Ganar tiempo y perder el tiempo
En términos absolutos, nueve meses -la edad de la naciente Monarquía española- no es mucho tiempo; si se compara su proceso con la increíble inercia casi mineral del régimen anterior, en que mínimas variaciones requerían lustros, no son pocas las cosas que han pasado, aunque no siempre pueda decirse que se han hecho. Pero si se examina el ritmo de estos meses, lo que pudiéramos llamar el uso del tiempo, el argumento de la vida pública, no puede evitarse la preocupación.Me refiero directamente a España, pero creo que, con algunas trasposiciones, un esquema muy parecido podría aplicarse a los países de la América hispánica que tratan de constituirse o reconstituirse, de emprender una vida histórica que no sea una pesadilla. Y, con mayores variaciones, algo no del todo diferente sucede en la mayoría de los países del mundo actual. Lo cual nos llevaría a pensar si el fenómeno que nos inquieta no será acaso más que la fase aguda de un carácter general de nuestro tiempo.
La pareja Gobierno-oposición, que tanto se usa, es contundente. No son dos los términos que intervienen en la vida política, sino tres o acaso cuatro. El Gobierno no acaba de gobernar; tiene una iniciativa muy reducida; está condicionado por fuerzas superiores a él, que gravitan pesadamente sobre sus proyectos -si los tiene-; su leaitimidad es puramente legal -y la legitimidad social de esa legalidad jurídice dista de ser evidente-, lo cual le impide ejercer en plenitud sus funciones y le da un aire de provisionalidad bastante peligroso; creo que, aunque se sintiera provisional, debería actuar como si no lo fuera, del mismo modo que en la vida personal proyectamos con cierta holgura, aunque sabemos que podemos morir esta misma mañana.
Las fuerzas que de hecho tienen el poder... Bueno, tengo que rectificar antes de errar demasiado. Las fuerzas a que me refiero tienen la porción mayor y más «disponible» del poder, algo así como los recursos «líquidos» en la economía. En rigor, nadie tiene hoy el poder en España, y esto es lo que habría que aclarar pronto.
Pues bien, esas fuerzas son residuales. No tienen futuro porque no tienen proyectos. Su función podría ser actuar de contrapeso, de recuerdo, de fiscalización del cambio en nombre de un pasado que -nos guste o no, por poco que nos guste- es real, forma parte de la realidad española, impedir que se parta de cero, es decir, conjurar el primitivismo. Esto sería útil, podría ser su justificación histórica, la manera de compensar las graves deudas que han contraído con el país durante su larga administración sin cuentas.
Pero no es esto lo que hacen. Han reducido su programa a ganar tiempo. Con escalofriante falta de fe en sí mismas y en lo que han proclamado durante tantos años, se limitan a «seguir» usando del poder algún tiempo más. «Ya llevamos nueve meses» -es posible que murmuren algunos- Con un poco de habilidad -y la cooperación de los que se profesan sus más encarnizados enemigos-, podrían «estirar» los plazos, seguir ganando tiempo. ¿Hasta cuándo? Hasta que el deterioro de la sociedad haga imposibles, a la vez, esa operación dilatoria y el comienzo de una etapa nueva, creadora, actual, es decir, futura.
No se plantean los problemas importantes
El Gobierno, frenado y limitado por esas fuerzas residuales de las que en tantos sentidos depende, está condicionado en lo que podemos llamar su actividad por la presión, las peticiones, las quejas, las protestas de la oposición «oficial». Su actividad es más bien reactiva, destinada a satisfacer esas demandas (sin darse cuenta quizá de que nunca se considerarán satisfechas).
La consecuencia de esto es la ausencia -ya inquietante- de un argumento político, de un intento de plantear los problemas verdaderamente urgentes e importantes. Mis recuerdos de la República -muy vivos, a pesar de mi juventud durante su corta vida- me hacen ver con ojos preocupados lo que está aconteciendo. El Gobierno de la República, desde el comienzo,se dedicó a complacer, contentar, apaciguar o frenar a los grupos que lanzaban sus deseos o caprichos, sus intereses particulares, sus manías u obsesiones históricas. Durante algún tiempo pareció que lo más urgente era derribar la tapia que separaba los cementerios eclesiásticos de los cementerios civiles: por lo visto, los muertos no podían resistir ni una semana más, aquel muro de ladrillo, aunque ello contribuyese a levantar otros más altos entre los vivos. Que desaparecieran los crucifijos de escuelas y hospitales, y las monjas de estos últimos, era también urgente; aunque a los pocos meses tuviera que llamarse a las Hermanas de la Caridad por falta de enfermeras competentes. Mientras se hacía una admirable política positiva, afirmativa, creadora en el campo de la educación -creación de innumerables escuelas e institutos, de la admirable Universidad Internacional de Santander, autonomía universitaria que llevó a inaudita perfección a buena parte de la Universidad española, desarrollo del Centro de Estudios Históricos- se intentaba una reforma agraria demagógica, perturbada desde el primer momento por el increíble egoísmo de las derechas y por la absurda ley de términos municipales. Se introdujeron temas divisivos, capaces de provocar la discordia, en lugar de unir al país en una empresa capaz de arrastrarlo en una oleada de entusiasmo: expulsión de los Jesuitas, con un burdo pretexto legal; amenazas verbales a la unidad nacional, sin promover el verdadero desarrollo y prosperidad de las regiones; reforma del Ejército, para asegurar su adhesión, con los resultados tan brillantemente demostrados cinco años después. Y cuando las derechas triunfaron en las elecciones de 1933, después de un programa hipercatólico destinado a salvar las instituciones amenazadas, perdieron súbitamente su interés por tan elevados fines, y prefirieron reducir bruscamente, hasta los límites de la miseria, los salarlos de los obreros y campesinos, ligeramente humanizados en el bienio anterior. Y, por supuesto, la evasión de capitales por parte de unos y las huelgas irresponsables, perturbadoras, por parte de los otros, hicieron todo lo posible por hundir una economía ya gravemente comprometida por la crisis internacional, y que reclamaba mayores y más inteligentes esfuerzos para salir adelante.
Si se toma un periódico español -EL PAIS, nacido ya en esta fase polítIca, sería el más representativo-y se mide el espacio destinado en sus columnas a los diferentes temas de que se habla, no puede menos de sentirse un escalofrío. ¿Es eso lo que realmente importa? ¿Son estas dos docenas de personas cuyos nombres y fotografías vemos a diario las que verdaderamente cuentan? ¿Son esas cuestiones que a toda hora se comentan las que van a. decidir la prosperidad, la libertad, el equilibrio de España? Eso que se pide todo el tiempo, ¿es lo que los españoles efectivamente quieren?
Consenso minado
Nunca me he sentido representado por unas Cortes que no he elegido, ni por las demás instituciones complementarias. El consenso que, por mil razones, positivas y, negativas a la vez, consiguió hace nueve meses la Monarquía, y que puede ser el núcleo de una plena legitimidad social, se está minando desde dos frentes: por la puesta en cuestión artificial de esa institución como tal, y las coacciones ejercidas sobre ella para impedirle crear una figura original y atractiva y asumir sus funciones propias y eficaces.
Tampoco me siento representado por grupos políticos a los que no he prestado mi adhesión, encabezados con demasiada frecuencia por residuos del régimen pasado, promotores, fundadores, entusiastas de lo que ya hace cuarenta años me parecía inaceptable, que tratan de compensar todo ello con una mera inversión mecánica de sus posturas.
La política no puede consistir hoy ni en «ganar tiempo» ni en «perder el tiempo». Debería intentar, más bien, reducir los puntos de fricción, aplazar para más adelante las cuestiones secundarias y los matices, renunciar a los motivos de discordia, enfrentarse con la empresa difícil de salvar la modesta prosperidad del pueblo español -ya tan comprometida-, devolverle su plena libertad, eliminar los podres «paralelos», asegurar el estricto respeto a la vida, a la expresión de las opiniones, a las diferencias, a la proyección histórica de España.
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