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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La hora de articular el centro político

No parece aventurado pronosticar que algunos de los hombres recientemente relevados del Gobierno tienen por delante un atractivo porvenir político. Tampoco es dudosa la calidad de varios de ellos como auténticos hombres de Estado, en todo el generoso sentido del concepto, y de seguro que habrán de estar llamados a influir notablemente en esta heterogeneidad que, entre la moderación y el liberalismo, llamamos centro con inevitable imprecisión espacial.A mi juicio, y en el futuro, ese espectro que abarca desde la socialdemocracia hasta la derecha liberal, deberá jugar un papel importante en nuestro país. Un papel difícilmente comparable al de alguna organización similar en las democracias occidentales. Y la causa de esta singularidad no es otra que la radicalización del socialismo español. El señor Prados Arrarte, desde estas mismas páginas, centró con claridad el tema no hace mucho. Y si a su exposición añadimos que, en tanto que el socialismo será izquierda por antonomasia, habrá además, a la derecha de la derecha liberal, un sector ideológico nada despreciable formado por la coexistencia -que no convivencia fraternal- del postfranquismo y de variantes neofascistas; queda claro que ni la socialdemocracia, en rigor, podrá aspirar a ser protagonista del hemisferio socializante, ni el liberalismo conservador a monopolizar el hemisferio opuesto. De ahí que, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra o en Italia, por ejemplo, en que los terceros partidos que templan la dicotomía ejercen un mero papel arbitral, se pueda prever aquí la presencia de tres contendientes aproximadamente equipotenciales y bastante bien perfilados que se corresponden con la clasificación tripartita clásica: izquierda, centro y derecha, debiéndose establecer, en buena lógica, el diálogo parlamentario fundamental entre la izquierda, más drástica que la europea, y el centro, también a siniestra respecto al de aquellos países y con mayor carga social en sus planteamientos ideológicos, quedando la derecha reaccionaria como simple elemento equilibrador del abanico político total.

El funcionalismo de este esquema exige, como ingrediente previo y sine qua non, la organización a fondo de las respectivas fuerzas concurrentes en el juego parlamentarlo. La izquierda, basada sobre una dogmática común relativamente rígida, llegará fácilmente a la fusión en cuanto lo exija una confrontación electoral. No es previsible, por inercia mimética, el frente popular, pero sí la colaboración estrecha por la concomitancia ideológica. El centro, en cambio, hallará varios y mayores problemas. El primero, el acuerdo entre grupos no distantes pero incomunicados, con escasa experiencia democrática y proclives, por tanto, a personalísimos y elitismos; el segundo, la captación de ciertos grupos burgueses, tradicionalmente indolentes y despolitizados; y el tercero -last but not least- la construcción de una programática lo suficientemente flexible como para atraer una base considerable por su contenido social, al tiempo que a las corrientes liberales y demócrata-cristianas, lo que exigirá una adecuada y dinámica formulación del, pacto social como programa de partido, y una contemporización del «reformismo» ilustrado con la teleología socialdemócrata, hasta llegar a un aceptable consenso.

La salida del Gobierno -nadie sabe aún por cuanto tiempo- de estos hombres de que hablaba más arriba, debería propiciar la atención de su actividad hacia la consecución de este movimiento político centraI. Si bien lo más urgente para el país es, sin duda, llegar ya sin más demora a institucionalizar una democracia, aunque sea incompleta y provisional, no lo es menos el articular con realismo las fuerzas políticas que habrán de encauzar, lo más ajustadamente posible a la realidad del pueblo, la participación ciudadana.

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No se escapa que ningún observador objetivo que la actual dispersión de grupúsculos en el espectro político, relativamente amplio, a que se refieren estas líneas, no procede de una paralela discrepancla de principios ideológicos. Hay, más bien, que buscar la causa en las tradicionales enemistades políticas que privan el que pueda constituirse jerarquía alguna desde el momento en que cada cual quiere ser sólo patrón y nadie marinero. Cuando la coincidencia de todos estos prohombres, que no menciono expresamente por temor a que se quede alguno en el tintero, es tan obvia, mantener el recelo mutuo, o seguir con el juego pueril de competencias, desaires o escarceos, no conduce sino al caos de siglas que padecemos y, en último término, al fracaso de unos Ideales que quiérase o no, son en esta zona colectivos.

Resulta significativo que los procesos integradores de tendencias en plataformas unitarias hayan sido tanteados solamente, con éxito relativo pero meritorio, por los sectores a babor y a estribor de quienes han tenido, y en cierto modo todavía tienen, el poder. Y ello, cuando no parece aventurado afirmar que, hoy por hoy, ese centro que he pergeñado antes, tiene la mayor clientela del país. Es cierto que difícilmente puede hacerse partido desde el poder, y si se hace, nace a menudo paticojo y corrompido. Pero la presente ocasión, de manos libres en quienes pueden protagonizar la convocatoria para esta empresa, es una gran oportunidad para el logro de esta moderación organizada que puede asimismo, y por paradoja, venir a remediar el garrafal error político que han cometido los consejeros de la Monarquía, al asegurar una opción de poder en un marco templado para las primeras instancias del pluralismo efectivo, lo que habría de permitir la cómoda instalación constitucional de la Corona en su ya definitiva andadura, concluida la pesadilla de la transición.

El país requiere que se combata el hábito, ejercitado en tan largo período, de la personalización del poder. Para ello habrá que desmontar vanidades y que sacrificar protagonismos, pues de ocurrir de otro modo, el factor positivo que ha de ser para España la existencia de numerosos estadistas en condiciones de regirla, puede volverse negativo y peligroso si la noble pugna por el poder llegara a convertirse en una competencia de promociones individuales. El patriotismo no ha de ejercerse tan sólo en las esferas celestes del dominio político, sino también, y aún con más intensidad, en las lides oscuras y poco brillantes de la organización política de la sociedad, de modo que la partitocracia no haga de la política una ficción,sino un calco exacto de la voluntad plural de los españoles.

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