Agricultores frente a consumidores, ¿un conflicto superable?
Hay que revestirse de un cierto sentido de responsabilidad al escribir sobre precios agrarios, porque esta cuestión es una de las más delicadas y polémicas con que se enfrenta hoy la política económica. Los agricultores piden precios más altos para sus productos, a fin de cubrir costes y obtener un beneficio proporcional a su esfuerzo. Los consumidores protestan por la carestía de la vida, y, en particular, de los alimentos. Unos y otros forman dos colectivos parcialmente coincidentes (pues, como se recuerda con frecuencia, todo agricultor es también consumidor), que comprenden en su conjunto a la clase trabajadora y que se sienten amenazados, no ya en sus intereses, sino en sus posibilidades de supervivencia.Ambos grupos son, sin embargo, demasiado heterogéneos para generalizar sobre ellos y para tomar su nombre como bandera reivindicativa. Por un lado, las desigualdades de renta entre los consumidores hacen que el capítulo de alimentación apenas tenga importancia en los estratos superiores de ingresos, mientras que pesa demasiado sobre las familias situadas en los estratos inferiores. Por otro lado, los costes de producción no son los mismos para todas las empresas agrarias, sino que dependen del tamaño de las explotaciones, de la calidad de la tierra, del nivel de salarios en cada región, de las facilidades crediticias que se otorgan a los empresarios según su posición económica, etcétera. Por eso, se cita a menudo el hecho de que los grandes terratenientes obtienen fuertes beneficios a los precios actuales; en cambio, los ingresos netos de los demás agricultores han descendido en términos comparativos durante los últimos años, y los campesinos ocupan un injusto último puesto en el ranking social. Una clarificación de ideas a este respecto se hace sin duda necesaria antes de comenzar el análisis.
El problema de los pequeños, y aun de los medianos agricultores, es que casi no pueden atender al sostenimiento de su familia con la escasa tierra que cultivan, a menos que se elevasen considerablemente los precios de sus cosechas. Una subida de los precios agrarios, que sea «aceptable» para los consumidores y el Gobierno, supone una modesta, mejora en los ingresos de los campesinos, ya que las rentas de los terratenientes absorben una parte importante de las transferencias reales de recursos desde los sectores no agrarios al campo, cuando se quiere redistribuir la renta por vía de los precios en favor de los agricultores. La inevitable inflación, cuya responsabilidad no puede imputarse exclusivamente a ningún sector concreto, anula a corto plazo el efecto inicial favorable a los campesinos. El proceso se desarrolla de la siguiente manera: inflación (en cuya genesis no vamos a entrar); reajuste de precios agrarios (conseguido a menudo con retraso); incidencia principal de este reajuste en las rentas de los terratenientes y secundaria en los de los pequeños agricultores: consecuente deterioro de la justicia distributiva; nuevas tensiones inflacionistas a las que contribuye la desigual distribución de la riqueza (entre otras razones, porque da pie a reivindicaciones salariales), etcétera. El sistema fiscal podría corregir este proceso, pero se tropieza con la dificultad de la petrificación y regresividad de Ios impuestos en España.
Es cierto que cualquier subida de los precios agrarios se va incrementando paso a paso a través de los canales de distribución y termina repercutiendo sobre los consumidores en mayor proporción que el alza en origen. Se produce así un efecto multiplicador, debido en parte a que las empresas distribuidoras tienen por norma retener, como margen de ganancia, un porcentaje fijo sobre el precio de coste. Sin embargo, cuando los precios bajan para el agricultor (como sucede con relativa frecuencia en el sector hortofrutícola), los consumidores no suelen beneficiarse de la baja en la misma medida. Ello es consecuencia de un fenómeno complejo, influido por la: presencia de mercados oligopensnistas y oligopolistas, que determiina una histéresis pronunciada en la curva de previos de venta al público.
En la práctica, resulta sumamente difícil, por no decir imposible, acortar la distancia que media entre precios al agricultor y precios al consumidor. La sofisticación creciente de los alimentos, que implica serios costes de acondicionamiento, selección -y presentación del producto, es un factor decisivo a este respecto. Además, la fase final de la distribución, tal como se practica en el comercio minorista más atomizado, supone un excesivo tiempo de trabajo por unidad de producto, ya que los vendedores han de manipularlo en pequeñas proporciones y han de permanecer en el establecimiento esperando al cliente.
Si el problema se plantea como una pugna de intereses entre sectores, se impulsará la inflación y saldrán perjudicadas por igual las masas proletarias, tanto las campesinas como las urbanas. Las medidas que se tomen en orden a racionalizar los procesos de comercialización y evitar las prácticas oligopolistas resultarán sumamente positivas; pero al hablar de intermediarios, no sería justo olvidar que la mayoría de ellos son modestos comerciantes que se integran en la clase obrera. El procedimiento correcto desde el punto de vista del bienestar social, estriba en corregir las diferencias de renta, tan acusadas en nuestra economía, mediante impuestos progresivos, pues estas diferencias motivan el descontento y las tensiones sociales que tratan de buscar inútilmente una salida presionando sobre precios y salarios. Como clase injustamente postergada, los pequeños y medianos agricultores, si son realistas, encontrarán ventajoso unir se al proletariado urbano en su lucha por una sociedad más igualitaria, puesto que son precisamente los campesinos quienes más sufren a causa de la desigualdad.
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