La palabra escrita y la "organización" de la democracia
Estamos viviendo unos meses de lucha por la democracia a muy diferentes niveles; a través de los todavía insuficiente mente legalizados partidos, de los sindicatos, de la espontaneidad más o menos regularmente canalizada de sociedades profesionales, asociaciones de vecinos, asambleas de empresa y de estudiantes, comunidades de padres de niños en los colegios, manifestaciones públicas, autorizadas o no... No, nunca, a través de «las masas». La gran paradoja del régimen franquista es que se denominase «democracia orgánica». Por supuesto que no era democracia. Pero tampoco tenía nada de realmente «orgánica». Los obreros, sometidos a la burocracia paraestatal de los llamados sindicatos verticales, eran reducidos a la condición de masa inorgánica, de la que solamente a partir de las asociaciones católicas HOAC y JOC, de las Comisiones Obreras después, lograron en parte salir, precisamente «organizándose». La sociedad de consumo, en la que artificial, precipitadamente, se ha sumido al país -y el precio de este insostenible ascenso en el nivel de vida, sobre la base del turismo y de las divisas ahorradas por la mano de obra exportada, se va a empezar a pagar ahora-, es ni más ni menos que sociedad de masas. La radio y, sobre todo, la televisión, dirigida por el durante tantos años Ministerio de Desinformación, ha servido eficazmente al designio de masificación del país. El régimen franquista no ha sido democracia orgánica, sino, por el contrario, autocracia masificante, inorgánicaClaro está que a la expresión democracia orgánica, falsificada por el franquismo, la ha dejado éste imposible para nosotros. Pero uno de los principales problemas que se plantearán tan pronto como se desemboque, de verdad, en la democracia, será el de hacer ésta más Orgánica u organizada, más directa y desde la base, menos unilateralmente de partidos políticos, menos anilateralmente « representativa » de lo que en otro tiempo fue. Aunque, por supuesto, el régimen representativo y de partidos sea conlición sine qua non de toda democracia moderna, imposibilitada para el gobierno inmediato del pueblo por el pueblo. Hoy, en contraste con lo que ocurría en los años treinta, se siente la necesidad de complementarla. Es decir, de dotar de forma a la expresión política a lo ancho de todo el espectro social, de configurar y «organizar» la democracia. Un Estado, en tanto que destruye las organizaciones intermedias (o las arrumba, corno la URSS ha hecho con los «soviets»), las somete dictatorialmente, como en España se ha hecho con los municipios y el sindicato, o mantiene anacrónicamente la apariencia de una representatividad de la llamada «célula familiar», por otra parte hoy a todas luces desintegrada, implanta un régimen totalitario. Pues totalitarismo no es sino autocracia, aparato estatal y, por debajo, masa inorgánica. El sarcasmo de llamar democracia orgánica a lo que hemos padecido responde, en definitiva, a nuestra adulteración del modelo fascista, teñido de corporativismo verbal para contentar a la derecha católica tradicional.
He citado al principio los principales agentes de reorganización de la participación política, frente a la masificación franquista, pero omití hacer mención del muy importante de la prensa, al que quiero dedicar párrafo aparte. La teoría establecida -McLuhan dixit- a la que ha rendido culto el Ministerio de Información, desde Fraga, a veces sin saberlo -no me imagino a un Sánchez Bella, por ejemplo, versado en estas cosas-, es la de que lo importante es controlar enteramente los mass media de la nueva Era, pues la prensa carecería de incidencia sobre -otra vez- la masa y, moviéndose en pequeños circuitos cerrados, sólo convencería a los residuales partidarios de la comunicación alfabetizada, de antemano persuasibles y, por tanto, ya irrecuperables. Y sin embargo en España las cosas están ocurriendo de muy otra manera. El país cambia rápidamente ante nuestros ojos. (Otro día veremos hasta qué punto, según creo, se trata de un cambio, bien meramente oportunista -lo que, como síntoma, es importante y pienso que positivo-, bien más superficial de lo que podría parecer.) Desde que se ha roto el monopolio de la desinformación, una parte de la prensa y, por supuesto, ésta, de factura muy clásica, en la que escribo, está reconformando la mentalidad colectiva, mediante la palabra escrita. Y, en cambio, la televisión, perdida ya toda credibilidad, empieza a ser usada, aparte su función universalmente estupefaciente, para proporcionar en directo el espectáculo de la política y sus actores, pero de ningún modo como medio de interpretación válida de los acontecimientos. Así, el «ver» y el «interpretar» se disocian. La TV vale para lo primero, pero su descrédito aumenta por días en cuanto a lo segundo.
El cambio hacia el descrédito es importante y en un cierto sentido, en cuanto generalizado, muy grave. Del teatro a puerta cerrada -El Pardo, la Presidencia y los Ministerios, las Cortes-, al que ningún español ajeno a la clase política tenía el menor acceso, hemos pasado a la política como «espectáculo», a la vista de todos y, con frecuencia -Arias Navarro y sus melodramas, los «números» de Fraga, la crisis última con su intríngulis, sus intrigas y su desenlace- espectáculo penoso, carente de dignidad, representable pero impresentable.
Sí, el hermetismo franquista tenía sus ventajas, y mientras se mantenía corno tal, es decir, en silencio, podía inspirar el respeto propio de los políticos arcana. Eramos relativamente pocos los que, ioportándole, y qué remedio, disponíamos de la válvula de no tomarlo intelectualmente en serio. Dentro de poco, si las cosas siguen así, nadie tomará en serio al Gobierno de turno y esto, repito, es muy grave. Un régimen político azonablemente asentado debe estar igualmente alejado de la sacralización y de la burlería.
Un amigo de mi edad solía decir jue nuestra generación ha sido la última en conservar respeto a sus naestros. En un cierto sentido, el del antiguo concepto de «respetabilidad» estamental, probablenente tenía razón. Mas los intelecuales necesitarán siempre, para seguir siéndolo, tener, en cuanto ales, autoridad moral. Y lo mismo es ocurre a los políticos.
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