Nacionalismo y federalismo
Hacia la época en que se proclamó la República, en 1931, parecía estarse superando ya el tardío nacionalismo español que la generación del 98, con su exaltación de Castilla, había llevado al punto más alto, no sólo teórica, sino también estética y emocionalmente. Creo que, dentro de la historia del pensamiento español, correspondía -hubiera correspondido- a los hombre de mi generación la tarea de formular una nueva actitud frente al complejo político-social, donde habíamos nacido, desarrollando una visión más acorde con las nuevas circunstancias mundiales. Pero el resultado de la guerra civil impuso, en ese como en tantos otros aspectos, una regresión, que en el orden literario se expresa con la recaída en el casticismo, sus lugares comunes, su temática y sus amaneramientos; en el orden político doctrinal, con la retórica del falangismo, y en el orden de la práctica con la intensificación de una estructura de centralismo autoritario cifrado en un caudillo por la gracia de Dios.
Nacionalismo españolista
Aislada y puesta a hibernar dentro de esta alcaizante, seca y dura caparazón intelectual y política, la sociedad española se fue transformando calladamente en una moderna sociedad industrial comparable a la de los demás países del occidente europeo, para quienes las viejas ideologías, convertidas en mera cobertura del pragmatismo político, han perdido verdadero significado histórico. Pero no por esto puede ignorarse que, residualmente, el nacionalismo español castellanista sigue dando fuertes coletazos; sin duda que para una parte muy considerable de la población sus fórmulas ejercen un fuerte tirón sentimental. Mientras no se le excite, lo más probable es que languidezca en el limbo de las frases hechas; pero, provocado por los nacionalismos locales, podría asumir caracteres de agresiva peligrosidad, conduciendo, incluso, a una idealización de la era franquista, cuya etapa de florecimiento económico, haciendo olvidar las miserias anteriores, querrá compararse con las dificultades del momento actual. Claro está que, racionalmente, ni aquella prosperidad puede agradecerse a un régimen refractario a la modernización del país, ni las consecuencias de la depresión que se inició hace años y bajo el mismo régimen, es culpa de los gobernantes de hoy: son coyunturas de amplio radio y poco manejables para cualquier gobierno; pero, ¿quién le va con racionalidades al vulgo?
Dejemos esto a un lado. Lo que me interesa señalar es que, en fin, el nacionalismo españolista existe, como existen los nacionalismos locales o regionales, y se propone a sí mismo como respuesta a la cuestión de la estructura interna que en este momento constituyente haya de asumir el Estado español, y de cuál haya de ser la distribución de poderes en su seno. ¿Sería en efecto una respuesta adecuada? ¿Constituiría una solución aceptable de ese problema constitucional? Si partimos del supuesto de un régimen democrático con libertades públicas, según corresponde a una realidad social alcanzada ya por España, habremos de reconocer que esa pretendida solución no es tal. Desde el momento en que amplios sectores de la opinión pública rechazan la centralización extrema del poder y reclaman autonomías locales, el intento de aplicar -de continuar aplicando- a ultranza los criterios centralistas obligaría al ejercicio de una violencia desmedida por parte del Gobierno, ocasionando conflictos de gravedad creciente, cuyo desenlace no podría ser otro, a la postre, que, o bien la desintegración del Estado, o una vuelta a la dictadura, es decir, la renuncia a la democracia.
Los regionalismos
Por otro lado, también existen en el país los nacionalismos regionales que, sobre la misma base doctrinal en que se apoya el nacionalismo español castellanista, reclaman la soberanía e independencia para tales o cuales zonas del actual territorio; con matices diversos, éste sería su desideratum, derivado como lógica consecuencia de sus principios. Y ateniéndonos a ellos, esto es, desde la doctrina nacionalista, la polémica de los nacionalismos no puede resolverse. ¿Es Cataluña una nación? ¿Es Vasconia una nación? ¿Lo es España? Pero, ¿qué es una nación? La teoría de las nacionalidades surgió en Alemania (y cabe fijar con exactitud la fecha de su nacimiento: 1808, que es la de los Reden an die deutsche Natión, de Fichte) con una función integradora y aglutinadora de los pueblos de lengua teutona contra Napoleón. Se suponía que la lengua era el depósito y la expresión del espíritu nacional, y que cada nación, con un espíritu peculiar y único, tenía derecho a afirmarse como Estado soberano; y así operó el nacionalismo hacia la constitución de unidades políticas más amplias y sólidas (unificación de Alemania y de Italia, particularmente) durante los dos primeros tercios del siglo pasado, hasta que empezó, pasada su sazón histórica, a funcionar en dirección opuesta, hacia la desintegración que culminaría al término de la primera guerra mundial con la proliferación de pequeños Estados nacionales en Europa central y oriental. Surgido, como todas las doctrinas políticas, dentro del campo de la historia, alrededor de unas condiciones concretas que le prestan su sentido positivo, puede subsistir, pasada la sazón, como reliquia capaz de actuar en, forma negativa, Así hoy funciona sobre todo como el instrumento que pueblos ajenos a la civilización occidental y pertenecientes a civilizaciones tan incompatibles con la idea de nación como la hindú o la musulmana, pero penetrados por el colonialismo, adoptan del arsenal intelectual de sus explotadores para incorporarse, luchar contra ellos y asumir un perfil en el mundo actual. En este sentido, diría yo que es una teoría falsificada; y su falsificación puede advertirse bien, pues ahí se hace demasiado burda, en la alianza ahora tan frecuente entre el nacionalismo y el marxismo, que le es incompatible en principio.
Federalismo
Pues bien, el romántico y trasañejo nacionalismo -ya sin ninguna conexión real con el mundo en que vivimos y sus problemas es lo que proclaman en España como solución a las tensiones culturales internas, tanto quienes se aferran a los tópicos del centralismo castellanista, como también quienes reclaman un Estado independiente y soberano para tales o cuales regiones de la Península, se declaren o no explícitamente separatistas. Unos y otros, en lugar de esforzarse por pensar con flexibilidad y realismo acerca de las condiciones inmediatas, vivas y actuales de nuestra situación presente, quieren aplicar a ésta viejas recetas que Ojalá no resultaran contraproducentes, sino simplemente inocuas.
En cuanto a la fórmula federalista, ¿qué decir? En presencia del hecho de que ciertos territorios del Estado español tienen tradiciones culturales muy ilustres distintas de la castellana no faltan quienes propongan resolver el conflicto mediante una receta distinta y no menos añeja ni menos peligrosa: la del pacto federal.
Del federalismo puede observarse lo mismo que antes se dijo del nacionalismo: su función histórica inicial fue integradora; por él se agruparon y reunieron unidades políticas menores para formar otras más grandes y poderosas. El ejemplo de los Estados Unidos de América es el más notorio. Sus bases ideológicas no vienen ahora al caso, y por cuanto a España se refiere, bastaría con recordar como más señalada la obra de Pi y Margall sobre Las nacionalidades. De cualquier manera, lo que en estas fechas pudiera llevar a una consideración de semejante estructura política no serían los principios doctrinales, sino el deseo de resolver a través de ella el difícil problema de las diferencias culturales dentro del Estado, encajándolas dentro de un esquema simétrico.
Los inconvenientes
El inconveniente está en que esa simetría se aviene mal con las diferencias reales observables en la sociedad española por lo que respecta al perfil cultural de zonas distintas, de modo que aquello capaz acaso de satisfacer las aspiraciones comunes de tal región sería forzada incomodidad impuesta, en otras donde el sentimiento de autonomía sólo artificialmente puede fomentarse, dando ocasión y pábulo a toda clase de insensateces. Pero con todo, no sería ése el inconveniente mayor. El inconveniente mayor estaría en que la multiplicación de instancias burocráticas y de competencias oficiales en una pluralidad de Estados con sus poderes legislativo, ejecutivo y judicial -celosos, claro está, de sus respectivas jurisdicciones y esferas de competencia- dentro del Estado federal que los englobara a todos, constituye una carga económica insoportable y -lo que es peor- un entorpecimiento que la vida moderna apenas puede sufrir. Quienes hayan vivido o vivan en los Estados Unidos saben por propia experiencia a qué me refiero. El Estado federal se estableció aquí para reunir por su propia iniciativa a las antiguas colonias, y se mantuvo, una vez consolidado, como instrumento para la incorporación de nuevos territorios. Dentro de la mitología política de este país, se supone que el federalismo constituye una garantía más de la libertad, y nadie piensa en eliminarlo: la sola idea despertaría un clamor de indignación. Y sin embargo, en la práctica, la unificación del territorio nacional y de la sociedad norteamericana se ha consumado en un grado superlativo por efecto de su propio crecimiento y de las líneas generales de su despliegue económico, que requiere poderosísimas palancas y ha dado lugar a una casi increíble movilidad de la población. En lo que más importa, las barreras del federalismo resultan demasiado débiles para impedir que se cumplan las exigencias del desarrollo nacional; pero en la medida en que ese federalismo no se ha convertido en pura ficción -es decir, en el obligado formalismo legal y administrativo- esas barreras son, en cambio, lo bastante fuertes para ocasionar situaciones absurdas que obligan al subterfugio o al rodeo, o bien a resignarse y padecer los efectos, no siempre meras molestias, nacidos de ellas. Parece, por ejemplo, racionalmente inconcebible que, a veces, el paso de un puente, el avance de unos metros por la carretera o, incluso, el cambio de acera en una calle convierta en delito lo que es lícito en el Estado vecino; que las leyes de divorcio varíen, y mucho, según los Estados; que las regulaciones relativas al automóvil con que la gente recorre el país en todas direcciones sean diferentes según la localidad...
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.