, no sólo el Poder, también para los más, para quienes no aspiran a tanto -como eso, el consumo sin cesar, consumo más que de realidades, de símbolos de status, de símbolos eróticos, de símbolos de felicidad, es una tentación irresistible. La utopía que ayuda a vivir, cada cual en su pequeño mundo, a todos.

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