Pólíticas y palabras
«YO NO soy fascista, soy fascistólogo», rugió en la embriaguez de la polémica un fundador del Partido Unico. En otra tertulia reciente, un joven intelectual se interrogaba: «¿Marxista yo? Quizá un punto marxiano».«Yo no soy de la derecha, pero estoy en la decrecha», explicaba un empresario exitoso.
«Soy un liberal reprimido», argüía en pleno franquismo un jerarca con mala conciencia. «No soy de derechas ni de izquierdas», dicen maravillados de su talento los simplistas más reaccionarios...
Estos y otros juegos de pabras ejercen una permanente función intoxicador en el español medio. Con estos ejercicios verbales, nuestros líderes se arriesgan a aburrir definitivamente a la sufrida base.
Nuestro lenguaje político contrasta con el de Occidente desarrollado por su artificiosidad. Un político francés, norteamericano o sueco suele ser entendido por los alumnos de bachillerato y por los taxistas. La mayor parte de nuestros políticos, no. Y esto vale para el Gobierno y para la oposición.
Lo primero que necesita la política española es una cura de clarificación. Y hay que empezar por el lenguaje. Los maquillajes semánticos no encubren normalmente sino incompetencia y mal concepto propio.
Con la serenidad posible habría que iniciar rigurosamente una campaña de desintoxicación lexicográfica. En el terreno, concreto y aburrido, de la política diaria, el primer ejercicio consistiría en llamar derecha a lo que en el mundo se llama derecha, e izquierda a lo que igualmente lo es. Y abandonar definitivamente las locuciones justificativas.
Posiblemente en España las opciones políticas se parecen bastante a las del resto de la Europa del Suroeste. En nuestro país existe una derecha, heredera de un largo régimen personal que ha dejado una pesada tradición y que trata de asumir; hay un amplio y fraccionado frente confesional cristiano; hay un firmamento de grupos moderados que aspira a fundir a los liberales de las dos orillas, con sectores democrata -cristianos y socialdemocráticos; hay un socialismo extenso, dividido y potente, de raíz marxista, y un comunismo bien organizado, más próximo al modelo francés o italiano que al del vecino portugués. Esas son, probablemente, las fuerzas que van a enfrentarse abiertamente o no en unas primeras elecciones, y no cabe decir que difieran excesivamente de las que se sientan en los parlamentos de Roma o París. Del mismo modo que fuera de nuestras fronteras, florecen aquí los extremismos neofascistas y hasta comandos hitlerianos. También hay una numerosa serie de organizaciones a la izquierda del comunismo convencional. Y a diferencia de nuestros vecinos de Europa tenemos además un grave problema: el de las nacionalidades. Esta es, reducida a su esencia, nuestra situación de hoy.
Ninguna reforma que no logre incorporar a la vida política española este espectro de realidades contundentes será una reforma democrática y sólo si se logra que en las próximas elecciones participe el país tal cual es, y no tal cual quiere el Gobierno que sea, podrá decirse que el Gabinete Suárez ha ayudado a traer la democracia a España.
Pero como a las urnas quien va es el pueblo llano, hace falta un esfuerzo clarificador que le explique a los ciudadanos quién es quién en cada caso y dónde está cada españolito que aspire a un escaño de diputado. Sin mixtificaciones, sin engaños, sin complejos. Para que la elección futura sea precisamente eso: la posibilidad de elegir entre opciones políticas realmente diferentes.
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