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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Crisis de Gobierno o crisis de Estado?

La última crisis de Gobierno ha dado lugar a los más variopintos y peregrinos comentarios. Por un lado, se ha pretendido ver en la juvenil configuración del nuevo equipo ministerial un factor positivo para el cambio y la democratización, olvidándose, consciente o inconscientemente, que el hecho biológico de la juventud no es, en el plano político, definidor de nada. Es cierto que en los estudios de Ciencia Política sobre actitudes se suele señalar un mayor radicalismo en el joven que en el hombre ya maduro. Pero no es menos cierto que ese radicalismo puede ir tanto en favor de la democracia como en su contra. Si jóvenes fueron los protagonistas del proceso revolucionario democrático francés (Mirabeau, Saint-Just, Danton, Robespierre... etc.), jóvenes fueron también los que, a las órdenes directas de Hitler o Mussolini, protagonizaron las grandes aventuras antidemocráticas del siglo XX. Hablar, por tanto, de la juventud del nuevo equipo ministerial carece políticamente de significado, aunque pueda tenerlo, y en alto grado, para las revistas del corazón.Ahora bien, por otro lado, y en ese cúmulo de observaciones reticentes y críticas dirigidas al Gobierno Suárez, se ha incurrido en un error de signo contrario que no conviene pasar por alto. Porque se trata de un Gobierno de desconocidos, de «leales desconocidos» hablaba hace unos días el rotativo londinense The Guardian; no han faltado los comentaristas que han puesto en solfa su carácter representativo, dando a entender que la designación de otras personas hubiera producido una tonalidad democrática mayor en la actual situación política. Se ha olvidado, de este modo, algo tan elemental como es el hecho de que la democracia no es cuestión de designación, sino de elección, y que cualquier Gobierno nombrado conforme al procedimiento prescrito en el ordenamiento constitucional español, hoy por hoy vigente, no podría, en ningún caso, ser considerado como un Gobierno democrático. Preferencias personales aparte, desde un punto de vista estructural y objetivo, los mismos problemas, contradicciones y limitaciones que afectaban al Gabinete de Arias Navarro son los problemas, contradicciones y limitaciones con los que va a topar el Gabinete de Suárez González, o ante los que hubiera tenido que enfrentarse cualquier otro.

Se quiera o no reconocer, la problemática política española es mucho más profunda y compleja como para que pueda reducirse al simple anecdotario de una crisis ministerial. Lo que hoy se dirime en España no es esa mera cuestión técnica en cuya virtud de lo que se trataría sería de encontrar los hombres más aptos para cumplir y satisfacer las funciones del Estado. De lo que se trata, nada más y nada menos, es de lograr la coherencia necesaria que asegure la estabilidad imprescindible para la propia forma monárquica del Estado. Por eso la gran diferencia entre la crisis de Gobierno última y la que en 1909 determinara la dimisión de Antonio Maura, estriba, pese a los paralelos históricos que han querido verse en ellas, en que Don Alfonso XIII operaba en el marco de una Monarquía Constitucional, con un mínimo de coherencia interna, mientras Don Juan Carlos I opera dentro de un sistema de indefinidos e imprecisos contornos que convierten en ambiguas todas las actuaciones del Monarca. De esta suerte, si el cese en 1909 del político mallorquín pudo servir a la Monarquía como respuesta y solución a los acontecimientos derivados de la Semana Trágica y del fusilamiento del anarquista Ferrer, el cese de Arias Navarro ha servido de muy poco.

Se llega por esta vía a la tremenda y paradójica conclusión de que una crisis deseada por amplios sectores de la opinión ha convertido en una operación inútil y, en cierto modo, políticamente peligrosa. Veamos por qué.

Para lograr un mínimo de coherencia y estabilidad política, admitido, como tantas veces se ha repetido, que la Monarquía es más una forma de Estado que una simple forma de Gobierno, es obligado comenzar por definir con claridad con arreglo a qué supuestos se desea articular, en nuestro país, el principio monárquico. En este sentido, sólo caben dos alternativas a las que, en definitiva, se reconducen todas las clasificaciones de los regímenes políticos. 0 se defiende una concepción autocrática del Estado, representada, en los Estados monárquicos, históricamente, por el absolutismo y actualmente por las Monarquías del Tercer Mundo afro-asiático, o se defiende una concepción democrática del poder, simbolizada por las llamadas Monarquías nórdicas europeas. Lo que no cabe, en ningún caso, son los términos medios. La autocracia tiene sus reglas, como la democracia tiene las suyas, y ambas son incompatibles entre sí.

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¿Crisis de Gobierno o crisis de Estado?

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A nadie se oculta, y el propio Monarca así lo ha manifestado en diversas ocasiones, el deseo de la Monarquía española de construir una Monarquía Constitucional al estilo europeo. Proceder de otro modo sería impensable a la altura de los tiempos que vivimos. Ocurre, sin embargo, que, por no existir un régimen constitucional homologable a los ordenamientos constitucionales europeos, todas las acciones emprendidas por la Corona se ven sometidas a un proceso lleno de contradicciones y ambigüedades. Mientras los monarcas del norte de Europa, por operar en contextos políticos democráticos, pueden neutralizar al máximo su acción política hasta convertir en realidad el consabido principio de «los reyes reinan, pero no gobiernan», el Monarca español, convertido por imperativo legal del propio sistema en su pieza medular, se ve obligado a reinar y gobernar. Y he aquí el problema: como quiera que esa forma de gobierno que las leyes establecen responde a los modos y procedimientos autocráticos del franquismo, los deseos democratizadores de la Corona no sobrepasan el mundo de las buenas intenciones. En este sentido, lo menos significativo de la crisis ministerial última son los nombres que han sustituído al equipo anterior. Lo verdaderamente importante es que la crisis se ha provocado, se ha desarrollado y resuelto de la misma forma y obedeciendo a los mismos esquemas en. que las crisis se producían bajo el mandato del General Franco.

Se comprende ahora su perfecta esterilidad histórica y hasta, me atrevería a decir, su peligrosidad política. Por una tremenda ironía del destino, lejos de constituir un paso en el camino de la democracia, para lo que probablemente fue pensada, en su configuración estructural más profunda, presupone una inevitable marcha atrás. De poco servirán las declaraciones y proclamas democratizadoras de un Gobierno que, por su origen, carece de toda legitimación democrática, mientras no esté dispuesto a patentizar públicamente su vocación y su destino de Gobierno transitorio. El paso de la autocracia a la democracia no es solamente cuestión de proclamas ni de declaraciones grandilocuentes, sino que es, ante todo, una cuestión de hechos y de realidades. Si las Monarquías europeas han podido conservar ese prestigio casi mítico y religioso que caracterizó siempre a la institución real, hasta el punto de que sigue teniendo vigencia en ellas el viejo aforismo de la tradición inglesa según el cual «el Rey no puede equivocarse» (the King can do no wrong), ha sido porque los imperativos populares y democráticos han venido a suplir las decisiones del Monarca. Justamente porque los Reyes se despojaron de muchas de sus atribuciones, haciendo de la prerrogativa regia una especie de reliquia histórica, es por lo que se puede seguir apelando a su infalibilidad.

Como es obvio, si a lo que se aspira para España es a un régimen político similar a los existentes en Europa Occidental, será necesario seguir su ejemplo y romper con el conjunto de ambigüedades a que hoy estamos sometidos. Si para construir una Monarquía estable es necesario el cumplimiento de unas exigencias democráticas mínimas, hora es ya de que se vayan realizando. Proceder de otra manera, y perpetuar, consciente o inconscientemente, los procedimientos autocráticos constituiría un lamentable error.

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