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Sobre el futuro de la Bolsa

Al concluir 1976, el índice de la Bolsa de Madrid reflejó un descenso en las cotizaciones cercano al 30%. La baja fue continua, si se exceptúan las escasas semanas transcurridas desde mediados de abril a mediados de mayo, período en el cual el índice saltó de 83 a cien. Esta recuperación, que aprovechó sólo a los enterados, constituye el mejor ejemplo de cuáles pueden ser los resultados de una intervención oficial carente de objetivos económicos; intervención que, por fortuna, ha cesado prácticamente desde el pasado otoño. 1976 puede clasificarse, pues, como un año negro para el inversor, como lo ha sido también para la economía española en general. Dicho esto, cabe preguntarse si el barómetro que es la Bolsa no ha reflejado la influencia de agentes desestabilizadores -por utilizar el término tan en boga- que acentuaron con su intervención la natural tendencia a la baja. Pero aparte de los oscuros designios que hayan podido guiar a estos grupos, la maniobra resultó factible por la existencia de una serie de defectos del mercado de capitales. Paradójicamente, los mismos defectos que años atrás reforzaron la tendencia alcista del índice -dando al pequeño inversor una sensación exagerada de posibles beneficios fáciles y seguros- son los que ahora están acentuando injustificadamente los impulsos a la baja y sumiendo al ciudadano medio en un clima casi apocalíptico de pérdidas continuas.

Este escenario -palabra también muy de moda- suscita tres tipos de comentarios. Para empezar, es hora ya de comprender que una acción no es ningún papelito magico del que, como la lámpara de Aladino, brote siempre dinero y venturas. La acción es sólo la documentación de un derecho a participar en la corriente de beneficios -o pérdidas- generada por la actividad de una empresa. En cuanto tal, su precio viene determinado fundamentalmente por dos factores: 1) las perspectivas pasadas y futuras del negocio de la empresa; 2) la evolución esperada de una serie de fuerzas relativamente mal conocidas, que se materializan en la exigencia de una prima de riesgo por quién invierte en acciones en lugar de hacerlo en otro tipo de activos, ya sean éstos obligaciones o párcelas urbanizables.

Dichos factores imprevisibles tienen mucho que ver con cuál pueda ser la evolución de nuestra economía en 1977. El catastrofismo es hoy moneda corriente al analizar las perspectivas económicas del año entrante. Sin pretender ocultar las dificultades, convendría diferenciar entre las que responden a la evolución desfavorable de los factores puramente económicos y aquellas debidas a la ausencia de una política económica mínimamente eficaz por parte de los gobiernos Arias y Suárez. La mejoría futura de las perspectivas será necesariamente lenta en los problemas engendrados por el primer grupo de factores -leáse. por ejemplo, paro y déficit por cuenta corriente-, pero pueden mejorar con rapidez las posibilidades de solución en 1977 de aquellos en que un acuerdo político entre el Gobierno y la Oposición democrática haría factible la consiguiente toma de conciencia pública respecto a la gravedad de la situación económica del país, así como de la necesidad de tomar medidas eficaces para solventar los estrangulamientos más perentorios -reducción de la inflación, moderación del gasto interior a fin de exportar más, mejora de la productividad, evitación del actual despilfarro energético, etcétera.

Sobre estas bases, el futuro de la Bolsa no tiene por qué ser tan lúgubre como hoy en día parece. Es cierto que se han terminado para siempre las posibilidades de ganancias espectaculares; como lo es el que algunas empresas que hasta ahora eran rentables gracias al clima artificial en que vivían, dejarán de serlo al desaparecer aquél. Muchas otras, sin embargo, seguirán constituyendo un buen negocio.

La consecuencia más palmaria de todo lo dicho hasta aquí es que la Bolsa puede seguir ofreciendo posibilidades de inversión razonables al convertirse en un mercado más eficiente.

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