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...y al final, disolución de Cortes

Se nos ha dado un calendario para la reforma política. Según las noticias publicadas en un principio, en septiembre habrá proyecto de ley de reforma constitucional; en octubre, referéndum; en noviembre, formación y actividad de partidos; en mayo, elecciones generales; y en junio, Cortes, que, al decir del Gobierno, serán democráticas.Es lógico que si la iniciativa es gubernativa, el calendario puede variar. Lo que es difícil que cambie es el planteamiento de la reforma que -ateniéndonos a noticias de prensa publicadas al tiempo de escribir- respetará en su tramitación los cauces legales vigentes.

A su vez, en principio se deduce que el Gobierno se reserva el convocar y presidir las elecciones, al anunciarse que de las futuras Cortes saldrá el nuevo Gabinete que cuente en ellas con el adecuado respaldo representativo.

Se pretende que la oposición asome en tal proceso a través de conversaciones y negociaciones del Gobierno con los líderes de los diversos partidos políticos, como si en España hubiese partidos preconstituidos, con base suficientemente homologada y discretamente numerosa.

Todo esto -no es necesario razonarlo- ni es democracia ni nada que se la parezca. Pero la política es arte de realidades y más realista ha de ser querer circunstanciar un acontecimiento dado que pretender cambiarlo cuando no se dispone de un adarme de poder decisorio.

He aquí, pues, unas cuantas ideas básicas.

Primera: Democratizar el régimen no es echarle una pieza. Esto parece tan claro que no se concibe la confusión ni la ambigüedad que, indudablemente, existen.

Se olvida que de lo que se trata es nada menos, que de sustituir un régimen de poder único, aunque con funciones diversas, por otro de división de poderes; de rescatar para el pueblo la soberanía estructurada como unipersonal y absoluta, aunque parcialmente delegada, con todo género de controles. en distintos órganos del Estado; de pasar, en definitiva, de una dictadura a una democracia.

Es, por consiguiente, inconcebible que cambio tan radical quiera tramitarse por los cauces de las instituciones autoritarias que han de desaparecer y ser sustituidas, como si simplemente, se tratara de echarles un remiendo o de ponerles una pieza.

No se trata de esto, sino de cambiar un régimen. Y entonces hay que pensar que el Gabinete ha de tener hechas sus prospecciones, y que en sus sondeos en las Cortes ha de haber llegado a donde no llegamos los que estamos fuera del juego.

Hagamos, por tanto, votos por que las Cortes rindan armas, sin reservas, a la democracia, a los «nefandos» partidos, a los derechos humanos. a la división de poderes... y a todo ese rosario de «decadentes» ideas con las que, a trancas y barrancas, circula el mundo libre.

Todo esto es mucho suponer y no nos inspira la más leve confianza. Pero todo intento de connotación anticipada de votos de las Cortes sería, ¡mpertinente entrometimiento en lo que ha de ser función y objeto de exclusiva responsabilidad del Gobierno, que sus motivos tendrá para haber elegido un camino harto problemático.

Lo que va es opinable: el temario. De modo exclusivo, Cortes constituyentes. Aquí ya el ciudadano se defiende por su propia cuenta. Cultiva su pequeña parcela de soberanía popular y tiene perfecto derecho a mantener que una reforma, o mejor aún: una radical renovación constitucional, no puede ser objeto de un calendario de semanas, ni de una aprobación -o desaprobación- global o atropellada, ni de decisión alguna extrademocrática.

La reforma -la «pieza» o el «parche», tal como el tema está planteado- no puede tener más que un alcance: posibilitar dentro del sistema la convocatoria de Cortes constituyentes, o lo que es igual: habilitar la exclusiva composición de éstas por sufragio universal inorgánico: definir claramente su soberanía y competencia constituyente; y facilitar los retoques (que requiera el esquema del ordenamiento jurídico electoral y de partidos para la libre propaganda y la computación proporcional de los resultados electorales.

Todo lo demás, con acuerdo o sin acuerdo de cualquier liderazgo, sería pura y clara suplantación de la soberanía popular que el propio Gobierno ha proclamado.

Sólo el pueblo, a través de Cortes constituyentes, puede decidir si el sistenia ha de ser unicameral o bicameral, cuál ha de ser -en su caso- la interdependencia de las Cámaras, cómo ha de ser discriminada la división de poderes y bajo qué controles.... etc.

Esto -quede claro- no es demagogía: es democracia.

Y esto, en el derecho público, no se puede hacer más que a través de Cortes Constituyentes.

Cualquiera otra fórmula disonaría de modo patente de lo que hace un mes publicó el Gobierno como declaración programática de su actuación futura.

Las negociaciones con la oposición. Disolución de Cortes, última instancia. Es exponente de la buena fe del presidente Suárez su proclividad al compromiso. Empezó comprometiéndose en la declaración programática, en la que llegó a donde no había llegado nadie: a la proclamación del principio de la soberanía popular, cuyo principio implica -o debe implicar- una necesaria ruptura con el sistema que, de modo eficiente, no reconoció nunca tal principio político.

Hoy el presidente está más comprometido: ha abierto el diálogo directo con la oposición, si bien no con toda ella, puesto que el grupo liberal más compacto no ha figurado en su agenda.

Fuera del juego es difícil señalar -o pronosticar- cuál sea la fuerza vinculante de estos contactos, aparte del compromiso moral, que hace de su propia existencia. Ha de admitirse, por tanto, una alternativa: o no sirven para nada, o llegan a implicar unvínculo positivo -un pacto- entre el Gobierno y la oposición.

En el primer supuesto, la posición del Gabinete Suárez será -con mayores o menores simpatías en el país- la misma de los Gabinetes anteriores. Seguiríamos sin entendernos.

Pero imagínese la hipótesis contraria: que se llega a un acuerdo, al pacto.

Entonces, es obvio que surgiría una figura política insólita: la del Gobierno mandatario de la oposición. O si se quiere: la figura de un Gobierno gestor de negocios ajenos.

Esto hace unos años no hubiese sido problema alguno para el régimen. Las Cortes, dócilmente, hubiesen dado el «sí» unánirnemente a la «consigna». Pero hoy la cosavaría.

¿Y si las Cortes «no pasan por el aro» o recortan el proyecto, o condicionan el futuro Parlamento para hacerlo inoperante, incluso a través de la sumisión. a una segunda Cámara?

Quién sabe. Quizá entonces el Gobierno comprenda que ha seguido el camino más inadecuado para llegar a la democracia, creando así un hermoso tema constitucional para que sobre él discurran los gerifaltes del derecho público.

Para el político -que además del derecho maneja otros ingredientes o que tiene opinión sobre las exigencias de un momento histórico constituyente- la respuesta sería clara:

-O se va entonces a la fulminante disolución de las Cortes para convocar las constituyentes, o el señor Suárez habría de resignarse a entrar en la historla como el tercer presidente del monolito.

Por ello, con más fe en el presidente que en las Cortes, no vacilamos en decir:

-...y al final, disolución de Cortes. Y a legislar por decreto para convocar las constituyentes.

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