Lauda y Hunt, dos kamikazes por el título mundial
Niki Lauda y James Hunt librarán en la ladera del monte Fuji la batalla más dura de los últimos tiempos de la fórmula 1. Enfundados en un mono y un casco, y atrincherados detrás de un volante en un estrecho habitáculo se convertirán en dos kamikazes dispuestos a morir si es preciso con tal de lograr un objetivo: la conquista del Campeonato Mundial.
No pondrán peros a la misión que les ha encargado su dios, un dios que se llama velocidad, un dios al que adoran con misticismo impar en cualquier situación, un dios que tiene cuerpo de coche. Niki Lauda permanece largas horas contemplándolo cuando sus compañeros duermen; escudriña sus ángulos; lo abarca con la mirada. En el box trata de identificarse con él. James Hunt revisa sus entrañas; oye los ruidos que la voz de sus entrañas deja salir por los tubos de escape. Su fe en el monoplaza es ciega.Las cumbres nevadas del Fuiji serán testigos de un duelo impar. En la llanura, en el autódromo, hervirá la sangre de dos corredores, sus nervios amenazarán con romperse antes de que el juez de carrera dé el banderazo de salida, sus pies permanecerán rígidos durante un instante sobre los pedales del monoplaza.
James Hunt tendrá 318 kilómetros por delante para hacer realidad un sueño; Niki Lauda, para volver a ver cumplida la ilusión de cualquier piloto. El británico quiere conquistar, por vez primera, el laurel de campeón mundial; el austríaco, querrá revalidarlo. Las armas son parejas. La vocación, que un día les acercó a un circuito, mantendrá sus ojos firmes sobre la pista. El corazón, que un día les hizo olvidar el primer accidente, les impulsará a correr riesgos.
Los kamikazes no escatimarán esfuerzos. Saben que durante años han aprendido a afrontar la velocidad, han aprendido a diagnosticar cualquier fallo en el metálico organismo de su monoplaza y han a prendido a realizar operaciones en su interior en el más breve plazo de tiempo. La técnica está dominada. La voluntad al servicio de un ideal, también. Sólo dos peligros se presentan ante sus ojos: la derrota y la muerte. Y ellos no aceptarán el primero. La lucha de muchos meses no puede quedar en un vano intento. Tienen que ganar.
En la muerte no piensan. Para el kamikaze del autódromo, la muerte no existe. Niki Lauda llamó en el circuito de Nurburgring no hace ahora cuatro meses a su puerta. El sabe que la muerte no le quiso abrir. Y ya la ha olvidado. Lauda, Hunt, Regazzoni, Fittipaldi, Depailler, Merzario... todos están metidos en la noria infernal del peligro. Jim Clark, Peter Revson, Jochen Rindt, Francois Cevert dejaron su vida al mando de un volante. Algunos fueron compañeros de Lauda y de Hunt. Pero cuando al piloto se le pregunta si tiene miedo a la muerte, su respuesta es invariable: «prefiero ignorarla». Cuando se le pregunta qué daría a cambio de un campeonato mundial, siempre responde: «todo». Sólo los vivos triunfan, pero ¿darían su vida por una corona de laurel que les identificase como reyes de la velocidad?
Serán 318 kilómetros en los que Hunt y Lauda vivan en autómatas. No pensarán en nada. Se sumergirán en ruidos y superposiciones de imágenes. Se olvidarán de los mecánicos -mitad mecánicos, mitad monjes- que ponen a punto las piezas de la máquina. Verán la pista, el espejo retrovisor para comprobar qué distancia les separa del que va detrás; en un momento echarán una ojeada al panel de su coche; memorizarán en cada momento la maniobra que en los entrenamientos han aprendido a realizar con celeridad. A los dos kamikazes sólo les asaltará un pensamiento durante 73 vueltas al mismo recorrido: estrellarse el primero contra la línea de meta.
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