Las provincias del tiempo
Iniciado ya el último cuarto de nuestro siglo, el tiempo que vivimos parece corresponder a un mundo inédito, nuevo en sentido más fuerte de cuanto ha podido representar otro momento histórico respecto a sus precedentes. En verdad, y al menos en las tierras que llamamos Europa, la innovación ha sido incesante desde la edad moderna, hechos e ideas se han ido sumando en forma progresiva, y por ello, la historia ofrece un curso que la hace irreversible en cada uno de sus pasos. Se diría que la «materia» histórica, como la física, acusa una suerte de entropía que la imprime un rumbo direccional. Mas los decenios recientes han visto sucederse transformaciones de tan radical calado que la novedad del presente es extremada. Sin embargo, más nueva que ninguno de los hechos nuevos, lo que ha sobrevenido es una aceleración en el ritmo del cambio, y con ella una mudanza estructural en el modo como se los vive. Una de sus consecuencias es el tema sobre el que quisiera decir algo.El ritmo frecuente en el pasado ha sido el andante. Además, en el mundo antiguo y medieval la expectación no incluía la probabilidad de mutaciones fundamentales, sino de accidentes previsibles, y aun estando entonces la vida más sometida al azar lo estaba menos a lo por entero inédito. Con el mundo moderno se inició una era en la que a la milenaria conseja del Eclesiastés salomónico, «Nada hay nuevo bajo el sol», sustituye la impresión de que cada retorno solar ilumina una existencia renovada y distinta. Pero ha sido en el tercer cuarto de nuestro siglo cuando el ritmo del cambio, ya relativamente abreviado, ha tomado el galope. Al llevar ese tranco, a lomo de caballo, la impresión que se sufre es la de que las cosas se le vienen a uno encima. Es exactamente lo que hoy sucede. La veloz aproximación del futuro, su inminencia, llegada y traspaso, y la renovación de lo que se avecina, retiene y absorbe nuestra expectativa.
Precisamos que cada momento histórico no consiste en «un» presente sino en varios: los que definen a las generaciones que coexisten. Y los hechos descritos no conciernen por igual al joven que se estrena, al adulto activo, o al hombre acabado y en el anochecer. Los más afectados son, obviamente, los miembros de la generación formada «dentro» de ese cambio prestissimo, es decir, a la actual juventud.
¿Cuál es esa reforma estructural antes aludida? Por lo pronto, se ha originado una prolongación de la juventud, pues si la juventud consiste en inmadurez, y la madurez se alcanza, precisamente, cuando se conoce, por así decirlo, la espalda de las cosas... que se ven venir, tal averiguación resulta hoy inabordable. Y desde esa ensanchada juventud, el ritmo del cambio incesante parece experimentarse sin sufrimiento alguno. Sin frustación o añoranza, la juventud se encuentra, con visible complacencia, en el paisaje de su propio presente. Esa acumulación de novedades es tenida por el desarrollo de posibilidades que usufructúan como «niños mimados», pues presumen que las facilidades que reciben, más cuantiosas que jamás en la historia, les son debidas. Y confían, sin reflexión, que el futuro será no menos pródigo en dones, y que la herencia recibida sin esfuerzo es una cosecha inexhausta de la que no hay sino extraer recursos. E instalada en un «presentismo» satisfecho de sí mismo, la juventud propende al menosprecio del pasado, sin duda, menos «opulento», pero al que debe cuanto obtiene.
Una expresión hoy en desuso, porque las facilidades de trato y convivencia ha debilitado su motivación es el «provincianismo». Recordemos su alcance. El consabido provincianismo ocurre cuando la angosta visión de quienes residen en las pautas de un círculo de radio corto, les lleva a sobreestimar su entorno y a creer que lo que es ley en la provincia lo es igualmente en el ancho mundo. El paletismo del lugareño señala el extremo de esa pobreza de horizonte. Pues bien, ese fenómeno de clausura espacial, ese pensar que el ombligo del mundo está en la plaza de su pueblo, puede acontecer análogamente con el curso de tiempo, y llevar a una sobrevaloración del presente, seccionando del curso temporal, y desde el que, con supina ignorancia, se desdeñan las situaciones pasadas, por creer que los juicios ahora en uso se bastan para interpretar y decidir, con impertinente altivez, de sus propios fundamentos.
Este provincianismo temporal resulta especialmente agudo en la juventud española. Víctima de una política cultural constantemente aplicada a cortar los vínculos con el pasado, a imponer el principio de que «en España empieza a amanecer» cuando terminó la guerra civil, ha sufrido durante decenios la prédica de un utópico adanismo. En un librito que llevaba por título «Del pasado al porvenir» reuní varios ensayos que tenían por único argumento la oposición a esa propaganda y el propósito de restablecer la fracturada continuidad. Por fortuna hoy la situación es otra, y los estudios consagrados a redescubrir la vida española del primer tercio del siglo se multiplican al reconocerse que en él se contiene la clave indispensable para entender lo que está pasando e incluso el porvenir. En ocasiones, sin embargo, se incurre en ingenuos espejismos. Se habla de «recuperar» y de «salvar» a las obras y a los hombres de ese tiempo, cuando, en rigor, es la juventud la que necesita de ellos para «salvarse» del insidioso adanismo en el que ha sido deformada.
Pero el caso español podrá ser, meramente, más agudo. La conciencia histórica no ha llegado a la conciencia popular, y el iluso presentismo que la aceleración en el ritmo del cambio ha provocado en estos años, se manifiesta dondequiera. Si el lector se asoma a lo que Ortega escribía en «La rebelión de las masas» acerca del «señorito satisfecho» hallará otra de las fuentes de este nuevo provincianismo. Reconocerlo es el camino para dejar de ser un «paleto de nuestro tiempo», y para poder afrontar, con más ancha visión, el futuro inagotable que nos atrae. «Ars longa vita brevis»; el arte es largo y la vida breve. El gastado tópico cobra vigor, una vez más.
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