"Mitterrand da muy malos consejos a los socialistas españoles"
EL PAIS. Se ha hablado mucho de las supuestas identidades entre el régimen autoritario de Oliveira Salazar en Portugal y el régimen de Franco. A su juicio, ¿existió algún paralelismo?
—R. A. El régimen de Oliveira Salazar fue personalista, antidemocrático y arcaizante. Pero no era desde luego, un régimen fascista. Se trataba de una organización que deseaba ser benévola y terminó convirtiéndose en policial. Si se compara con el régimen del general Franco, las diferencias son más numerosas que los paralelismos. Franco llegó al poder tras una guerra civil terrible, como vencedor y representante de uno de los bandos. Salazar, no. Por otra parte, el desarrollo social de ambos regímenes difiere considerablemente. España es un país que en los últimos diez años logró participar del bienestar occidental, y paulatinamente se modernizó hasta el punto que hoy su estructura social es semejante a la de cualquier país europeo. El trasvase de ciudadanos a través de las fronteras —emigración y turismo— abrió considerablemente el país hacia otros horizontes, cosa que, pese a todo, no sucedió en Portugal. El régimen de Franco era en sus últimos tiempos —y pese a ciertos acontecimientos que están en la mente de todos— relativamente permisivo. Y maigré lui preparó al país para acceder a una sociedad democrática y pluralista. En nuestra época todos los regímenes autocráticos que no se basen sobre una organización ideológica o partidaria estricta, son incapaces de suprimir el pluralismo.
Ambigüedad y reforma
EL PAIS. ¿Cree usted que nuestro país camina hacia la democracia? ¿Qué opinión tiene de la política reformista impulsada por el Gobierno del señor Suárez?
—R. A. Yo soy en este asunto un espectador comprometido. Y como tal, respondo. La experiencia española actual es singular. Los sucesores designados por Franco se esfuerzan ahora en salvaguardar las libertades personales y establecer después las libertades políticas. Pero este proceso no es fácil y depende de la habilidad de quien conduce la operación en primer lugar y de la prudencia de los actores. Se trata de lograr la tolerancia de los extremos (derecha e izquierda), que deben renunciar a sus posiciones maximalistas, lo que resulta complicadísimo. El papel del Soberano aparece como fundamental, precisamente por su ambigüedad.
EL PAIS. ¿En qué radica la ambigüedad de la Corona? ¿Puede convertirse esta ambigüedad en un elemento positivo y estabilizador?
—R. A. Yo creo que sí. Distinguiría tres tipos de ambigüedades que se complementan. En primer lugar, la del origen. El Rey ha sido designado por Franco y de, alguna manera es su heredero. Pero también encarna la «otra legitimidad» —segunda ambigüedad— defendida por los legitimistas. La tercera ambigüedad es que pese a las dos que anteceden, el Soberano desea ahora conseguir la legitimidad del pueblo. Quienes propugnan cualquiera de estas legitimidades, disienten de las dos restantes. Pero el país no podrá reconciliarse consigo mismo si no es capaz de integrar estas tres ambigüedades, aparentemente contradictorias. Sólo así se logrará la paz civil y la reconciliación.
EL PAIS. ¿Cree usted que la alternativa se encuentra, entonces, entre la reforma y el continuismo?
—R. A. No se pueden borrar casi cuarenta años en la vida de un país. Cuarenta años en los que el poder, muy probablemente sólo representaba a una parte de los españoles, pero que todos los españoles (salvo los exiliados) vivieron y que por tanto les conciernen. Por eso la idea de ruptura o depuración es peligrosa. Si el proceso democrático se consolida, la ruptura con el régimen anterior será una realidad. La dificultad estriba en que los españoles, como los franceses, se apasionan por las ideas y no por las realidades. Y que a veces la izquierda responde a los excesos del viejo régimen con un vocabulario parecido.
EL PAIS. La eventual entrada de España en Europa, ¿servirá para consolidar el sistema democrático que se proyecta? ¿Qué fórmulas de participación de España en Europa le parecen más viables?
—R. A. Yo distinguiría tres formas diferentes, para la integración de España en Europa. En primer lugar, el intercambio de personas y cultura que se está realizando desde hace años y que, creo, va dando sus frutos. Después, la participación económica con la entrada en la CEE. Es una decisión que depende sobre todo de los españoles, y que Francia apoya por razones de conveniencia política. Hay problemas económicos, difíciles de resolver y el impacto será mucho menos importante de lo que tal vez se crea, pero la integración española en la Europa Económica me parece inevitable. Por último, está la integración militar atlántica, a través de la OTAN, que hasta ahora no ha sido posible por las características antidemocráticas del régimen anterior. Semejante integración, que puede producirse antes que la economía, serviría tal vez para revisar y mejorar los pactos militares bilaterales que España debió firmar en otras épocas y que en el futuro tendrán que ser discutidos.
Todo esto será posible si por fin se implanta en España un régimen de participación democrática, donde la asamblea elija al Gobierna, y sólo así éste será respetado y eficaz. Yo veo a los españoles un tanto obsesionados con los problemas de la transición, lo que resulta hasta cierto punto lógico. Pero la verdadera prueba vendrá después, una vez que se instale y comience a funcionar un régimen representativo.
EL PAIS. ¿Qué opinión tiene del eurocomunismo? ¿Habrá servido para mejorar la imagen de los partidos comunistas occidentales y acabar con el anticomunismo de guerra fría?
—R. A. Somos nosotros, los no comunistas, quienes hablamos de eurocomunismo. Los comunistas no utilizan este término. Si he de ser sincero debo decir que cuando los hombres y los partidos han mantenido durante tanto tiempo ciertas actitudes, me resulta muy difícil convencerme dé que no las mantendrán en el futuro. Provisionalmente los comunistas nos dicen que desean emplear otros medios para llegar a los mismos objetivos. Me gustan los nuevos medios pero siguen sin gustarme los objetivos. Por otra parte no pueden homologarse los tres partidos eurocomunistas. Entre el francés y el italiano, por ejemplo, subsisten grandes diferencias.
EL PAIS. ¿Considera usted, entonces que nada ha cambiado en los partidos comunistas del sur de Europa? —R. A. Hoy los comunistas, para ganar las elecciones se distancian del modelo soviético, que ha dejado de fascinarles, como en otras épocas menos plácidas. Es un hecho importante. Pero hay tres factores que no parecen haber variado: en primer lugar, los eurocomunistas siguen defendiendo el llamado centralismo democrático, que consiste en la imposición de una línea desde el estado mayor del partido. Además, no han renunciado a las formas de filtración en los más diversos organismos e instituciones como si su estrategia global no se dirigiera más que a la toma del poder por medios antidemocráticos. Por último, y exceptuando los temas europeos donde hay una clara diferenciación, los comunistas del sur de Europa siguen sosteniendo la línea política y diplomática de la Unión Soviética como la única válida.
Socialistas y comunistas
EL PAIS. La estrategia de unidad de la izquierda (bastante avanzada en Francia, en génesis en otros países) ¿conducirá a socialistas y comunistas, juntos hasta el poder?
—R. A. En lo que concierne a Francia le diré que la «Unión de la Izquierda» tiene bastantes posibilidades de ganar, pero ninguna de gobernar. Mitterrand está dando muy malos consejos a los socialistas españoles al decirles que se alíen con los comunistas. Los socialistas del sur de Europa deberían a su revolucionarismo y convertirse en verdaderos partidos democráticos, reformistas, socialdemócratas. Si desean transformar la sociedad de arriba abajo, fracasarán inevitablemente. España, por ejemplo, no podrá ser gobernada en el futuro por un nuevo frente popular. Para los socialistas jugar la carta del frente popular es prepararse para permanecer en la oposición permanentemente. Palme y Mitterrand se equivocan cuando dicen que volverán los frentes populares. Hoy las decisiones fundamentales no se toman a nivel nacional, sino internacional. Si nuestros países quieren seguir formando parte de eso que se llama la sociedad occidental capitalista o «burguesa» (depende de quien lo diga) no podrán cambiarse radicalmente las estructuras sociales e internacionales que la mantienen en pie. Esos cambios radicales son imposibles y los socialistas debían entenderlo, y convertirse en partidos que aspiran al poder, no a la frustración.
EL PAIS. Parece indudable que la crisis económica internacional ha tenido, está teniendo y tendrá consecuencias políticas muy importantes, ¿hasta cuándo se extenderá?
—R. A. Yo creo que en el tema de la crisis se han confundido dos o tres nociones, y varios fenómenos diferentes. Entre el segundo semestre de 1974 y el primer semestre de 1975 hubo una baja aproximada del 15% en la producción de los países occidentales, como producto de la inflación incontrolada que se arrastraba de 1973. Al mismo tiempo se produjo un aumento del desempleo. Tras el segundo semestre de 1975 y hasta la primavera de 1976 hubo una cierta reprise o recuperación en la RFA, USA y Francia. A partir de ese momento el crecimiento se estanca y los especialistas en estos temas no saben muy bien si habrá una nueva caída o si se trata, simplemente, de una estabilización. La palabra crisis es un tanto equívoca, porque para algunos es simplemente la baja momentánea de la producción y para otros la prueba de que nuestra sociedad no es viable. Yo creo que tenemos todavía varios años de crisis, es decir, que no será fácil de recuperar la opulencia de otras épocas, entre otras razones porque el tema de la energía está todavía sin resolver. Y que las dificultades continuarán hasta los años ochenta. Pero no conviene exagerar ni ser apocalípticos. Para nadie es un secreto que Occidente vive en una situación peligrosa, y especialmente Europa, en cuyas fronteras está estacionado un poderoso ejército que crece sin cesar. ¿Quiere eso decir que estamos acabados, que nuestro proyecto de sociedad pluralista no se mantendrá? Pienso que no. Pienso que nuestra sociedad occidental, a lo largo de su historia, se ha hecho en la crisis y se ha reafirmado en las dificultades. Así pues, soy pesimista en algunos aspectos y optimista en otros. Pero no creo en la débacle.
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