España necesita una verdadera demócracia
Las distintas fuerzas de la oposición están tratando de fijar ante la opinión pública su particular posición ante el proyecto de reforma presentado por el Gobierno antes de hacerlo de una forma conjunta. El PC de E lo ha hecho en una declaración firmada por su Comité Ejecutivo. En ella «rechaza, por antidemocrático, el proyecto de reforma política presentado por el Gobierno Suárez».
En realidad, los mejores argumentos para demostrar el carácter antidemocrático de su proyecto y para rechazarlo los ha dado el propio jefe del Gobierno: basta comparar afirmaciones de principio hechas en su discurso ante la televisión con el proyecto presentado al país.
El Gobierno reconoce abiertamente la gravedad de los problemas económicos que agobian a España. Los trabajadores, los pequeños y medianos empresarios de la industria, la agricultura y el comercio, muchos grandes empresarios, la inmensa mayoría de la sociedad, en suma, está sufriendo muy directamente las consecuencias de esa crisis económica. El porvenir es sombrío. Todo el mundo terne al «otoño caliente». «Pero no nos engañemos —dice el señor Suárez—. Las resoluciones económicas ya acordadas por el gabinete no han tenido toda la virtualidad que de ellas cabía esperar. Y ello se debe, hay que reconocerlo con claridad para salir del círculo vicioso en que podamos caer, a la incidencia de la vida política en la económica. Mientras no se despejen las incógnitas políticas que gravitan sobre el país no podrá existir reactivación ni estabilidad económica.» Estarnos de acuerdo con palabras.
¿Y cuáles son esas «incógnitas políticas» tan decisivas para la reactivación y la estabilidad económica? Para saberlo basta con leer cualquier día la prensa española, principal tribuna donde la opinión pública puede expresarse hoy. En todos los diarios y revistas, a través de muchas y variadísimas formas, y con cualquier motivo se abre camino, como algo que es imposible silenciar, un clamor nacional que puede resumirse en una sola palabra: democracia. Es decir, participación efectiva, real, de todos los españoles en la solución de los problemas del país, desde los que afectan al barrio donde se vive hasta los grandes problemas nacionales. ¿Cómo responde el Gobierno a esa exigencia nacional? Por un lado, con bellas palabras: « reconocido en la declaración programática del Gobierno el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo, hay que conseguir que el pueblo hablé cuanto antes»; «la democracia debe ser obra de todos los ciudadanos y nunca obsequio, concesión o imposición, cualquiera que sea el origen de ésta». También estamos de acuerdo con esas palabras del presidente del Gobierno. Pero los hechos, es decir, lo que el Gobierno se propone realizar, contradicen totalmente las afirmaciones anteriores.
Si la reactivación y la estabilidad económica del país exigen, en definitiva, que todos los españoles hablen cuanto antes para despejar las incógnitas políticas como depositarios que son de la soberanía nacional, el Gobierno tiene la obligación de ofrecer al país un plan para que eso pueda hacerse cuanto antes y de una manera pacífica, libre, completa.
Para que el pueblo pueda hablar, elegir libremente a sus representantes y ejercitar su soberanía es preciso: Primero, libertad política efectiva para todos los españoles. o. lo que es lo mismo, libertad efectiva para todos los partidos políticos y organizaciones sindicales, y, como consecuencia de lo anterior, libertad de expresión de manifestación, de reunión, pues si no es así los españoles no podrán votar con pleno conocimiento de causa. Segundo, que los poderosos medios de comunicación social, la televisión y la radio, estén al servicio de 'todos los partidos y organizaciones y no sólo del Gobierno, y que asimismo los partidos puedan participar en todas las operaciones electorales. Y tercero, que las Cortes elegidas por el pueblo sean realmente Cortes Constituyentes y soberanas, puesto que son expresión de la soberanía nacional y, por tanto, tengan plena capacidad para decidir sobre todas las instituciones del Estado, sin estar sometidas a ningún poder ajeno a ellas.
El proyecto presentado por el Gobierno no satisface ninguno de esos tres requisitos indispensables para una consulta electoral al pueblo realmente democrática.
Lo que el Gobierno ofrece, en realidad, es una constitución elaborada ya en sus aspectos esenciales y elaborada por el propio Gobierno sin contar para nada con el pueblo ni con la oposición.
En efecto, en una ley a la que se da rango de Fundamental, el Gobierno establece ya cómo serán las Cortes, la pervivencia del Consejo del Reino, cuyo presidente lo será también de las Cortes y será nombrado por el Rey, y otros aspectos fundamentales que sólo pueden resolver las Cortes si realmente son constituyentes y soberanas. Y lo que el Gobierno pretende es que la oposición primero, y el pueblo después, den el visto bueno a lo que él ha creado. Pero esa Constitución, así elaborada, y «aprobada», no sería una Constitución democrática ni resolvería las incógnitas políticas ni, en consecuencia, crearía las condiciones que hagan posible la solución de los graves problemas de nuestra sociedad.
El Gobierno tiene razón, en parte, cuando dice en el Proyecto de Reforma que «es asimismo condición esencial de la democracia que las diversas corrientes políticas acepten como axioma que su auténtica fuerza no es otra que la que se derive del número de ciudadanos que las apoyan a través de los votos. Por ello es obvio, dentro de una concepción democrática, que en las actuales circunstancias no se pueden reconocer o suponer como propias del pueblo aquellas actitudes que no hayan sido verificadas y contrastadas en las urnas».
Efectivamente, ningún partido político sabe cuál es realmente su fuerza, porque el pueblo no la ha podido decidir en unas elecciones libres. Pero al Gobierno tampoco lo ha elegido nadie mediante el sufragio universal, pues nos movemos todavía dentro de las instancias totalitarias, no elegidas por el pueblo. Incluso su situación es, desde ese punto de vista, aún más débil que la de los partidos, sobre todo los partidos principales, con tradición y personalidad propias, puesto que éstos, a través de la amplitud de su organización, del eco que sus opiniones y convocatorias encuentran en la opinión pública, a pesar de las condiciones de ilegalidad (suavizada por una cierta tolerancia) en que actúan pueden tener una apreciación aproximada de su influencia real. Esa apreciación podría ser mucho más justa si el Gobierno permitiese a cada partido y a la oposición en su conjunto celebrar mítines, manifestaciones, etc., en los cuales el pueblo pudiera expresar sus preferencias.
De ese razonamiento del Gobierno se desprende que él mismo carece de la representatividad necesaria para presidir un período electoral constituyente. Y que en las condiciones actuales la única forma posible de resolver ese problema es la negociación entre el poder y la oposición, negociación que debe llevar a la formación de un Gobierno de amplio consenso democrático. Ese Gobierno, que todavía no habría sido elegido por el pueblo, tendría como misión garantizar el libre y pacífico desarrollo del proceso electoral, .elaborando una ley electoral adecuada y resignaría sus poderes ante las Cortes Constituyentes, para que se formase otro Gobierno que, ese sí, sería representante 'auténtico de los pueblos de España. Por otra parte, es imposible desconocer que la mejor forma de garantizar la unidad de los pueblos de España y del Estado es dar satisfacción a las aspiraciones de Cataluña, Euzkadi y Galicia, restableciendo sus Estatutos de autonomía y los Gobiernos autonómicos respectivos.
Las opiniones anteriores no son expresión de un espíritu o concepción maximalista o partidista ni están determinadas por el deseo de «partir de cero» (como si eso fuese posible en la vida de un pueblo con la tradición y la historia del nuestro). Al contrario, son fruto de una reflexión serena y del deseo sincero de contribuir a la solución pacífica de los graves problemas que España tiene planteados en este momento crucial de su historia. Problemas que, precisamente por ser muy graves, sólo pueden ser resueltos de verdad con la participación de todos los españoles. Contraerían una grave responsabilidad los que, por partir de posiciones de fuerza, o por consideraciones de política miope y sin alcances ni futuro, dieran su consenso o impusieran soluciones antidemocráticas y que, por serlo, no solucionan nada, pues significan, de hecho, la pervivencia de lo que el pueblo desea que desaparezca.
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