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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

De las promesas a los compromisos

«UNA DECLARACION prometedora», titulábamos ayer nuestro comentario sobre las líneas programáticas del Gobierno Suárez tras una rápida lectura hecha casi de madrugada. Un análisis más reposado y tranquilo del texto confirma esa impresión inicial en lo que respecta al preámbulo y a los cuatro primeros puntos de su contenido. Dejamos para sucesivos comentarios, que no siempre serán de igual tono, los temas de los que se ocupan los puntos restantes: la dialéctica entre mantenimiento del orden y ejercicio de las libertades, el problema de las nacionalidades y las regiones, las relaciones con la Iglesia, la política económica, la libertad sindical, la educación, la instrumentación de la amnistía, etcétera. Por lo pronto, el lenguaje de la declaración es claro y su articulación teórica es coherente. A diferencia de los textos de la vieja escuela, no es preciso desenredar la maraña de la retórica para buscar con buena voluntad ideas dignas de apoyo, ni su vehículo transmisor son expresiones voluntariamente ambiguas o sinónimos poco comprometedores.

Así, el Gobierno no sólo expresa la convicción de que «la soberanía reside en el pueblo» y proclama su propósito de instaurar «un sistema político democrático», sino que adelanta los rasgos concretos que, al menos en teoría, impiden utilizar esos conceptos para designar realidades «orgánicas» que son su contrario. En efecto, la declaración señala que las instituciones democráticas se basan «en la garantía de los derechos y libertades cívicas, en la igualdad de oportunidades políticas para todos los grupos democráticos y en la aceptación del pluralismo real».

Aún más, la enunciación programática deja bien claro las diferencias de los actuales poderes legislativo y ejecutivo y su inadecuación para un sistema democrático. El servicio histórico que el Gobierno se propone prestar incluye su propia provisionalidad y transitoriedad. Su única misión es hacer las reformas legales necesarias «a fin de que puedan surgir las mayorías que informen en el futuro la composición de las instituciones representativas y el propio Gobierno de la nación».

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El mismo propósito de desinflar la retórica y descender del cómodo olimpo de las generalidades parece animar la enumeración de los instrumentos necesarios para la realización de ese programa: el ejercicio de las libertades públicas corrigiendo los textos iguales que lo restrinjan; la libertad de expresión como medio «para que la sociedad pueda manifestar su pluralismo natural y el pueblo pueda organizarse en libertad en torno a aquellas opciones que más se acerquen a sus aspiraciones»; el diálogo con la oposición, la aceptación de la crítica y «el reconocimiento del servicio que presta la discrepancia civilizada».

Sin duda alguna, en el saludable descenso hacia lo concreto la declaración es un hito: baste con recordar, no ya las vaguísimas y mistificadoras formulaciones del Fuero de los Españoles o de los Principios del Movimiento, sino el más próximo ejemplo de ambigüedad que representó el «espíritu del 12 de febrero».

Ahora bien, aunque claras y concretas, se trata de promesas, no de compromisos.

Ciertamente, la declaración anuncia elecciones generales para antes de un año. Ciertamente, el «renovado impulso» con el que el Gobierno se propone proseguir el proceso de transformación política parece tener un objetivo democrático.

Ciertamente se prevé la necesidad de promulgar nuevas leyes y de derogar otras para facilitar «la acomodación de los textos legales a la realidad nacional». Ciertamente, el anuncio de que la reforma constitucional será sometida «a la decisión de la nación» despierta la esperanza de que se recurra directamente al referéndum y se renuncie a la penosa y mala comedia de que sean las Cortes las que decidan su propia desaparición.

Sin embargo, la salvedad de que el Gobierno realizará su programa «atendiendo con criterios realistas las circunstancias políticas de cada momento» significa en la práctica la invitación a que la opinión pública extienda un nuevo cheque en blanco a favor del Poder. El procedimiento nos parece peligroso, máxime cuando un eventual incumplimiento de las promesas podría llevar a la bancarrota de la propia Monarquía. Todavía una última cuestión, esta vez de fondo: si la reforma constitucional no consiste en atribuir todo el poder legislativo y la capacidad para designar y destituir al Gobierno a un Congreso elegido por sufragio universal, renunciando así a ese Consejo del Reino y a ese Senado, semiorgánicos y cuasi -surrealistas que dibujaban el anterior proyecto reformista, y si no se legalizan todos los partidos políticos, el espíritu de la Declaración programática habría sido desvirtuado por los propios que la escribieron.

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