El último tango
El último tango, no es el de la película que escandalizó hace algún tiempo con sus osadías adolescentes, sino el que Maurice Bejart ha presentado, inesperada y casi sarcásticamente, en los grandes teatros filarmónicos.Bejart es el más original e inventivo de los coreógrafos modernos. Desde su Bélgica nativa ha lanzado al mundo su Ballet del Siglo XX en el que mezcla, iconoclastamente, la danza, la palabra y la música.
Con una imaginativa decoración, con vestiduras despojadas hasta la más simple y neutra malla, con decorados de extravagante simbolismo, con la utilización de nuevas posturas y actitudes y el aprovechamiento de los silencios y del movimiento rítmico de grupos, ha creado un espectáculo que está entre el teatro, el ballet y el manifiesto poético y político.
Con frecuencia, recurre a los grandes mitos y a las obras maestras de la poesía. Hace un ballet sobre Romeo y Julieta con los versos de Shakespeare, o construye toda una simbología gestual en torno a unas pocas Imágenes de Mallarmé, con música sucinta de Pierre Boulez.
Ahora ha entrado en Goethe, en busca del gran mito inagotable de Fausto. Ya lo sabemos todos, que Fausto es todo el hombre y que en él caben todas nuestras contradicciones. En un largo espectáculo, que toma episodios de los dos Faustos, Bejart pretende traducir la angustia existencial del hombre contemporáneo.
Para ello, explota la fundamental dualidad de Fausto y Mefisto. Los dos son intercambiables y terminan por ser el mismo personaje en un juego de máscaras y de apariencias que no tiene fin. Es la angustiosa búsqueda que no termina nunca del poder, del saber, del amor y de sus inalcanzables límites. Cuando todo parece haber terminado todo recomienza. La última imagen es la de Fausto niño que reencuentra a Mefisto y reinicia el diálogo con el que comienza el poema.
Para la música, Bejart escogió la Gran Misa en Si de J. S. Bach. Todo el teatro resuena con la vibración de los megáfonos que transmiten a pleno volumen la cadencia impetuosa de los órganos y las voces del gran drama místico. Para Bejart hay un sentimiento religioso en todo. Fausto es también como una gran misa.
Bach y la Cumparsita.
Pero de pronto, sin transición, en la escena en que los personajes desembocan bruscamente en lo humano, brota inesperadamente el tango argentino. Bach y la Cumparsita. El rezongo entrecortado de los bandoneones detrás de los grandes trémolos de los coros sacros. El contraste no puede ser más violento y alucinante. Y al mismo tiempo más Inasible e inhabitual.Y no ocurre una vez, sino que repetidamente vuelve el tango a llenar con su ritmo y su resonancia anacrónica y provocativa la escena donde se mueven Fausto, Mefisto y los grandes fantasmas sobrenaturales de la música de Bach.
¿Qué se ha propuesto Bejart con esta inesperada salida? Es difícil saberlo. Hay mucho de plebeya y nostalgiosa sensualidad en la manera como el conjunto de los danzarines entra, bruscamente, en el ritmo de aquella música proscrita de los grandes teatros y ya casi olvidada de su viejo público mundano.
¿Qué tiene que ver Fausto con el tango argentino? Supongo que ni el mismo Bejart lo sabe o lo podría explicar. A mis regocijados oídos de criollo llegaba aquella bocanada, casi conmovedora, de ritmos y danzas del Plata. No dejé de acordarme de Estanislao del Campo. Hace más de un siglo, el olvidado poeta popular puso a su gaucho simbólico a describir el Fausto de Gounod que había oído cantar en la ópera porteña. Debió parecer una humorada de dudoso gusto. No hubiera podido sospechar el buen Del Campo que, tanto tiempo después y en París, ya no sería un gaucho quien vendría a oír a Fausto, sino el propio mito de Fausto el que iba a recoger el tango, un avatar de la herencia gaucha, para presentarlo al público desconcertado.
Siempre ha tenido el tango un oscuro poder de seducción. Su ritmo dulzón y turbador halaga algún profundo sentido del hombre. Ha pasado de moda. ya no se toca en las salas de baile, pero a ratos, resurge con su poderosa atracción en algún modesto espectáculo y sacude a la gente.
Nadie habría pensado que pudiera servir además para expresar algunas formas del conflicto faústico del hombre y su destino. Ha sido Bejart el que ha tenido la intuición de hacerlo. ¿Qué consecuencias habrá de tener esta resurrección insólita ante inmensos públicos ávidos de modernidad expresiva?
Tal vez, junto a la música solemne de Bach, como un abalorio sentimental, quiso poner Bejart el tango argentino. Algún efecto ha de provocar ese inusitado encuentro con los espectadores del ballet del siglo XX.
Una aproximación como ésta no hubiera disgustado a los surrealistas. Ni probablemente tampoco al mismo Fausto.
Babelia
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