Los toreros no deben designar a los asesores
Entre las propuestas de reforma del reglamento taurino que presenta la Agrupación Sindical de Matadores, Novilleros y Rejoneadores, hay una, referente a los asesores de las corridas, especialmente discutible: sugiere que sea ella la que los designe, con lo cual se desvirtuaría de raíz la propia finalidad del asesor. El asesor no se justifica por sí solo. Se es asesor de alguien.El asesor emite consejo o dictamen a una autoridad superior. En los toros, esta autoridad es el presidente, a quien le asisten un asesor veterinario y otro, antiguo profesional del toreo. El presidente es en la plaza el árbitro y establece el equilibrio entre los grandes sectores que configuran el espectáculo: público, empresa con cuanto ésta comporta, ganaderos, lidiadores.
En teoría, quizá fuese acertado que el presidente tuviera la asesoría necesaria por cada uno de los sectores, aunque también es verdad que el palco quedaría convertido entonces en una cámara multitudinaria (acaso tumultuaria en los desacuerdos), quizá excesiva para la concurrencia de espectadores que a veces se alcanza: en ocasiones habría más gente en la presidencia que en los tendidos. La práctica dice que con un veterinario y un torero bastan, y aun el último quizá esté de más, porque en el presidente deben concurrir todos los conocimientos de lidia suficientes (que no tienen por qué ser prácticos), más los del reglamento, y faltan por demostrar que otro experto en las mismas materias sentado a su vera aporte mayor calidad a las decisiones.
Pero dando por buena la permanencia de los dos asesores tradicionales, es tan crucial la objetividad y capacidad técnica de éstos como su designación. Porque no puede partir de sectores interesados, a no ser como riesgo de que, en la práctica, aparezca en el palco no tanto un asesor, como un embajador de aquéllos. Ni el asesor torero es aconsejable que deba el cargo a los matadores, ni el veterinario el suyo a los ganaderos. Precisamente para que el equilibrio que personifica el presidente no se rompa, en beneficio de una parte, y en detrimento, en último extremo, del rigor formal que debe imperar en el espectáculo, para bien de todos, por supuesto público incluido.
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