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México, ante la nueva política económica

La futura política económica de México es un secreto muy bien guardado. El presidente electo apenas ha dicho algo sobre lo que piensa hacer. El hermetismo es desesperante. Pronto saldremos de dudas, y estamos más pendientes de lo que nos diga el primero de diciembre que el corazón de doña Inés de los labios de don Juan.En realidad, lo único que ha traslucido en la prensa de sus ideas es que no considera que la pequeña propiedad agrícola ofrezca los resultados económicos que el país necesita; que en las empresas paraestatales «no siempre la racionalidad ha sido el patrón», que habría austeridad y disciplina en el gasto público, así como fomento del ahorro. Obviamente, esto no quiere decir mucho respecto a la política futura, y cada cual puede interpretarlo como quiera. De hecho, ya existen varias interpretaciones.

Quizá López Portillo, aún en su campaña, no haya querido decir lo que piensa hacer para no criticar la política (lo que cambiaría) y las actitudes (el estilo de gobernar), de quien lo hizo candidato del partido oficial. De todos modos, deshacer la maraña socioeconómica que se ha creado va a costar mucha sangre, mucho sudor, mucho trabajo y muchas lágrimas, no bastan paños calientes. Se equivocan quienes piensan en México (y son muchos empresarios) que con un fuerte giro a la derecha, orden impuesto por la fuerza pública y una ayuda de Estados Unidos a cambio de un aumento sustancial de la exportación de petróleo (que consideran fácil) y una buena acogida a la inversión directa extranjera, todo queda arreglado y tendremos en un plazo breve, de pocos meses, el comienzo de una nueva etapa de prosperidad sostenida con base en la inversión privada.

Es posible un giro hacia la derecha en el sentido de que el sector público no continúe diversificando su esfera de acción y se detenga la satanización de la iniciativa privada, de los empresarios, por altos funcionarios o de que se emplee menos terminología marxista, pero no creo que pase de ahí. Es posible que la necesidad imperiosa de exportar más y de endeudarse menos en el exterior estimule un ritmo mayor de aumento de la producción de petróleo que el presente (a costa de ensombrecer el futuro de largo plazo) y la atracción de inversiones directas extranjeras en industrias de exportación. Es posible que tengamos más rigor en el gasto del sector público. Pero esto no basta, y las demás cosas que se necesitan no son siempre lo más deseado por los grandes de la iniciatíva privada.

El estímulo a la inversión privada, que es necesario, sin duda, ha de ir acompañado de un crecimiento muy sustancial de la recaudación fiscal. Sin ello persistirán los déficits del sector público y éste tendrá que reducir considerablemente sus gastos. Lo primero es incompatible con la estabilidad de precios y el equilibrio de la cuenta corriente de la balanza de pagos (y por tanto con el mantenimiento de un tipo de cambio estable), y lo segundo es incompatible con una política de empleo, cuyo crecimiento sustancial, si no es que su simple mantenimiento, no puede basarse en la inversión industrial privada, si es que esta ha de ser productiva de utilidades y, consiguientemente, de ahorros.

El crecimiento de la recaudación fiscal, para poder sostener o acrecentar el gasto público sin mayor endeudamiento, se ha convertido en el aspecto más importante de lo que debería ser la política económica mexicana, como consecuencia del aumento excesivo de la población. No es creíble que la solución esté sólo en mejorar la recaudación con base en evitar la evasión de impuestos, y tampoco es socialmente tolerable que los aumentos de éstos o las reformas fiscales vuelvan a afectar mayormente a las clases medias, como hasta ahora. Quizá sea cierto que el grueso de los incrementos de recaudación tenga que seguir viviendo de esas clases medias, pero la tolerancia de estas puede estar en razón directa de lo que se grave a los ingresos más altos.

Si los grandes no aceptan «sacrificarse» no se ve cuál sea la salida económica o social del país.

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