Tres preguntas al jefe del Gobierno ante lo que, al parecer, se prepara
La oposición española empieza a tener un mal ambiente en la prensa. Es preciso reconocer que, los, ataques tienen una cierta base, aunque también hay que admitir que sería injusto excederse en la crítica.Sufrimos las consecuencias de cuarenta años de monopolismo político que, al surgir la primera oportunidad aperturista, ha dado lugar al triste espectáculo de «los particularismos personalistas, los liderazgos ficticios, el maremágnum de siglas sin significado, y la aparición de representaciones espúreas», que tan certeramente se denunciaba hace pocos días en estas mismas columnas.
La gran masa de la opinión despolitizada sigue con una mezcla de escepticismo, ironía y desinterés esa, amalgama de idealismos respetables, vanidades demasiado transparentes y carencia, en definitiva de un verdadero sentido de responsabilidad por parte de muchos de los que a diario llaman la atención de la opinión pública con invitaciones, convocatorias y comunicados.
Por eso mismo somos muchos los españoles, y entre ellos personalmente me cuento, que no ciframos esperanzas inmediatas en los ensayos bienintencionados de unificación de elementos cuya heterogeneidad forzosamente exigirá la superación de no pequeñas diferencias.
El confusionismo así creado, a quien favorece ante todo es al Gobierno y a los núcleos intransigentes que le apoyan, que ven o que, aparentan ver en ese fenómeno casi inevitable un signo de la incapacidad, de la oposición para negociar con seriedad.
De ahí deriva también la afirmación, carente de base razonable, de que el Gobierno no negocia porque no tiene interlocutor políticamente solvente con quien negociar.
No se tiene en cuenta al llegar a esta conclusión la existencia de núcleos representativos de tendencias ideológicas, que ya existían perfectamente definidos años antes d e la explosión multipartidista de ahora. Esos partidos tienen una fuerza actual y, sobre todo, potencial, que nadie de buena fe puede poner en duda, y constituyen una estructura democrática española similar a la que forman las grandes familias democráticas de la Europa occidental con las que están en estrecha relación. Sin el propósito de interferir, y mucho menos de dificultar la labor de organismos que aspiran a conseguir más amplias coordinaciones, tales partidos -y de ello son buen ejemplo los que integran el Equipo Demócrata Cristiano del Estado Español- vienen desde hace tiempo fijando criterios comunes, reduciendo y hasta eliminando diferencias accidentales e incluso formulando esquemas coincidentes de posibles soluciones negociables.
No parece necesario decir que ese esfuerzo, de alentadora eficacia, está inspirado por un sano deseo de negociación, tan apartado de extremismos inaceptables como de sometimientos indignos.
¿Ha encontrado esa actitud de una oposición constructiva la obligad a acogida en el Gobierno?
Hay que decir rotundamente que no. El Gobierno no ha iniciado siquiera la marcha hacia una negociación con una oposición coherente y no dispersa.
El señor Suárez ha tenido conversaciones, que apenas sí podrían llamarse exploratorias, con hombres de la oposición, convocados a título personal.
Si esas conversaciones hubieran sido la iniciación prudente de una negociación formal, la conducta del presidente sería admisible e incluso elogiable, aunque siempre habría que formular el reparo de que el método adolecía de una lentitud poco compatible con una situación crítica del país, en la que lógicamente van a amontonarse en poco tiempo los factores conflictivos.
Pero lo más grave es que, a mi juicio y según los indicios que fácilmente pueden advertir el ese propósito de negociar no existe ni parece que vaya a existir. Celebraría equivocarme en el pronóstico.
Mientras recibe a una variedad casi abigarrada de interlocutores espaciados, el señor Suárez avanza a marchas forzadas hacia la elaboración de su propia fórmula democrática. Y digo su fórmula, porque todos los síntomas indican que hay un sector del Gobierno cada día más marginado del proyecto presidencial de reforma. El señor Suárez, identificado con los cánones de la política- franquista, en la cual se ha formado desde sus primeros pasos en la vida pública, encuentra normal -y, desde luego, hay que reconocer que es más cómodo- poner a ciertos colaboradores, lo mismo que al país, ante hechos consumados.
De ser ciertas las noticias que se recogen como más verosímiles, la reforma del señor Suárez pasaría por diferentes fases.
Ante todo, como es lógico, por la aprobación en Consejo de Ministros de una de las varias fórmulas estudiadas por técnicos de diversos departamentos. La preferida sería, desde luego, la de la Presidencia. Las otras irían con todos los honores al panteón de los archivos.
La fórmula pasaría entonces por la fase del más puro formalismo de respeto a los mecanismos del régimen: el dictamen del Consejo Nacional del Movimiento que, en el Peor de los casos, daría lugar a explicables desahogos verbales; y la aprobación por las Cortes. Aquí es de prever una mayor resistencia. La lista de procuradores que ocupan puestos dependientes de la buena voluntad del Gobierno, y el empleo de la votación nominal, pueden, sin embargo, triunfar de la oposición de la llamada Cámara legislativa. Si no se consigue, queda el recurso del decreto-ley, posible dentro de la más pura ortodoxia del régimen.
Agotada con mayor o menor esfuerzo la fase de acatamiento a las formas institucionales vigentes, se entraría en la de la democracia directa. Una democracia directa en que se consultaría al pueblo sobre la base de una de esas fórmulas vagas, que permiten luego todas las interpretaciones de que es capaz un espíritu empapado de autoritarismo. No tendrían intervención en el referéndum los partidos políticos, a los que se obligaría previamente a pasar por la ventanilla, sin garantía de que sus solicitudes fueran aprobadas a tiempo. Habría, pues, que conformarse, como unica garantía de la verdad de la votación, con la resurrección de las normas del decreto de 21 de noviembre de 1966, que permitieron calcular de antemano con asombrosa exactitud el resultado del pasado referéndum. Aplicando diez años más tarde aquellos criterios democráticos, perfeccionados desde luego con los avances de la técnica, los servicios del señor Suárez podrían dar al presidente la plena garantía de un resultado que no se apartaría ni en un uno por ciento de los cálculos oficiales.
¿Hay quien puede duda ir de que el referéndum lo ganaría el Gobierno por las buenas o por las malas?
Armado con esa vaga consagración democrática, podría entonces el Gobierno pasar a la fase de preparación de las elecciones constituyentes a base de una ley electoral cuidadosamente estudiada para favorecer a los núcleos afines al poder, y completada por una actuación decidida de los gobernadores -jefes provinciales del Movimiento- a los que, al menos en parte, se ha convocado ya para preparar los necesarios mecanismos de presión. Las buenas artes de Romero Robledo en los viejos tiempos de la Monarquía, y de Portela Valladares en la consulta electoral de febrero de 1936, pueden suministrar a quien las necesite valiosas enseñanzas.
Con una cómoda mayoría gubernamental, obtenida por medios tan eficaces, y con un generoso reparto minoritario de actas a los partidos dispuestos a entrar en el juego, el señor Suárez -y los presidentes que eventualmente le siguieran- asegurarían unos años de continuismo disfrazado; y, por supuesto, llevarían a cabo una reforma constitucional de resultados previstos.
¿Qué más pueden pedir los demócratas de España y del mundo?
Con toda la consideración que me merecen la persona y el cargo que ocupa, creo mi deber formular al jefe del Gobierno tres preguntas:
1ª¿Cree de veras el señor Suárez que la oposición democrática, incluso la más moderada y más inclinada a las soluciones evolutivas, se prestaría a ser comparsa complaciente en esa comedia de reforma constitucional?
2.ª ¿Qué valor puede tener, para normalizar la vida del país y consolidar sus más altas instituciones, tan carentes hoy de una sólida base de sustentación, esa mezcla de institucionalismo franquista y ficción de democracia directa que todo sincero demócrata denuncia lealmente desde ahora?
3ª ¿Resistirían la sociedad, y la nomía españolas, tan amenazadas por la agravación de la crisis en que hoy se debaten, un período indeterminado de habilidades cacíquiles y maquievalismos de dudosa calidad, como el que supone el plan que, al parecer, se prepara?
Y para acabar, una leal advertencia. Unas Cortes improvisadas por el procedimiento que se denuncia podrán hacer algo que se llame reforma constitucional; pero no agotarán el período constituyente.
Las verdaderas Cortes Constituyentes serán, se quiera o no se quiera, las primeras que se elijan libremente. Y éstas serán tanto más exigentes y de mayor alcance y radicalización en sus planteamientos cuanto mayores hayan sido las maniobras, los aplazamientos y los expedientes puestos en práctica para rehuir el inevitable encuentro con la realidad.
El juego es muy peligroso y sus consecuencias pueden alcanzar a todos los que tomen parte en él, o que simplemente lo consientan.
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