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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después de Mao

CON EL fallecimiento de Mao Tse-tung desaparece uno de los dictadores más destacados del siglo XX y, sin duda, el líder político históricamente más importante del mundo comunista, exceptuando a Lenin. Su muerte abre un interrogante sucesorio que sólo el tiempo podrá resolver y que ya preocupa al mundo.Mao había sabido conciliar su visión revolucionaria con la tradición china, rompiendo no pocos esquemas sagrados y dogmas inmutables. Su polémica con el revisionismo soviético cambiaría radicalmente el equilibrio mundial y serviría para justificar una política exterior abierta a todo el mundo, sin distinción de regímenes políticos.

El Tercer Mundo encontró en el maoísmo una doctrina revolucionaria accesible por su simplicidad y eficacia. China vio subir su papel histórico con la consolidación como gran potencia de la Unión Soviética. Al romperse el eje Pekín-Moscú y consolidarse la enemistad y desconfianza entre los dos comunismos, se afianzó sin embargo la coexistencia pacífica entre el Este y el Oeste. Mao supo conciliar en la práctica lo que, en su teoría, parecía in conciliable. La entrada de la República Popular China en las Naciones Unidas constituyó así uno de los éxitos más espectaculares del régimen maoísta.

De una parte, su apoyo e inspiración a revoluciones tercermundistas implicó una exportación que poco tenía que ver con el modelo chino, y que intoxicó de alguna manera a juventudes de países occidentales y desarrollados que aún tenían menos relación si cabe con los presupuestos implícitos en la larga marcha y en el libro rojo. Así, el maoísmo, eficaz en un momento histórico y geográfico, apareció como catástrofe, a menudo de cariz terrorista, en sociedades europeas.

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Contrapeando esa exportación revolucionaria aparece, empero, una política exterior oficial opuesta al imperialismo soviético y lo suficientemente pragmática como para acercarse diplomáticamente á un régimen como el estadounidense y a una presidencia como la de Nixon.

En la política interior, Mao, que seguramente tomó de los poetas de la dinastía Ming el sentido atemporal de la historia, prefería la doctrina a los altos hornos, en contra de las tesis industrializadoras de Chu En-lai. Las tablillas de los guardias rojos en los muros de la revolución cultural surgieron siempre de esa fuente. La disputa entre ambos, que fue algo así como el diálogo de Fausto con su conciencia, terminó en tablas. Ahora quedan únicamente los testigos -Chen Hsi-lien, comandante de la región militar de Pekín, por un lado; Hung-wen, joven miembro del Politburó, por el otro, y, quizá, Chung Chiao y el «premier» Hua Kuo-feng, en la tierra de nadie-, forzados herederos, no tanto de lo hecho, sino de lo mucho que queda por hacer. En la Ciudad Prohibida puede empezar ahora otra «larga marcha».

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