La segunda salida
Por primera vez desde el 16 de febrero de 1936 se ha hecho en España un ensayo de democracia, el 15 de diciembre de 1976. Todavía no es la democracia misma, pero sí un ensayo general, «con casi todo», que permite conjeturar cómo va a ser la primera representación verdaderamente pública. Vale la pena pensar unos minutos sobre ello.Creo que el país ha entendido el referéndum como una convocatoria para la democracia. Sin demasiadas precisiones, que vendrán luego, cuando se ponga efectivamente en marcha; ahora se ha decidido, simplemente, ponerla. Por lo visto, a algunos esto les parece poco; a mí me asombra considerablemente que se haya logrado en el plazo de un año.
La mayoría de los españoles se han lanzado con avidez sobre la recién estrenada posibilidad de votar. Pero -se dirá- de votar ¿qué? En mi opinión, dos cosas; la primera, la liquidación del régimen anterior (sin incluir, «de pasada», la de la realidad efectiva de España en esta fecha); la segunda, la proclamación de que la soberanía reside en el pueblo español, al que se devuelve la capacidad de decisión sobre su futuro político. A esto han dicho sí las tres cuartas partes de los españoles
¿Y los demás? De cada cuarenta, uno ha dicho no. ¿Quiénes son estos votantes? Los que siguen siendo partidarios del régimen pasado (no los que antes lo preferían a otro o lo aceptaban o se resignaban a él). Por supuesto, esos votantes están en su derecho, y si va a haber democracia no hay nada que reprocharles; lo que hay que hacer es contarlos; ahora sabemos cuántos son. Otros tantos, es decir, otro de cada cuarenta, han votado en blanco, es decir, han expresado reservas o dudas o deseo de no responsabilizarse. Han votado sí veintinueve. No han votado, nueve.
¿Cuántos, simplemente, no han votado, es decir, se han que dado en casa, porque estaban enfermos, o tenían quehaceres urgentes, o no les interesaba, o eran muy viejos, o no se han enterado bien, o no se fiaban? ¿Cuántos han renunciado a votar por algún temor, desde el «qué dirán» hasta otros más concretos? ¿Cuántos, finalmente, han practicado esa «abstención activa» -paradójica, inquietante expresión- tan insistente y enérgicamente recomendada por una mayoría de los partidos políticos? No es fácil saberlo. En los países democráticos, la abstención normal es variable; suele oscilar entre el 20 y el 40%. Sin duda, una parte de ese 22.5% de abstención el 15 de diciembre se ha de atribuir a una decisión política; pero intentar cuantificar esa porción es una ligereza.
Lo que resulta claro es que la voluntad de los partidos ha influido muy poco en los votantes. Los partidos políticos más activos y beligerantes han promovido el no o la abstención activa; los resultados han sido terriblemente minoritarios, exiguos en el primer caso. ¿Se dirá que los partidos que han aconsejado el voto afirmativo han tenido mayor eficacia? Creo que tampoco; no creo que sean muchos lo que han votado sicomo una posición partidista, sino previa a todo partido.
Que los partidos digan que tienen gran peso en la opinión me parece normal -aunque yo no sería capaz de hacerlo-; que lo crean me preocuparía vivamente. Hoy por hoy, son partidos de políticos más que partidos políticos; están compuestos de hombres (y algunas mujeres) preocupados de política, interesados por la política, profesional mente envueltos en ella. Se dirá que son -con un término francés que me inquieta, un poco- «cuadros»; o bien «activistas»; se añadirá que eso es lo que tiene que haber para organizar los partidos, que en su día movilizarán a los ciudadanos.
No estoy seguro de que esto sea válido. Tantos años de dictadura, de ausencia total de vida política, son muy graves; añádase a ello que buena parte de los actuales hombres de partido proceden de convicciones que tienden a eliminar todos menos uno, que sólo provisionalmente juegan el juego -tan serio- de la democracia. La tendencia dominante hoy es la de organizar grupos políticos destinados a controlar a los diversos fragmentos de la opinión nacional, es decir, a llevar a los españoles a tal o cual postura o actitud. Pero esto es ilusorio, y ya hemos empezado a verlo hace unos días.
La función de los partidos, a mi entender, es otra. Tienen que descubrir, expresar y articular las apetencias políticas de los ciudadanos; tienen que ponerse al servicio de éstos (un servicio que consiste, como tantas veces, en una función rectora) y no al revés: no pueden pedir a los españoles que se pongan al servicio de los intereses, las preferencias o las manías de los grupos políticos.
La primera salida de los partidos políticos españoles no ha sido afortunada -sobre todo, claro es, de los adversos al referéndum en una u otra forma- Algunos se alegrarán de ello; yo, que no soy ni voy a ser hombre de partido, lo deploro profundamente, porque los partidos son necesarios. Una «democracia sin partidos» es tan imposible como con uno solo. Se ha hecho el ensayo, por lo demás, y es lo que se ha llamado durante decenios, con no poca irrisión, «democracia orgánica»; por cierto, algunos de sus antiguos adversarios parecen querer resucitarla con otras formas y otros beneficiarios: hablan contra las elecciones (ya se usó en Portugal, peyorativamente, la palabra «electoralismo»), en lugar de los partidos nos proponen los «barrios», como hace poco nos proponían la familia, el municipio y el sindicato. Se trata siempre de que la política la hagan las agrupaciones humanas, que no son políticas (es decir, que no haya política sino manipulación).
La política la tienen que hacer los partidos; pero éstos tienen que contar con la opinión de los españoles: más aún, tienen que nacer de esa opinión. Por eso, lo primero que hay que hacer espreg untarse qué quieren los españoles. No vaya a resultar que las fórmulas prefabricadas que se les ofrecen -o muchas de ellas por lo menos- no les interesan, no los atraen, por supuesto no los entusiasman.
Es urgente que se ofrezcan opciones actuales, reales, incitantes a los hombres y mujeres de España. Don Quijote volvió maltrecho y apaleado a los pocos días de iniciar su primera salida por los campos de Montiel. Aconsejado por el Ventero, se cuidó luego de proveerse de «dineros y camisas» y buscó el apoyo y ayuda de Sancho Panza. Su segunda salida lo llevó mucho más lejos y no estuvo privada de triunlos y, en todo caso, de gloria. Al acabar el año decisivo de 1976, los partidos políticos españoles son muy poco, no movilizan al país, tienen muy escasa fuerza. Si se dan cuenta de ello y extraen las consecuencias oportunas, si auscultan el país que pretenden regir y lo respetan profundamente y lo sirven con lealtad, si articulan con escrupulosa fidelidad y espíritu de concordia sus múltiples diversidades, si no olvidan que España es un cuerpo vivo de extrernada sensibilidad y coherencia, que a veces enmascara engañosamente, podrán hacer en 1977 una salida nueva, apoyados por el entusiasmo, y abrir, como quien descorre un telón, el futuro político de España.
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