La democracia como método
Quisiera que los españoles sintiesen verdadero deseo de democracia. Espero muy poco de lo que no brota de esa realidad fontanal que es el deseo. Sólo de él puede nacer una democracia viva, jugosa, creadora, capaz de reconstituir y configurar a nuestro pueblo. (Se podría intentar el uso dé esta perspectiva para comprender por qué la democracia florece y prospera en unos países y no en otros, por qué en unos echa raíces, mediante las cuales se nutre de la sustancia profunda del país, y en otros se reduce a una planta en maceta, desarraigada y postiza, que el menor viento arrastra en un remolino de polvo y papeles sucios.)Nadie dice ahora que no es demócrata; se proclaman demócratas, muy especialmente, los que no lo son, para que la confusión sea mayor. Hasta los que profesan odio al liberalismo, se consideran demócratas, y así lo dicen repetidamente. Con cierto optimismo se puede pensar que la vigencia de la democracia es tal, que nadie se atreve a repudiarla o discrepar de ella. No alcanza a tanto mi optimismo. Si la democracia tuviese tan enérgica vigencia, más bien se callaría su nombre: no sería menester proclamarla, se la daría por sabida y supuesta. Pienso que más bien se trata de un tabú fenómeno bien distinto de la vigencia, más relacionado con la magia que con el pensamiento político. Aunque no siempre, el tabú se presenta como algo prohibitivo, negativo; con frecuencia, se trata de una mera fórmula con la que se salva algo impropio o impuro -algo no muy distinto de la expresión popular «con perdón»- que sigue a ciertos nombres que se consideran poco decentes o dignos. Una vez hecha la mención ritual de la democracia, se puede pasar a cualquier cosa que nada tenga que ver con ella -o que consista en su formal negación, como el partido - único, expresión tan contradictoria que sería graciosa si no fuera porque siempre acarrea graves desgracias.
La democracia afecta primariamente y por lo pronto a la soberanía. Cuando la soberanía recae, en el pueblo, es decir, el poder supremo le pertenece y tiene medios legales de ejercerlo, entonces hay democracia. ¿Es esto claro? No lo suficiente, porque habría que precisar qué es el pueblo, ese demos del nombre griego «democracia». Ocurre lo mismo que con la palabra «autodeterminación»; pase que sepamos qué es determinación, pero lo problemático es en cada caso el «auto», el autós o «mismo» que se determina. Sobre esto será menester pensar con algún rigor, si queremos llegar a alguna parte habitable.
Pero, una vez aclarada esa cuestión capital, quedan otras. Hay que afirmar enérgicamente que la democracia no es una solución. Se difunde intencionadamente esa idea para que la decepción sea inevitable y arrastre a la fe en la democracia. Cuando la democracia sea establecida, se verá que los problemas no quedan resueltos. ¡Naturalmente! Pero si se espera de ella una solución, acaso mágica, la desilusión, la impresión de fracaso, serán inmediatas. Que es lo que se trata de demostrar.
La democracia es un método para plantear los problemas políticos. He dicho «plantear», y, no resolver, porque no es seguro que muchos problemas tengan solución -podría enumerar uno cuantos que desde luego no la tienen, pero no es útil desanimar desde el principio-. Cuando un problema se plantea bien, se está en camino de resolverlo, o en todo caso se ha conseguido acercarse a una solución, o por lo me nos mostrar que no la tiene, con lo cual no se pierde tiempo en buscarla y se procura convivir con él, como se lleva una enfermedad crónica o el envejecimiento.
Pero esto quiere decir que la democracia puede ser buena o mala, es decir, se la puede usar bien o mal, inteligente o torpemente, con generosidad o mezquindad, con honestidad o corrupción. Es decir, que una vez implantada la democracia, lejos, de terminar los problemas, cm piezan. Lo que pasa, lo que me parece interesante, es que enton ces empieza a haber problema políticos. ¿Pues qué eran antes? -se dirá-. Cualquier otra cosa. En rigor, no eran problemas, porque un problema es algo que hay ahí delante de nosotros, con lo que tenemos que enfrentarnos para saber a qué atenernos y po der vivir una vida vividera.
Durante demasiado tiempo, en España no hemos tenido problemas políticos. Hemos tenido otras cosas: dificultades, molestias, presiones, amenazas, temores, privilegios, tentaciones. No problemas; nada que se pudiera resolver políticamente. Lo cual estaba unido, claro es, a la privación de la soberanía: por no ser los españoles dueños de su destino, no podían intentar resolver los problemas que ese destino plantea.
Si se mira bien, la situación que acabo de describir, más que un «régimen» es una enfermedad. No quiero decir, porque respeto a la verdad demasiado, que en España no haya habido un régimen durante cuatro decenios, ni que no hubiese más que enfermedad. Había un régimen, quién lo duda; pero no era un régimen político, sino meramente de administración y gobierno. Y España no era una enfermedad; pero estaba afectada por una enfermedad política, una enfermedad precisamente «carencial», como dicen los médicos: la carencia de política.
Esta situación está, por desgracia, muy difundida por el mundo. Lo cual no me consuela nada: mal de muchos, consuelo de tontos. Lo grave es que aproximadamente dos tercios de los países que integran las llamadas Naciones Unidas -y seguramente me quedo corto- carecen de regimenes políticos y padecen esa enfermedad carencia¡, que además es activamente contagiosa, ya que los que la sufren intentan inocular a los demás.
Repásense los esfuerzos que se están haciendo en España para que en la llegue a haber democracia, y los que se hacen al mismo tiempo para que no llegue a haberia. Media hora de reflexión sobre esto contribuiría a que cada español aclarase sus ideas sobre punto tan importante. Ante cada propuesta política, cada decisión de gobierno, cada artígulo o discurso, cada declaración, asamblea, cada alianza, cada huelga, cada amenaza, trátese de determinar si nos acerca a la democracia o nos aleja de ella o intenta dinamitarla.
Preguntémonos, sobre todo, si cada uno de esos actos o gestos nos aumenta el deseo de democracia o nos quita la gana de ella, nos desilusiona a prior¡, nos desalienta. Si ocurre lo segundo, sea cualquiera el pretexto, hágase en nombre de lo que sea, a lo que se va es a la destrucción de la democracia. Porque ésta no es más que un instrumento, una herramienta un enser que hay que utilizar, del cual hay que servirse. La democracia no es algo que se declara o proclama, sino algo que se usa. Y que se usa todos los días, en el detalle de la vida política, hasta que se convierta en su órgano habitual, de tal manera que no haga falta ni siquiera hablar de ella, sino ejercerla comoquien respira.
Pero he dicho de la vida política: ese es, en efecto, el lugar de la democracia. Hay que desconfiar de los que quieren, llevar la democracia a todas partes, porque son los más profundos y sutiles antidemócratas. ¿Cómo puede ser esto?, No puede estar más claro: basta con precisar en qué consiste la maniobra. Si se lleva la democracia a aquellas dimensiones y zonas de la vida que nada tienen que ver con ella, fracasará; más aún, tendrá un efecto destructor, devastador, que engendrará el desprestigio, la hostilidad, tal vez el asco. Entonces, se volverá la espalda a la democracia, se la eliminará de la política, que es lo que se trataba de conseguir, lo que se ha conseguido tantas veces.
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