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Catedráticos de Derecho Constitucional opinan sobre la reforma

La reforma de la ruptura

Las polémicas doctrinales, dentro del campo jurídico- político, sobre los conceptos de orden, reformas y cambio o ruptura constitucionales son una constante histórica en el derecho público europeo. En el fondo, se trata de concretar uno de los problemas claves de la teoría general del Derecho, es decir, conseguir la adecuación entre normatividad y realidad.Desde cualquiera de las posiciones jurídicas más extendidas -iusnaturalistas, positivístas o marxistas- hay, en este seritido, una coincidencia fundamental: que el derecho debe ser la expresión de la realidad y, en consecuencia, de los cambios sociales que se producen. El problema surge, así, en delimitar el contenido de lo que se entiende por realidad social, ya que todo análisis de la realidad lleva consigo una actitud ante la propia realidad. Y, en este sentido, orden, reforma y cambio o ruptura ,constituyen las categorías en que se mueve incesantemente el derecho público

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Muy en síntesis, la filosofía jurídico-política del orden se vincula a una teoría y práctica del tradicionalismo ideológico y constitucional, que se basa en considerar al pasado como poder de legitimación del presente y del futuro. De esta forma, el derecho no es tanto la expresión de la realidad, como el sustitutivo estético de la realidad: la no praxis. Las teorías del Estado' y del Derecho fascistas son la expresión última más clara de esta evolución y concepción ideológicas y de sus resultados institucionales. Por el contrario, la filosofía jurídica del cambio -reforma o ruptura- se vincula a una interpretación dinámica y democrática de la sociedad y a una adecuación permanente entre derecho y realidad social.. La idea de proceso y, en concreto, dentro del campo constitucional, del proceso constituyente- expresa muy acertadamente esta formalización legalizada del cambio.

Tanto en el Renacimiento, en cuanto constitución de los estados nacionales, con Bodino y Maquiavelo, como en todas lás situaciones de cambio de sistema de legalidad, como en la transformación de las legalidades absolutistas por las legalidades democráticas -Locke, Montesquieu, Rousseau, Sieyés, Martínez Marina, entre otros-, el problema se plantea así: en qué medida es posible, jurídicamente realizar esta adecuación derecho-realidad.

Un análisis doctrinal de esta evolución lleva a las siguientes conclusiones: a) que las limitaciones a los cambios constitucionales, por muy radicales que sean, no están plenamente justificadas si las condiciones sociales y políticas se han modificado; y b) que el poder constituyente del pasado no puede limitar el poder constituyente del presente o futuro, porque es el pueblo, en definitiva -si se acepta el principio de soberanía popular-, el protagonista práctico del proceso de cambio.

Montesquieu expresó muy bien esto cuando afirmaba: «Cuando la ley política que ha establecido en un Estado un cierto orden de sucesión, deviene destructor del cuerpo político para el que ha sido hecha, no es necesario dudar que otra ley pollítica no pueda. cambiar este orden; y, más aún, aunque esta ley se oponga a la primera, porque. en el fondo estará enteramente conforme, ya que ambas dependen de este principio: la salvación delpueblo es la suprema ley.» (Del Espíritu de las Leyes, XVI-XXIII.)

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Partiendo de esta concepción, yo me permitiría sucintamente, y en una primera aproximación al tema, que materia hay, hacer las siguientes críticas y puntualizaciones al proyecto de ley de reforma política que a los españoles se nos ha anunciado:

1. Que es evidente que se ha producido un cambio o ruptura en la filosofía jurídico-política de la legalidad vigente, al afirmar el principio de la soberanía popular. En este sentido, la propuesta gubernamental ha sabido, por una parte, romper con unos principios desfasados y arcaicos, es decir, la legitimidad carismática fascista, y, por otra parte, recoger las permanentes críticas de la mayor parte de los sectores sociales y políticos que, desde hace 40 años, propugnan el cambio de la legalidad vigente corporativa por una legalidad democrática.

2.º Que este principio democrático, sin embargo, tiene un desarrollo que pudiera resultar incoherente en la relación poder constituido (Gobierno) y poder constituyente (pueblo). Dicho más .sencillamente: es incorrecto que se afirme, por ejemplo, que «dentro de una concepción,democrática... no se puedan reconocer o suponer como propias del pueblo aquellas actitudes que no hayan sido verificadas o contrastadas en las urnas», porque si las actuales fuerzas políticas no se reconocen o suponen podría -como ha señalado acertadamente el profesor Tierno Galván- llevar, por parte de estas fuerzas, a no reconocer o suponer a las instituciones existentes, y no sólo al Gobierno. Esta polarización, evidentemente, podría establecer una situación de máxima conflictividad socio- política. Una cuestión es el reconocimiento, en este caso, de los partidos políticos y organizaciones sindicales democráticas; y otra distinta, que, en la libre liza electoral, se vea qué partido u organización obtiene la mayoría para gobernar o administrar.

3º Que este principio democrático, de la soberanía popular, tiene, en el proyecto, otra incoherencia técnica. A saber, que si, como se dice en el texto presentado, este reconocimiento o suposición no se verifica, hasta las elecciones, el Gobierno actual tampoco tiene legitimación para regular las elecciones anunciadas. Es obvio que, para salvar esta contradicción, sólo cabe una fórmula de compromiso: la ruptura negociada o, si se prefiere, la ruptura escalonada, que facilite el cambio constitucional democráticamente. Así, un Gobierno de concentración nacional podría asumir la función técnica de llevar a efecto las oportunas operaciones electorales. Las presunciones de legitimidad quedarían, de esta manera, asumidas de una forma limitada en su contenido, función y tiempo.

4.º Finalmente, una puntualízación histórico-constitucional sobre la cuestión, importante por la función que pueda tener del nombramiento del presidente de las Cortes por el Rey. El principio de autonormatividad reglamentaria ha llevado, históricamente, pareja la norma de que el presidente de las Cámaras sea elegido por ellas y no por el Jefe del Estado. El artículo 2, apartado 6 del proyecto que comentamos, abre una ambigüedad que puede ser sumamente peligrosa y, en todo caso, no concorde con los sistemas de legalidad democrática europeos y de nuestro propio constitucionalismo, desde la Constitución de 1812 hasta la Constitución de 193 1. Si se trata de un error, en el sentido de que el nombramiento no significa elección, convendría aclararlo; pero al afirmar que el nombramiento no es sólo sanción, sino también elección, los redactores del proyecto han rechazado toda nuestra historia constitucional en este tema y asumen los viejos principios que ahora quieren modificar.

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