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Los misterios del arbitraje español

José Antonio Plaza, presidente del Comité Nacional de Arbitros, dio una buena mañana a los colegiados españoles permiso para «hablar». Este término se ha empleado y se ha hecho uso de él para realizar declaraciones en las casetas al finalizar un partido de fútbol y decir que fue «un claro penalti» o que «yo no percibí mano en el área». Al principio se dialogó sobre el trabajo de los árbitros; al final, la facultad de «hablar» acabó por enjuiciar la propia profesión.Pasado el ecuador de la Liga 1975-1976 se produjo el primer escándalo arbitral. Un colegiado firmaba una carta en la que denunciaba falta de honorabilidad en la actuación de un colega. El presidente del Comité Nacional de Arbitros y el de la Federación Española de Fútbol reconocieron la existencia de ese documento. Era la chispa que encendió la mecha en el polvorín arbitral.

El «caso Camacho» comenzó con una carta remitida por el colegiado asturiano Medina Iglesias al Comité Nacional de Arbitros en la que acusaba a su colega castellano de observar una conducta de dudosa honorabilidad en los prolegómenos del encuentro Burgos-Barcelona, disputado el 17 de diciembre de 1972. José Antonio Plaza y Pablo Porta, reconocieron en su día la existencia de esa misiva. Antonio Camacho demandó a su compañero y al presidente del Comité Nacional de Árbitros. En el acto de conciliación previo a la querella criminal contra José Antonio Plaza hubo avenencia. Finalizó así el primer capítulo del asunto, pero no concluyó el drama.

La bola que a Antonio Camacho corresponde en el Colegio Nacional de Árbitros no entra en el sorteo de partidos desde que comenzara su «caso». Y el colegiado insiste en demostrar contra viento v marca sus personales «cualidades de honradez y laboriosidad» y la «justa y brillante merecida fama» de historial deportivo». Se había hablado de que él pudo ser el intermediario entre el Barcelona y su colega Medina Iglesias para ofrecer a éste una cantidad de dinero ofrecida por aquella entidad con objeto de que el colegiado asturiano observase una «actuación favorable al mencionado club» catalán. Antonio Camacho no duda en enviar un requerimiento notarial a la sede de la entidad azulgrana. Requerimiento en el que, en resumen, se formula una sola pregunta: ¿intentó el F. C. Barcelona persuadir con dinero a Medina Iglesias a través de mi persona? La respuesta es negativa.

Entre tanto, la bola de Camacho sigue sin participar en el sorteo arbitral. La Federación Española de Fútbol no ofrece ninguna explicación y el Comité Nacional de Arbitros observa un impenetrable «mutis». El colegiado, erre que erre, vuelve a pedir explicaciones al organismo en el que está encuadrado. Y esta vez, no directamente, sino a través de un escrito notarial. El Comité Nacional de Arbitros todavía no se ha manifestado, aunque de alguna manera ha dado una respuesta por otra vía. En la lista de los 30 árbitros de primera división para la próxima temporada no figura el nombre de Antonio Camacho.

A raíz del «caso Camacho» se producen una serie de denuncias en el Comité Nacional de Arbitros, a las cine este organismo no ha dado salidas válidas. Balsa Ron, por ejemplo, en abril de este año, se dirige a su Colegio Regional, el Oeste, para dar cuenta de un intento de soborno. En este le aseguran que el asunto ha sido comunicado al Comité Nacional de Arbitros. Pero en San Agustín no encuentra eco aquella delación.

Olavarría, Sánchez Arminio y Medina Iglesias son nombres que aparecen relacionados con este tipo de denuncias. La profesión arbitral es un volcán en plena ocupación, pero la lava no llega a ladera. En Ios caos que se presentan se indica que el sujeto ha sido protagonista en potencia de un soborno. Se dan incluso nombres de entidades deportivas, pero nunca se detallan identidades de sujetos.

Aquellas, en rara ocasión, tienen difusión pública; éstas, excepción hecha del «caso Camacho», nunca.

Parece que las aguas vuelven a su cauce cuando un colegiado balear, Rigo, declara públicamente que entre los árbitros existe un «complot». Lo que hasta ese momento parecía una cuestión a solventar entre clubs resulta que se amplía para involucrar también a unos trencillas con otros.

«Los colegiados somos una familia mal organizada». Rigo da una definición de la plantilla de árbitros españoles para añadir que «Sánchez Ibáñez y Franco Martínez me vetaron». En la misma revista donde el trencilla balear hace las declaraciones, le responden los colegas a los que acusa. La obra esta escenificada pero el director de la misma, José Antonio Plaza, sigue sin encontrar un desenlace, aunque como en el caso de Camacho y López Samper, el nombre de Antonio Rigo Sureda, recusado por ocho clubs, perdida la internacionalidad y su bola en el Colegio, no aparece en la lista de árbitros que el Comité Nacional remitió el pasado julio a la Federación Española.

El estatus arbitral está supervisado por cuatro organismos: Comité de Arbitros, Comité de Competición, Junta Directiva de la Federación y clubs. Su labor se ve enjuiciada por unos estrictos tribunales compuestos por una serie de personas tan impotentes para evitar el adobo de subjetividad en sus criterios como lo son los colegiados -humanos al fin- para presenciar con ojos de mecánica ajustada a un Reglamento los encuentros que el bombo del Comité les ofrece.

El Comité de Árbitros, Comité de Competición, Junta Directiva de la Federación, en base al artículo 125 del Reglamento de la FEF, pueden imponer sanciones en el transcurso de la temporada a los árbitros, sanciones que determinan accesoriamente la perdida de puntos «en su clasificación en cuantía» e bien la suspensión «por tiempo determinado o por partidos».

El coco, no obstante, del estatus arbitral lo constituyen los clubs. Estas entidades tienen derecho a imponer su veto -llamado recusación- al colegiado con cuya labor estén disconformes. Y el trencilla no volverá a dirigir un encuentro entre aquel determinado equipo u otro cualquiera mientras la directiva del club en cuestión no le levante la lápida de la recusación.

Los tribunales para enjuiciar a los árbitros no tendrían objeto si estos no ofreciesen en ocasiones la imagen de una persona inclinada a las relaciones públicas y rompiesen el molde de asepsia que debería presidir su vida. Fue el propio José Antonio Plaza quién, para evitar, -falsas o no- interpretaciones al estado de ánimo de un colegiado, prohibió que se presentaran -en especial claro está-, en público con personas entroncadas a los diversos estamentos del fútbol. A más de uno le faltó discreción para tomar un ágape con algún directivo de club. A alguno le faltó moderación para exhibir un bien mueble que otrora fuera propiedad de un presidente de club.

Es harto frecuente que un aficionado grite en las gradas de un campo de fútbol «ese árbitro está comprado» o frases similares. La consigna es tan ilustre -por antigua- como el propio fútbol. Pero no es usual que una persona, profesional en un club manifieste que tal «colegiado vestía» el uniforme del equipo rival. Un análisis somero de las dos actitudes revela que existe en la actualidad, y de forma más acusada que nunca, una expectativa de recelo con respecto a los trencillas.

Lo que si está claro en la famia arbitral es la existencia de un cáncer. Si es benigno o maligno en lo que trata de saber. En cualquier caso, los doctores de la Federación Española de Fútbol y los del Colegio Nacional de Arbitros, tienen que pronunciarse sobre la enfermedad. Mientras no lo hagan, la familia que compone la afición tendrá motivos para dudar de la benevolencia o malicia del caso.

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