La reforma de las palabras
La innovación de las formas políticas durante la era de Franco fue una fachada de cartón-piedra, destinada a disimular la probreza y antigüedad del edificio estatal construido tras la guerra civil; con el agravante de que en muchos casos, su diseño no era sino un plagio del decorado levantado por los Potemkim italianos después de la marcha sobre Roma. El gusto por las apariencias desembocó tanto en un abigarrado conjunto de instituciones cuya pretensión de representatividad quedaba desmentida por su propio fundamento, como en la acuñación de términos vacíos de contenido, a los que se hacía pasar por conceptos. Aparte del enriquecimiento de los diccionarios de sinónimos que ese esfuerzo imaginario produjo y del prestigio académico que sus autores pudieran lograr en alguna dictadura latinoamericana, importantes razones de Estado aconsejaban fomentar el frenesí verbal.Por ejemplo, la «democracia orgánica» es habitual tributo rendido por el vicio a la virtud, con la esperanza de cobrar honorabilidad en el intercambio: el sustantivo hacía descansar la legitimidad del régimen en la soberanía popular sin correr el menor peligro, ya que el adjetivo de escolta se encargaba de impedir cualquier veleidad de ejercitarla. O para tomar una expresión mas reciente, el «Estado de Obras» endosa en favor del franquismo tanto los beneficios del crecimiento económico, inducido por la prosperidad europea y alimentado por el ahorro forzoso, como los méritos de las realizaciones viarias o asistenciales, financiadas con el dinero de unos contribuyentes imposibilitados de enjuiciar el buen uso y eficaz aplicación del gasto público por falta de información y ausencia de control democrático.
Durante los últimos meses algunos síntomas hicieron pensar que esa pesadilla de mala retórica y peores instituciones llegaba a su fin. Al menos ya vivimos en un Reino cuyo jefe de Estado es un rey, responsable no solo ante Dios y ante la Historia. El poder legislativo no estará ya compuesto mayoritariamente por funcionarios y privilegiados que dependen del poder ejecutivo. La bizantina polémica sobre la identidad de los actores que contrastan pareceres está a punto de ser resuelta: primero cayó en la batalla de los tinteros el Movimiento y ahora las asociaciones empiezan a trasmutarse en partidos políticos. No sólo los obreros dejan de ser llamados productores y la huelga anormalidad laboral; las referencias, en el bosquejo del Consejo Económico y Social a las asociaciones independientes y autónomas de empresarios y trabajadores hacen, incluso, pensar en la posibilidad de que el sindicato vertical abandone su hierática postura y opte por la horizontalidad. Las provincias no serán aquellas mónadas a las que solo podían sacar de su hermético aislamiento el Estado, la Iglesia y las confederaciones hidrográficas; se habla ya de regiones que hablan lenguas, no dialectos, que poseen una identidad histórica y cultural y que aspiran a administrar, al menos, parte de sus recursos.
Sin embargo, el proyecto de modificación de las Cortes apaga las esperanzas de que finalmente se llame a las cosas por su nombre. Ciertamente, han sido jubilados los ideólogos que fabricaban conceptos nuevos y los arbitristas que dibujaban minuciosos organigramas para repartir los cargos siempre entre las mismas personas. Pero la reforma de las palabras sustituye la retórica vacía por la adulteración de la historia, y las fantasías falleras por material de derribo del derecho constitucional comparado. España continúa siendo diferente. Si antes su excepcionalidad era ontológica algo así como la realización terrena de un arquetipo platónico que nada tenía que aprender y todo que enseñar, su nueva particularidad descansa en razones opuestas: lo que nos separa de nuestros vecinos no es la sustancia, sino la historia, y necesitamos de un lapso de tiempo para recuperar el terreno perdido. Nunca tanta jactancia ha sido rectificada con tanta humildad; pero nunca un deudor se ha tomado plazos tan largos para pagar a sus acreedores. De acuerdo con los indicadores comúnmente admitidos (la distribución de la población activa, la renta per cápita, el grado de urbanización, la producción de bienes de consumo duraderos, etc.), la estructura económica y social española es mas moderna y similar a la que tenían algunos miembros del Mercado Común no hace muchos años. Ahora bien, el proyecto de reforma constitucional es un largo viaje por el túnel del tiempo, aunque ese salto hacia él remoto pasado europeo quede disimulado por la terminología jurídico-constitucional. La fijeza y continuidad de las expresiones técnicas opaca muchas veces las transformaciones históricas de las realidades por ellas designadas; los profundos cambios sufridos a lo largo de los siglos por las instituciones democráticas no siempre se trasparentan en el lenguaje. El paralelismo verbal que se establece entre las anunciadas cámaras representativas españolas y las que funcionan en Europa Occidental descansa en esa inevitable equivocidad terminológica: el hombre es el mismo, pero no su contenido. Nuestro Congreso y nuestro Senado, las relaciones que mantienen entre sí y con el Gobierno, nada tienen que ver con el «sistema parlamentario bicameral» del que habla la exposición de motivos de la Ley de Reforma. El Consejo Nacional del Movimiento ha abandonado sus añoranzas del Gran Consejo Fascista y se ha transformado en Senado; pero sus homólogos no son las Cámaras de igual nombre de la Europa contemporánea, sino los consejos de notables frecuentes hace mas de un siglo, formados mediante una combinación de sufragio censitario, elecciones de varios grados y designación regia y dotados con exorbitantes poderes. El futuro Congreso tampoco es pariente cercano de los órganos legislativos actuales de cuyo nombre se apodera: el Gobierno no será responsable ante los diputados, reducidos a desempeñar el mismo modesto papel que los representantes populares en las viejas Monarquías limitadas. La composición y atribuciones del Consejo del Reino y del Comité Especial del Senado, la forma de designar jefe de Gobierno y la multititulada prepotencia del presidente de las Cortes terminan de cerrar la jaula de hierro de la democracia a la española. Se nos anuncia una regulación constitucional «en consonancia con las conveniencias de una sociedad moderna»; y lo que se nos entrega es un régimen post-napoleónico en el que la soberanía popular podrá aspirar, en el mejor de los casos -si las restricciones a los partidos y la manipulación electoral no ponen en escena una versión renovada del caciquismo- a que sus representantes, etiquetados con el absurdo rótulo de «familiares», compartiesen el poder legislativo con una Cámara diseñada como freno, carecieran de la capacidad de designar, controlar y destituir gobiernos y estuvieran sometidos a la mirada vigilante de ese comité senatorial encargado de velar por nuestros destinados.
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