Información, participación y remuneración, derechos comunes de accionistas y trabajadores
Definida la empresa, hay que dotar al empresario con un estatuto propio y distinto del capital y del trabajo, caracterizándolo como «el que tiene la idea de emprender la busca de un objetivo», conjuntando para ello al capital y al trabajo, en las proporciones necesarias.
El empresario
Es preciso reconocer el papel que al empresario corresponde en la creación y dirección de la empresa, cuya posibilidad de ser privada y libre hay que defender a ultranza, como consecuencia lógica e ineludible de la concepción cristiana de la sociedad que, en sus últimas raíces, ha informado hasta el momento la civilización occidental. Es decir, es necesario subrayar la importancia y valor social de la «decisión libre de emprender», estimulando el «espíritu de empresa» principalmente con condiciones económicas y fiscales que faciliten la creación y el desarrollo de empresas pequeñas, medianas y grandes, pero también rodeando al «empresario» de la consideración y prestigio social que merece el que se arriesga a emprender la creación de puestos de trabajo y de oportunidades de inversión. El hecho de que en muchas ocasiones, sobre todo en las empresas pequeñas y medianas, el empresario tenga que aportar la totalidad o gran parte del capital de la nueva empresa no hace sino añadir más categoría al que prueba la confianza en su proyecto comprometiendo su patrimonio, pero no debe despojarle de su condición de empresario —emprendedor—, que por definición es sujeto activo del proceso, para reducirlo a la de capitalista —inversor—, que, en ocasiones, puede ser mero sujeto pasivo.
El principio de autoridad
Definida la condición de empresario, hay que definir los derechos y deberes que al empresario como tal le corresponden. Y el primero de todos ellos es el de dirigir la empresa con plena responsabilidad y libertad de decisión, porque sin libertad no puede haber responsabilidad. Hay que afirmar plenamente el principio de autoridad en la empresa. Las decisiones finales de la dirección, por afectar a la supervivencia y al desarrollo de la empresa, no pueden estar sujetas, en todo momento y sobre todos los temas, a las normas de la democracia política. Sin merma de los procesos de consulta y deliberación, debe haber en la empresa quien tome la última decisión con plena autoridad. Y este derecho debe corresponder al jefe de la empresa. Por ello, ni es aceptable que el jefe de la empresa sea elegido por el sufragio de los trabajadores ni que su actuación sea sometida al voto de confianza o censura de los mismos. La autoridad del jefe de empresa no es una simple «potestas», sino una «autoritas», cuyo ejercicio será reconocido y aceptado, de hecho, no sólo por todos los que componen la empresa, sino también por todos aquellos que se relacionan con la empresa y sin cuya confianza la empresa tampoco sería posible; es decir, proveedores, clientes, banqueros, etc. Pero, en primera instancia, esta autoridad dimana de la decisión de emprender y, por tanto, el que emprende justamente puede arrogarse la autoridad para dirigir.
La mejora de la gestión
No cabe duda que, sentado este principio de autoridad, cabe mejorar las formas de administración y gobierno de las empresas. No entran en los límites de este artículo las formas prácticas y concretas de hacerlo, pero entiendo que los principios de tal reforma deben ir en la línea de la profesionalización de los Consejos de Administración y de la Dirección, corrigiendo todo aquello que pueda ser mantenimiento situaciones de privilegio, sin aportación efectiva, directa o indirecta, a la prosperidad y desarrollo de la empresa. Si, como los órganos representativos de las empresas deben recabar, se logra que su colaboración sea admitida en la elaboración del informe que, en nuestro país, debe preceder a todo intento de disposiciones legales de reforma, estoy seguro que se encontrarán las maneras, aportadas por los propios empresarios, cuyo ánimo progresista en busca de una mayor eficacia empresarial es evidente.
Los accionistas
Establecido el estatuto de la dirección, debe abordarse el de los dos restantes participantes en la empresa; es decir, los accionistas y los trabajadores. Empezando por los primeros, parece claro que toda reforma de la empresa que se centrara sólo sobre el traído y llevado tema de la participación de los trabajadores en la gestión y en los beneficios, olvidando la condición de los accionistas, sería una reforma falsa o, por lo menos, muy incompleta y, sin duda, contraproducente desde el punto de vista del bien de la empresa y. por tanto, del país, cuya célula económica es la empresa. Toda verdadera refirma de la empresa debe abordarla mejora de la condición de los accionistas en su triple derecho: remuneración, información y participación en la gestión.
En cuanto a la remuneración, hay que partir del principio de que las empresas necesitan capitales propios para financia sus inversiones permanentes. Y, siendo reducidas las posibilidades de la autofinanciación, hay que apelar a capitales nuevos. La remuneración de estos capitales tiene lugar a través de los dividendos y las plusvalías; las segundas dependen de las dotaciones a reservas y del comportamiento de la Bolsa. Dejando este último aspecto, que sólo indirectamente y en parte depende de la gestión empresarial, el dividendo y la dotación a reservas son función del beneficio que se logra, después del pago de los impuestos sobre beneficios y rentas del capital. Aquí las líneas de la reforma deben partir del reconocimiento de que los efectos erosivos de la inflación afectan tanto a los accionistas como a los trabajadores. Hay que desterrar la falsa idea de que el accionista es un ser privilegiado al que, en todo caso, hay que reducir sus rentas en beneficio del otro participante. El accionariado de las empresas españolas está constituido en su gran parte por modestos inversores que cuentan con sus rentas, y estas rentas hay que protegerlas y corregirlas del deterioro inflacionista.
Para ello habrá que adoptar, ante todo, medidas concretas que permitan la regularización permanente de los balances, a fin de que el patrimonio de los accionistas esté siempre expresado en pesetas actuales.
También deberá progresarse en la adopción de beneficios fiscales a favor de la autofinanciación, sin tampoco gravar excesivamente las cantidades distribuidas como dividendo, que ya han soportado el impuesto sobre beneficios, y, desde luego, suprimir toda disposición que sea a causa de doble imposición de dividendos repartidos a través de cadenas de sociedades. Finalmente, un tratamiento fiscal generoso y permanente de las plusvalías de realización de acciones, que estimule la inversión, debe completar el tratamiento del accionista en cuanto su remuneración.
La información a los accionistas
En cuanto a la información a los accionistas, la reforma de la empresa debe tender a hacerla más pronta, más frecuente, más clara y, desde luego, verídica. Para ello, las medidas podrían ser: obligatoriedad de un plan nacional contable uniforme para cada sector; obligación de someter las cuentas anuales a una auditoría externa y solvente; modelo de Memoria Anual en la que, prescindiendo de literatura inútil, se exigiera un mínimo de información contable y financiera presentada de manera uniforme y que permitiera la comparación con la propia sociedad a lo largo de los años y con las otras sociedades del sector; obligación de presentar balances y cuentas consolidadas cuando se trate de grupos de empresas; información sobre el balance social de la empresa para que el accionista, al lado de la información financiera de la sociedad, pueda conocer la situación global de la empresa en la que tiene invertido su capital; y, finalmente, estímulos fiscales para aquellas empresas que alcanzaran unos mínimos de prontitud y frecuencia en la información.
La participación de los accionistas en la gestión
En cuanto la participación de los accionistas en la gestión, hay que ir a la distinción entre accionistas estables y accionistas de tránsito o especulativos, condicionando determinados derechos a la posesión de acciones durante un cierto número de años. Y hay que ir también a una modificación profunda del sistema de Juntas Generales, cuyas exigencias y mecanismos han quedado enormemente desfasados de la realidad de hoy. Debería estimularse la creación de oficinas para recibir y contestar consultas, ruegos y sugerencias de los accionistas estables, a lo largo del ejercicio y sin esperar a la Junta General. Sin suprimir el acto formal de la Asamblea Anual de Accionistas, para no privar a nadie, con sufificente derecho, de la posibilidad de expresarse verbalmente, debería establecerse y reglamentarse la aprobación anual de las cuentas y de la gestión mediante el voto por correspondencia que, sin quitarla facultad de remitir la delegación en blanco a favor del Consejo, permitiría a los accionistas estables opinar sobre cada una de las propuestas sometidas.
Los trabajadores
Llegando a los trabajadores, la reforma de su estatuto debe responder a un verdadero deseo de mejorar su situación, mejorando la empresa como un todo, ya que sin ello, a largo plazo, toda reivindicación es ilusoria. Para ello, la primera condición es que los trabajadores, en la apreciación de sus condiciones dentro de su concreta empresa, deben poder estar libres de cualquier coacción política o sindical procedente del exterior de la empresa. Partiendo del supuesto de la pluralidad sindical y de la libertad de sindicación, debe establecerse que, tanto para las relaciones con la dirección de la propia empresa como para el acceso a los organismos de encuentro con los empresarios, a nivel de rama o de zona geográfica, la representatividad debe poder ser otorgada por el conjunto de todos los trabajadores a cualquier candidato, pertenezca o no a una central sindical. Es decir, que las elecciones para enlaces o representantes sindicales, jurados o comités de empresa y órganos de administración deben ser por sufragio universal y secreto de la totalidad de la plantilla. Admitido lo que precede, los aspectos de la reforma que tocan al estatuto del trabajador deberían discurrir en paralelo a los que antes he señalado para el accionista.
La información a los trabajadores Por lo
Por lo que respecta a la información, procede avanzar en la línea, ya definida, de la obligatoriedad de proporcionar a los Jurados de Empresa una información periódica y amplia sobre la marcha de la empresa, tanto en sus aspectos económicos como sociales. En este aspecto debe tenderse a que la información que se facilite a los Jurados de Empresa no sea inferior en cantidad y en calidad a la que se proporcione a los Consejos de Administración. Este paralelismo, en cuanto a la información, es completamente congruente con la concepción tripartita de la empresa satisface a la obligación que el empresario o dirección de la empresa tienen de rendir cuentas a los dos actores que utilizarán para el logro del objetivo empresarial, es decir, el capital, genéricamente representado por el Consejo de Administración, y el trabajo, genéricamente representado por el Jurado de Empresa.
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